Espejo de historias y otros reflejos. Jorge F. Hernández

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Espejo de historias y otros reflejos - Jorge F. Hernández Ensayo

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Macondo y la Mancha tienen coordenadas en la íntima cartografía de nuestras respectivas lecturas; Comala y Cuévano existen igual que la Isla del Tesoro de Stevenson o la Gran Tenochtitlan que conquistó a Cortés y a sus compañeros.

      Estas páginas guardan cuentínimos que pretendían divertir al lector dominical de periódicos, aunque Gabriel Zaid los elogiara como fábulas que, al desmitificar a la historia y a los historiadores, podrían servir como útil argumento contra la infinidad de pretenciosos que creen saberlo todo e injustos que siempre tienen que tener la razón. Fueron escritos para lectura efímera, aunque me consta que no pocos familiares, muchos amigos, un buen número de desconocidos y por lo menos dos taxistas recortaban estos artículos con el afán de conservarlos. Con eso y a sugerencia de Carlos Monsiváis, Espejo de historias queda ahora en forma de libro junto con otros reflejos donde intenté seguir la conjugación entre la supuesta objetividad de la realidad con la encantadora subjetividad de los sueños.

      Jorge F. Hernández

      Enero mm

      El globo de Bedoya

      Para Aura, quince años en vuelo.

      Para Santiago, siete años volando.

      Para Sebastián, tres y trasatlánticos.

      Epigmenio Bedoya es un fantasma más de los muchos que habitan el corazón de la Ciudad de México. De biografía inconclusa y complexión robusta, Bedoya es un aventurero de las aceras, parroquiano de mil cafés y filósofo pedestre. Para quien lo observe, parecería un habitante de novelas desconocidas, de esos cuya habitación más cómoda es un párrafo entre páginas y para quien los siglos no son más que cuadratines de una mancha tipográfica.

      Don Epigmenio Bedoya viste a la discreta usanza de la burocracia enlutada: traje —en ocasiones, levita antigua—, zapatos y corbata negros con una camisa casi inmaculada. Su itinerario cotidiano arranca cada lunes con el cobro aviador en más de dos ventanillas de Palacio Nacional, liquidación de adeudos en la Librería Madero y en la zapatería El Borceguí, desayunos en su Palacio de los Azulejos o tentempié en la churrería del Moro. Don Epi insiste en llamar las calles y las cosas por su nombre: para él, el Eje Central es San Juan de Letrán y "los zapatos deben ser tan cómodos como un buen pretexto". Historiador sin título, las aulas de Bedoya han sido los edificios de tezontle y la Catedral sumergida del Zócalo.

      Aunque se le podría ver en cualquiera de las líneas subterráneas que comunican a la inmensa Ciudad de México, Bedoya prefiere deambular por la superficie. En la biografía de Bedoya, los pequeños prados de la Alameda han enmarcado más de un discurso amoroso, los pilares del Palacio de Bellas Artes fueron refugio de una larga espera cuando aquella Inés lo dejó plantado y en los portales de Santo Domingo ha encargado todo tipo de letras: justificaciones de sus cobros sin trabajo de por medio, cartas-poder que le confió un primo adinerado de Colima para el cobro de una renta, y los versos para la mentada Inés.

      Sin embargo, la verdadera magia de Bedoya no se encuentra ni en las entrañas del Metro ni en el pavimento de esta ciudad. Epigmenio Bedoya tiene un aeróstato. Se trata de una pequeña nave de madera, con un manubrio oxidado de bicicleta, que carga cuatro antiguos tanques de butano —ahora repletos de lo que él llama "un helio orgánico"— que sólo dejan espacio para dos pasajeros: el propio Bedoya y el rara vez invitado afortunado.

      De los cuatro tanques, don Epi sólo confiesa que los llena en el Mercado de Jamaica, que contienen "polvos raros, licuados inconfesables, desperdicios de cualquier basurero y hasta hierbas de jamaica" y que con los cuatro tanques llenos "alcanza vuelos de hasta seis horas o seis siglos, que es lo mesmo". He aquí lo fantástico: el globo de Bedoya no es sólo el pasatiempo de azotea de un fantasma de la Ciudad de México, sino el anhelado invento de H. G. Wells. El globo de Bedoya, a medida que se eleva, viaja en el tiempo.

      Como ya dije, Bedoya rara vez lleva invitados en su globo. Sin embargo, me consta que don Epi no sólo es un piloto experimentado, sino un excelente guía por los tiempos que recorre. Desde que despega la aeronave con helio de jamaica —desde la azotea de un edificio de estos finales de siglo xx— se observa la sutil transformación del paisaje urbano. En uno de los recorridos, la Torre Latinoamericana desaparece tras la bruma y el neblumo, cambiando el pavimento por el adoquín, y resucita en todo su esplendor el Convento de San Francisco el Grande. En otro viaje, el pasajero contempla desde la mayor altitud alcanzada por el globo de Bedoya un paisaje lacustre, poblado de taparrabos emplumados, envueltos en enigmáticos aromas de copal y sórdidos ritmos de tambores. Desde esa gran altura, uno observa la verdadera localización y grandeza del Templo Mayor, la opulencia de la casa de Motecuhzoma y, a lo lejos, la llegada de una hueste barbada que cabalga sobre un mundo llamado Conquista.

      Según lo quiera el capitán Bedoya, el globo con góndola de madera puede sostenerse en una época por más de cuatro horas. Tiempo suficiente para observar deslices y comercios, diligencias y cortejeos, uniformes y bailables de un México virreinal o para cronometrar la expansión decimonónica de las avenidas y calzadas con el florecimiento de nuevas casas y palacetes. Suspendido en un equilibrio etéreo, el globo de Bedoya ha visto el paso de caballos y la aparición de automóviles, la entrada de Maximiliano y los balazos de Pancho Villa en la ahora calle de Madero. De hecho, según Bedoya, los cañonazos de la Decena Trágica —vistos desde su altura correspondiente— no fueron tal alarde de grandeza militar, como lo supuso el general Mondragón, sino "chiripazos y atinaditas en ese ajetreado revoltijo", como atestigua Bedoya.

      Bedoya ha visto la sustitución de banderas en los balcones de las casas acomodadas —del bleu-blanc-rouge al verde-blanco y colorado—, los vítores con bombín en mano del "A'i va Madero" a los viva-vivas con anchos sombreros y calzón de manta zapatistas. Desde el globo de Bedoya se puede observar —a determinada altura— la instalación del Ángel de la Independencia y el renacimiento de la Calzada de la Emperatriz Carlota, rebautizada como Paseo de la Reforma. Pero, desde la fantástica suspensión de este globo y con sólo cambiar de altitud, también se puede observar el vuelo del mismo Ángel cuando la sacudió el terremoto de 1957.

      Los vuelos de Bedoya confirman que la distancia ayuda a la óptica y que la observación suspendida confiere serenidad y sosiego. La Ciudad de México ocupa —si bien en expansión— el mismo espacio desde hace casi siete siglos, sus restos arqueológicos se encuentran sumergidos en las distintas capas de un subsuelo abundante en datos, recuerdos y cadáveres que son los recados palpables del pasado. Así como la transparencia del aire de este Anáhuac flota por encima de la inversión térmica, el rico caudal de nuestra historia es un paisaje de muchas alturas, de muchas capas que son épocas en donde se guardan los otros recados, impalpables, del pasado.

      El aeróstato de Epigmenio Bedoya es imaginación sin sentido publicitario, creatividad sin afanes científicos y oficio de historiar. Sus viajes hacia el pretérito de nuestras alturas equilibran el inmenso peso de nuestro pasado con una graciosa levitación: la invención que comulga con la memoria, en donde la levedad se entiende como fineza y nunca como venialidad. Bedoya se inventa y recorre las calles de una ciudad siempre cambiante, levita, por sus pasados y conoce sus distintas caras como un raro observador absorto en la maravilla y el azoro de esta irrealidad navegable.

      El laboratorio de Rosendo Rebolledo

      En un lúgubre sótano del corazón de la ciudad más grande del mundo se oculta el laboratorio fantástico del doctor Rosendo Rebolledo. Aunque pocos pue den acceder a las fantasías que emanan de este amplio centro de experimentación, tengo para mí que se trata de un verdadero patrimonio de nuestra historia, baluarte de nuestra crónica y medidor inigualable de nuestras respectivas cronologías.

      El curriculum fantasmal del doctor Rebolledo incluye un trienio de estudios preparatorianos

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