Espejo de historias y otros reflejos. Jorge F. Hernández

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Espejo de historias y otros reflejos - Jorge F. Hernández Ensayo

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prefiere más que un libro, una revelación: La historia equina de México. Esta obra —que cubrirá en siete tomos la historia de México desde 1519— no es una insípida cronología del caballo, ni una apología ilustrada. Aunque más de una Asociación de Charros verá en la obra de Lorenza el sustento teórico-cultural a sus actividades, Lorenza Caballero se ha propuesto brindarnos una auténtica mirada alternativa a nuestro pasado histórico y no un mero elogio de la charrería.

      En las varias ocasiones en que me he reunido con ella —evidentemente en un restaurante del Hipódromo de las Américas— Lorenza me ha confiado la magnificencia de sus hallazgos y el perfil de su obra. En una de estas tardes lluviosas —en donde la pista lodosa permitió el milagroso triunfo de Arabella a dos cuerpos de Boston Derby— Lorenza me explicó cuán diferente es la comprensión de la Conquista de México una vez que se conocen no sólo los tamaños y pintas de los caballos que montaban Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, sino que incluso se encontró con los nombres: según Lorenza, don Hernán entró a la Gran Tenochtitlán montando a la yegua Afortunada, mientras que Alvarado traía al alazán Desdichado.

      Lorenza se ha encontrado con las biografías detalladas de los seis caballos que tiraban de la carroza de la Virreina de Alburquerque que aparecen en el biombo "Alegoría de la Nueva España" e incluso se sabe el nombre y triste final de un caballo que tumbó al Virrey Conde de Moctezuma provocando la caída de su larga y canosa peluca.

      Aficionada a las botanas con alfalfa y tiras de soya, Lorenza Caballero no tiene reservas en compartir conmigo sus hallazgos mientras le retribuya estos favores con largos paseos a Chapultepec o buenos cargamentos de dulces de azúcar. De hecho, en su casa he visto más de siete bomboneras repletas con cubitos y bolsitas de azúcar de los más diversos restaurantes a donde hemos ido: los pequeños sobres del Prendes, en donde me contó que Miguel Hidalgo no siempre cabalgó sobre un caballo bayo y que por allí hay papeles que avalan que el caballo de Iturbide era, en efecto, un alazán tostado, pero capado; los cubitos de un restaurante en Puebla, en donde me narró la coincidencia de que un caballo de Antonio López de Santa Anna se había quebrado una pata en los mismos días en que se enterraba la pierna de su polémico dueño y que en un diario del caballerango constaban los cuidados que se le daban en la hacienda de Manga de Clavo.

      Recuerdo un paseo que dimos a las afueras de Cuernavaca y que, antes de emprender un auténtico galope en pos de unos helados, Lorenza me presumía de las listas de caballos franceses que se habían sacrificado en la Batalla del Cinco de Mayo. En otra ocasión, a paso lentísimo, me narró las diferentes alzadas de los caballos que montó Porfirio Díaz, al grado de que sabe que para principios de este siglo y en el ocaso de su vida don Porfirio prefería cuacos de gran alzada, para imponer. Quizá sobra mencionar que Lorenza Caballero se tiene bien estudiados los nombres, nacencias, pintas, biografías y destinos de los más célebres caballos de nuestra historia reciente: el místico corcel con el que entró Francisco I. Madero al Zócalo —y que ni se inmutó con el terremoto de aquel día—, los coreografiados corceles del H. Colegio Militar que también jugaron su papel en la "Marcha de la lealtad", el infortunado rocín de Bernardo Reyes que huyó despavorido a las puertas de Palacio Nacional, el revolucionadísimo garañón con el que entró Pancho Villa a Torreón o el noble y pajarero corcel con el que entró Emiliano Zapata al corazón de la Ciudad de México.

      La magna investigación de Lorenza Caballero llega hasta la biografía de Misionero, montura incansable que, en más de una gira, llevó a Lázaro Cárdenas por los confines de México. Su interés historiográfico, sin embargo, no se limita solamente a los cuadrúpedos célebres: también incluye solípedos anónimos y olvidados, potros y jacas desconocidas, potrillos y potrancas cuyas carreras, trotes y pasitos han quedado en la noche de los tiempos. De igual manera, su investigación —aunque destaca y respeta las biografías equinas individuales— también atañe y espulga las circunstancias e intervenciones en tropel, los estragos de las caballadas, las cabalgatas colectivas (en parada, maniobra, revista o procesión) y los desfiles en peregrinación o en retirada. Por lo mismo, la investigación de Lorenza Caballero delata los tropiezos y malpasos de cuanto matalote, penco, asno y mula ha cabalgado por los vericuetos de nuestra historia.

      Entre algunos historiadores, compañeros de su generación, predomina el desprecio cuando se habla de Lorenza. La consideran una loca, que para saciar los vaivenes de su psiqué —y justificar su parecido— se inventó los relinchos y trotes propios de una yegua de archivo. Otros ven en ella la encarnación del mítico Pegaso, caballo alado que encierra los símbolos de México y de su pasado o la reencarnación de los más célebres caballos que han atestiguado nuestra historia. Lo cierto es que Lorenza Caballero es una más de los incansables rastreadores de nuestro pasado, historiadora sin más pretensión que buscarle más ventanas al pretérito para brindarnos el placer de conocerlo, pastar en sus datos y cabalgar sobre sus circunstancias. Nobilísimo empeño por el cual le perdono sus arranques repentinos, su masticación resonante, su lógica aversión a la tauromaquia —en particular, la suerte de varas y el arte del rejoneo— y sus intempestivos viajes a los pastizales de Kentucky o Querétaro.

      Apostilla equina

      Debo a la conjunción de varios afortunados azares más noticias de Lorenza Caballero. La primera coincidencia: mi amigo Adolfo Morán se la encontró en la librería Gandhi, comprando un ejemplar de la exitosa novela El hombre que le susurraba al oído a los caballos. Dice Adolfo, que La Caballona se puso algo nerviosa no sólo porque sabe de nuestra amistad, sino porque quizá le daba pena verse comprando novelas, cuando ya es bien sabido que ella sólo cabalga por largas lecturas de historia.

      Me contó Adolfo que Lorenza me mandaba agradecer el artículo que le dediqué en el periódico y que incluso parecía que arqueó su cuello y acomodó su crin como yegua orgullosa. Ya entrados en gastos, se tomaron un café en la planta alta de la librería y, según Adolfo, Lorenza le regaló una de las pláticas más sabrosas que él recuerde.

      Sucede que La Caballona expuso todo un tratado de historia literaria de México, en menos de cuarenta minutos, que dejó atónito y sin comentarios a mi amigo. Empezó por revelar el profundo sentido psicoanalítico que tuvo para Alfonso Reyes la muerte su padre, el general Bernardo Reyes, a lomo de un corcel en pleno Zócalo. "Eso lo marcó para siempre, Adolfo", dijo Lorenza. "Para mayor confirmación, ahora explícate por qué don Alfonso se refería al ensayo como 'el centauro de los géneros literarios'. Sabía de caballos, Adolfo, y por eso... sabía de letras. Revisa el Quijote, relee a Quevedo, retoma a Faulkner o cualquier autor de tus anaqueles y te aseguro que no entenderás su verdadera dimensión literaria, en tanto no sopeses su vida con caballos, carruajes, calesas y berlinas".

      Se despidió de Adolfo con el clásico relincho que la hizo famosa en la Universidad: "Te regalo mis ideas" y agregó: "Ojalá te sirvan para un centauro... digo, ensayo". Cuando Adolfo me platicó de este encuentro, bromeábamos sobre el equívoco: a lo mejor le dijo centauro con claras intenciones de ligárselo, o bien, le insinuó lo de "Te regalo mis ideas" en alusión a mi artículo. Lo cierto es que pocos meses después, hubo otra coincidencia con La Caballona.

      Me tocó a mí encontrármela, ¿en dónde más podría ser?: en el Palacio de los Deportes, ¡la noche que se presentaron los famosos Corceles Blancos de Vienna! "Quiúbole —me dijo Lorenza, como si nos viéramos muy seguido—, ya me imaginaba encontrarte aquí. Con tu artículo parece que ya reconoces que mis hipótesis equinas realmente ayudan a los historiadores. Por cierto, ¿no te dijo Adolfo que nos encontramos en Gandhi? En una de esas y también le sirven mis rollos para sus libros".

      Durante el espectáculo casi no intercambiamos palabra. Lorenza miraba a los caballazos austríacos como si fueran miembros de su familia. Yo le miraba sus inmensos ojotes, convencido que en vez de aplaudir relincharía, mientras ella permanecía casi inmutable, si no fuera por el constante acomodo de sus rodillas y sus taconeos al ritmo de un vals. Cuando terminó la función, comprobé que Lorenza sigue haciendo ese ruidito con los labios, como trompetilla,

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