Espejo de historias y otros reflejos. Jorge F. Hernández

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Espejo de historias y otros reflejos - Jorge F. Hernández Ensayo

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de Faustino Wang Feng y, aunque nunca he comprobado su fama de viajero nocturno del espacio, sí puedo corroborar sus habilidades como viajero de los tiempos. Resulta que en mi ya recurrente afán por recorrer el pretérito de México, una mañana le pregunté al buen Feng si no manejaba somníferos o alucinantes que me permitieran estudiar mejor esa época que en los libros llaman Revolución Mexicana. Le expliqué que durante mis estudios siempre me parecieron insípidas las clases del profesor Malandrina que, ni por edad ni por vocación, conocía realmente el tema. Además, Jacinto Malandrina no le imprimía ninguna emoción a toda esa época que se inicia con el derrumbe de don Porfirio y que, según los discursos, aún sigue dando vueltas en nuestra cronología política.

      A mi parecer, y gracias a unas lecturas fuera de clase, más que Una Revolución esa época reúne varias revoluciones, algunas rebeliones y un mosaico de pasiones: desde la configuración geográfica de los que se alzaron, los particulares motivos que los orientaron y las utópicas metas que se propusieron los distintos bandos. Con todo, ya tenía yo elaborada una hipótesis que dividía a esa época de México en distintas etapas: la apostólica-democrática de Madero, la revancha-reversa-etílica de Victoriano Huerta, la reivindicación-bandolera y febril de Francisco Villa, la constitucionalista de Carranza, la terrenal-autóctona de Zapata y otra serie de divisiones definitorias.

      Para mi fortuna, y en un gesto de verdadera cortesía oriental, Wang Feng me permitió conocer loa íntimos secretos de su consultorio. Rodeado de dragones de papel y rociado de inciensos maravillosos, mi amigo Wang me mandó, con la fuerza de un té de tila con limón, directamente a la ciudad de Celaya en 1915. La rara infusión que me recetó este mágico personaje (que de no ser por Mexicali, lo hubiera creado Woody Allen) me permitió conocer en persona —y en un mismo día— las impresiones de Álvaro Obregón y Francisco Villa a punto de enfrentarse en una de las dos batallas cruciales que libraron en el Bajío mexicano.

      Escuché —porque lo presencié en mi delirio oriental— a Felipe Ángeles decirle a Villa que lo mejor era retirarse al norte. Villa quería atacar Celaya con unas cargas de caballería descarada, a la usanza de cómo triunfó en Tierra Blanca, pero Ángeles le advertía que Obregón lo esperaría atrincherado en estas tierras sin arenosas dunas móviles, sino inmóviles zanjas de la muerte. A punto de diluirse mi alucinación, alcancé a ver cómo Álvaro Obregón redactaba —aún con puño y letra que luego perdería en Santa Ana del Conde— aquel telegrama donde informaba que el "enemigo hase replegado varios kilómetros, dejando el campo regado de cadáveres..."

      Siguieron varias sesiones, casi dos veces por semana, en el salón de Wang Feng para que pudiera corroborar mi hipótesis: la Revolución Mexicana reunió distintos ánimos y proyectos y para estudiar esta época crucial de nuestra historia es preciso reconocer la intensidad y desolación mortal que generan las guerras.

      Con la sutileza de un siamés de pedigree, Wang Feng tiene desde su salón de la calle Dolores el pasaporte ideal para la confirmación de nuestra memoria o la exploración de nuestra historia. Más que un armario de complicadas infusiones, el Gran Feng ofrece la serenidad onírica —similar a las distancias que da la lectura o la reflexión— y desde los silenciosos enredos de un sueño provocado —similar a los caminos que toma la imaginación ante la lectura sin prisas— es capaz de mandarnos al pasado en presente.

      Por falta de recursos no he podido visitar a Wang Feng con la frecuencia que quisiera. Aunque, luego de mis viajes revolucionados y revolucionarios, tuve oportunidad de vivir algunos momentos reveladores de la Guerra de Reforma y hasta un desfile durante el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines.

      Sé de buena fuente que Faustino Wang Feng se regresa definitivamente a Mexicali. Sin embargo, me encuentro en pleno ahorro de fondos ya que el Gran Wang ofreció cumplirme un último viaje con sus infusiones: desde la preparatoria he querido confirmar algunas hipótesis anatómicas que tengo sobre la Güera Rodríguez. Prometo que informaré.

      Otro Benemérito

      Don Benito Suárez se parecía más a Maximiliano de Habsburgo que a su tocayo fonético: luenga barba rubia —con algunas canas— peinada y partida a la mitad, uno noventa de estatura imperial y vestido siempre con inmaculados trajes en tonos azul marino. Los doce alumnos que tuvimos la fortuna de tomar clase con él lo apodábamos "El Otro Benemérito", no por la similitud vocálica, sino por los curiosos paralelos que tenía Suárez con Juárez: de niño, cuidó vacas en San Juan del Río; de adolescente, decía querer estudiar jurisprudencia y de adulto aprendió a tocar la flauta.

      Lejos de ser objeto de burlas, el maestro Suárez siempre se ganó el más sincero respeto de sus alumnos por la inexplicable habilidad y destreza con las que impartía su cátedra de Historiografía Mexicana. Sin explicaciones esotéricas, ni pócimas psicotrópicas, el Otro Benemérito tenía lazos vivos con cuanto personaje muerto se le ocurriera llevar a clase. Mientras los otros profesores exigían largos y tediosos ejercicios, más cercanos a la calistenia memorística que a la comprensión de los tiempos pasados, el maestro Suárez nos llevó en persona a Lucas Alamán, Carlos María de Bustamante, José María Luis Mora y una larga lista de historiadores y escritores que han engalanado y descrito la historia de México.

      Ante nuestro azoro y expectación, el maestro Suárez abandonaba la tarima magisterial, se acomodaba en cualquiera de las bancas estudiantiles y sólo intervenía ocasionalmente para hacerle preguntas al personaje en turno. Recuerdo que Rebolledo le llegó a decir que debería hacer públicas sus habilidades resurrectivas, a lo que el maestro Suárez respondió con un simple "Ve y diles. Nadie te lo creerá". De manera que durante dos semestres, y a tres veces por semana, los afortunados alumnos del Benemérito Suárez tuvimos la envidiable oportunidad de entrevistar personalmente a Francisco Cervantes de Salazar, llenito Díaz de Gamarra, fray Bernardino de Sahagún y al propio Benito Juárez. De la asistencia de este último mencionaré que su aspecto era realmente diferente a lo que muestran las estatuas y las estampitas de papelería y que sus comentarios —en plena aula— cambiaron radicalmente la imagen que tenían muchos alumnos de él.

      Muchos años antes de que las computadoras profesaran una educación "interactiva", el maestro Suárez brindó a sus alumnos la sabrosa oportunidad de dialogar en persona con los hombres y mujeres de nuestra historia que sólo conocíamos como villanos irredimibles o héroes insoslayables. El Otro Benemérito los bajaba de sus pedestales e incluso a algunos les hablaba de tú y con confianza. Ya no eran ni siervos de la Nación ni Padres de la Patria, Niños Héroes o Epónimos intachables; se volvieron personas con nombres propios, tan cercanos como José María, Miguel, Juan o Josefa. De hecho no todos los invitados del maestro Suárez fueron célebres: nos presentó a una monja novohispana del siglo xvii que no escribió ni una sola línea en su vida, pero que nos reveló infinidad de detalles culinarios y espirituales de su vida conventual que nos fueron más útiles de lo que esperábamos. Lo mismo pasó con un minero guanajuatense del siglo xviii y un anónimo soldado de principios del siglo xix: nos relataron los hechos pero con climas, las batallas con todo y miedos, los proyectos con prejuicios e ignorancias.

      Algunos alumnos —entre ellos el mentado Rebolledo— le llegaron a pedir al maestro Suárez que formara tertulias, en vez de invitar a un solo personaje del pasado. Querían juntar a Bernal Díaz del Castillo con algún azteca octogenario para confirmar o desmentir lo de "Historia Verdadera", pero el maestro Suárez confesó que sólo tenía el secreto para invitar personajes o convocar a los muertos de uno en uno.

      Posteriormente, y también a petición de Rebolledo, el Benemérito Suárez nos sacó del aula e inició un programa integral de convivencia con los pasados: su habilidad resucitadora también se manifestaba en las calles y en cualquier edificio de la Ciudad de México. Lo único que nos exigió para estos paseos era que lleváramos trajes o abrigos, capas o gabardinas que ayudaran a disfrazar al invitado en turno, para evitar engorrosas explicaciones con policías o directores de museos. Así, caminamos en pleno Zócalo con

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