Espejo de historias y otros reflejos. Jorge F. Hernández

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Espejo de historias y otros reflejos - Jorge F. Hernández Ensayo

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de niños, ninguno de nosotros fue aceptado en los Boy Scouts. Según Rebolledo, todo se explica a través de la teoría del Complejo de Edipo de Freud, mientras que Bedoya nunca ha dejado de insistir en que se trató de un desenfreno más que nos permitió evadir —como debe de ser— nuestras responsabilidades laboral-burocráticas. Coincido con Mendívil en que el curso de Clases Vivas de Historia Heterodoxa de la Miss Weber por lo menos nos sirvió como una loca diversión, que según dice él, "es virtud poco mencionada de la investigación histórica".

      He de subrayar que no todo fue pura diversión. Cuando recreamos la batalla de Chapultepec, Bedoya nos sorprendió a todos cuando se aventó del barandal del Castillo —no envuelto, pero sí bien agarrado de la bandera nacional— hacia la verde pendiente del cerro. Asido del lábaro patrio, quizá creyó ganarse una mejor calificación con la Miss Weber o quizá se sintió realmente la reencarnación de Juan Escutia. Lo cierto es que se rompió unos huesos y hasta la fecha se niega a compartir sus impresiones de aquel vuelo.

      Martilio Cantera, el Estatuario

      Nacido irónicamente en Marfil, Guanajuato, Martilio Cantera es quizá el promotor más entusiasta de nuestra historia monumental, aquella que ha quedado fundida en las estatuas de nuestros paisajes urbanos, misma que se ha colado hasta las entrañas de nuestros sentimientos cívicos. Desde los primeros años de su juventud, Martilio Cantera decidió que su vocación sería la de historiador, pero no a secas, sino historiador monumental, cronista de las estatuas, tallador intelectual de las formas y figuras que nos han dado patria.

      Descendiente de arrieros esforzados, Martilio goza de una corpulencia poco común: torso minero, hombros soviéticos, bíceps de interés social, tríceps con agua caliente y estacionamiento para dos coches, cuello americano, tipo acerero de Pittsburgh... en fin, musculatura olímpica. A esto habrá que agregar sus facciones de litografía bélica, tez de calendario de taller de hojalatería, mirada felina, inexplicablemente clara, y una cabellera digna de una fábrica de brochas y pinceles. ¡Ah: los pies!, como dos canoas de bronce, con dedos perfectos y uñas impecables.

      Lo conocí en la Preparatoria de Guanajuato cuando apenas iniciaba sus alardes estatuarios. Lejos de pasar las tardes en la biblioteca, Martilio posaba en el cerro del Pípila, imitando al ídem, debidamente ataviado, horas y horas sin cambiar de postura. Decían que la piedra que traía sobre sus espaldas no pesaba lo que aparentaba y decían que tanta hora desaprovechada sólo se podía deber a un desorden mental. Lo cierto es que algunos empezamos a notar en Martilio ya no sólo una declaración divagante de principios, sino la auténtica formulación de una teoría histórica. Desde entonces se le quedó el apodo de El Estatuario y se volvió referencia recurrente en toda tertulia cantarle, en broma, aquello de "A las estatuas de Marfil, una, dos y tres, así. El que se mueva baila el twist".

      En efecto, Martilio Cantera —días antes de ser expulsado para siempre del sistema escolar guanajuatense— lanzó un breve pero intenso discurso en plena aula magna de la prepa en donde enfatizó su pasión por las estatuas. Decía que "el tiempo es inmóvil" y que los hechos de los hombres son hechos incólumes y que "el verdadero heroísmo sólo lo traduce y entiende la piedra". Fue por aquellos días que, para celebrar su expulsión, se aventó tres días inmóvil, vestido de Miguel de Cervantes Saavedra a las afueras de la Alhóndiga de Granaditas. (Los funcionarios de la XXXVII Muestra Cervantina lo tuvieron que consignar ante las autoridades municipales.)

      En la cantina de Chencho, escuché la despedida de Martilio Cantera. Decía, con los ojos más brillosos que nunca, que se iría a la Ciudad de México, "urbe donde todavía le tienen respeto a las estatuas, y además, abundan. De ahí a París y ya verán quién es Martilio Cantera". Los allí presentes alzamos la copa en señal de despedida, convencidos de que nunca más oiríamos hablar de El Estatuario.

      Sin embargo, hay quienes lo vieron —diez días seguidos— vestido de Cura Hidalgo y parado en el entronque que lleva al Santuario de Atotonilco, entre Dolores Hidalgo y San Miguel de Allende, inmóvil, hierático y monumental con un colorido estandarte guadalupano. Hay otros testigos que aseguran haberlo visto, inmóvil, con patillas y lujosamente uniformado en la esquina de la casa de Ignacio Allende en el centro de San Miguel. Dicen que su pose monumental sirvió para que más de un turista norteamericano se fotografiara con él y que, a la manera de un guardia inglés, Martilio ni chistaba.

      Las obvias preguntas "¿de dónde saca los disfraces?", "¿quién le enseñó mímica inmóvil?" y "¿de qué vive este facineroso?" de los transeúntes sanmiguelenses quedaron para siempre sin respuesta. Lo cierto es que a las dos semanas fue localizado en un jardín de Querétaro personificando a la perfección a la Corregidora Josefa Ortiz de Domínguez y que en el Cerro de las Campanas fue fotografiado con barba rubia y levita imperial, representando fielmente los últimos instantes de Maximiliano de Habsburgo.

      De sus poses en la Ciudad de México mencionaré que las más célebres fueron las dos semanas que posó como Lázaro Cárdenas —con inexplicable parecido facial— en el cruce del Eje Central con Arcos de Belén; las siete noches seguidas que, vestido de charro y con la boca abierta, se paró afuera de El Tenampa, en plena Plaza de Garibaldi, rindiéndole homenaje a Pedro Infante y el ya célebre malabarismo que se aventó —sólo por cuatro horas, ya que lo bajaron a la fuerza— en el barandal del Castillo de Chapultepec, envuelto en una bandera y vestido de cadete heroico.

      Antes y después de sus congelamientos históricos, Martilio expresaba los fundamentos de su teoría monumental y cerraba su discurso con un "¡Vivan los héroes y las piedras!". En cada representación, y ante cualquier foro, sorprendía la nitidez y precisión de sus disfraces y hasta parecía que sus facciones se transformaban según el personaje que representaría. De hecho, su repertorio no tenía límite: se le ha visto de Musa desnuda a las afueras del restaurante Konditori de la Zona Rosa, recostado en sueño secular sobre la tumba de Benito Juárez en el Panteón de San Fernando y hasta de militar republicano sobre una de las aceras del Paseo de la Reforma.

      Cualquiera pensaría que el final de Martilio Cantera sería quedar petrificado en algún parque público, transformado en bronce y destinado a ser refugio de palomas por décadas, sujeto a los vaivenes del "reordenamiento urbano". Sin embargo, su destino, como el de las estatuas, está sujeto a los vaivenes del presente, al tiempo móvil, acelerado e impredecible de la actualidad. Hace unos días, Martilio Cantera fue arrestado en las inmediaciones de la Columna de la Independencia, pintado de oro y con el pecho al aire. Mientras unos enardecidos y futboleros jóvenes le querían arrancar la corona de laurel que llevaba en una mano, un enloquecido aficionado de sombrerote le tiraba de la cadena-símbolo de su mano izquierda. Martilio gritaba "No me toquen, ¡soy la Independencia!" cuando intervinieron los guardianes del orden que lo llevaron a la delegación y consignaron como "travesti irreverente".

      Lorenza Caballero

      Fiel a su apellido, Lorenza Caballero cabalga por los corredores de los archivos históricos, trota por cuanta biblioteca le quede abierta y galopa literalmente sobre todo parlamento, párrafo, página o portadilla de los libros de nuestro pasado. Aunque no ha publicado ni una sola línea de sus hallazgos, Lorenza le ha dedicado más de treinta años a la exploración archivística como un gambusino de la memoria, minera del pretérito, aventurera del ayer.

      Su blonda cabellera —que recibe el burlón calificativo de crin— es ya parte del mobiliario de las salas de lectura y, debido a una antigua lesión en los meniscos, Lorenza Caballero se hace notar por el redoblado paso con el que interrumpe los silencios de las bibliotecas. Quienes la conocen, coinciden en que desde el primer momento Lorenza infunde una mirada equina, que acompañada de los destellos de una dentadura inmensa e inmaculada, incitan a acariciarle la crin. En los tiempos estudiantiles nadie se ganó mejor el epíteto de caballona, aunque pocos reconocieron la imbatible lealtad y los incansables esfuerzos de esta distinguida compañera.

      La

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