La sirena negra. Emilia Pardo Bazán

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La sirena negra - Emilia Pardo Bazán Trilogía: Triunfo, amor y muerte

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del sofá con las pupilas dilatadas—. Es una sombra grande, muy alta, que llega al techo. ¡Ha salido por la puerta de mi alcoba y ahora acaba de desvanecerse en la del pasillo! Pero ¿usted no la ve? ¿No la ve?

      —¿A quién, Rita, a quién? —respondió chancero.

      —A la Seca, a la… ¡Jesús!

      Y se cubre el rostro y su temblor, como un aura del otro mundo, le eriza el fosco pelo goyesco.

      No sabiendo cómo distraerla de la aprensión y los terrores, le he propuesto ir al teatro algunas tardes. Ha aceptado palmoteando de alegría. Compro un proscenio segundo, localidad vergonzante, y la llevo en coche; nos bajamos un poco antes de llegar a la puerta del teatro y ella entra sola; yo me reúno momentos después, disimulo que me impongo para que no me importunen con chismes y habladurías. Rita lleva sus acostumbrados trajes de lanilla negra, muy pobres y, como nota de lujo, un boa blanco de pluma que yo le he regalado. La agitación y emoción de su contento trazan en sus pómulos una pincelada de carmín demasiado violenta, sin el suave desvanecido de las rosas clásicas. Sus manos consumidas bailan dentro de los guantes, también ofrecidos por mí, manejando el abanico con garbo típico de maja gaditana. Yo aparezco poco después y me quedo agazapado en el fondo del palco. Empieza la representación. Rita se pone de codos en el antepecho, saca fuera el busto y bebe, absorbe el drama; o mejor dicho, el drama la absorbe a ella, la arrebata momentáneamente a la realidad, la desprende de sí propia; como la de los extáticos, su alma sale de su cuerpo minado por la enfermedad, codiciado y reclamado por la tierra, y se mete en el cuerpo vibrante de la actriz; sus labios, en un balbuceo, repiten los párrafos más conmovedores, las frases más efectivas; y mientras, el agua que duerme en el fondo de sus pupilas tenebrosas salta un momento a la superficie, en chispas de diamantes se vuelve hacia mí y repite:

      —¡Qué hermoso! ¿Verdad? ¡Qué hermoso! ¡Me enternezco! ¿Qué, a usted no le gusta?

      Sonrío y contesto que sí me gusta mucho. No tengo pujos críticos cuando estoy con Rita. Todo es admirable; el almizcle de París que desempaquetaron la víspera, el bacalao de Noruega de Ibsen, la ferranchinería romántica, las moralejas garbanceras, sensibleras, genuinamente nacionales, el efectismo de chafarrinón… No me importan estilos, géneros, corrientes, ni moldes; en pos de la neurótica, aprendo a viajar por fuera de mi juicio. Alguna vez que se me ha ocurrido censurar al autor, sonreír de una inverosimilitud, Rita me ha atajado murmurando:

      —¡En la vida pasan cosas… vaya, más gordas que todo eso!

      He sacado en limpio que Rita vive de una pensioncilla que le pasa su abuela materna; que su madre murió hace bastantes años; que de su padre no se sabe a punto fijo el paradero —se le sospecha en Manila otra vez— y que la abuela, señora pudiente de Sanlúcar, aunque manda a su nieta limosna, no ha querido volver a verla; sin duda la maldice. Mi información ha sido fragmentaria: hoy arranco un pedacillo de verdad, mañana otro; y queda, detrás de los hechos escuetos que voy ensartando como pájaros muertos por varilla de cazador, un infinito de historia, un secreto que presiento y que me irrita, como la fragancia de vino encerrado, inaccesible al bebedor de oficio.

      Mi tesis con Rita es persuadirla indirectamente de que morir no hace mal; de que el instante decisivo no lleva aparejado ningún tormento. Observando que cuando ha dormido bastantes horas está contenta, la predico la identidad del sueño con la muerte, sin más diferencia que el instante del despertar y algunas sensaciones que preceden al punto de dormirse.

      —Sí, sí; pero… ¡ese despertar! —gime aterrada la española—. ¡Cuando las personas son como yo, tan malas, tan malas!

      Le ofrezco el trivial consuelo de la frecuencia, de la insignificancia de la culpa. ¿Quién no es culpable? ¿Está el mundo lleno de santos o de pecadores?

      —No todos los pecadores son iguales. Hay pecados de pecados… —Y la afirmación de la infeliz se completa con un relámpago de su mirada, velado inmediatamente por una niebla de incurable amargura. En estos momentos, yo la acaricio para calmarla, sin rastro de maliciosa intención; ella se desvía —porque es la española, que no concibe que un contacto de hombre y mujer puede nunca ser inocente—. Un día, sin embargo, me somete el caso de conciencia. Yo la estoy hartando de finezas, de regalos para ella y Rafaelín. ¿La creo obligada a complacerme? ¿Mi objeto es acaso…?

      —No es ese mi objeto, Rita. No piense usted disparates. Soy un amigo.

      Me toma una mano y me la estrecha con devoción. Sonrío y saco del bolsillo una cajita de cartón rosa llena de tabletas de chocolate, de las caras. Rita adora el chocolate; me arrebata la caja y con transporte de criatura indisciplinada, antojadiza, hinca el diente a la golosina helvética dándome las gracias con un mirar risueño aclarado de alegría.

      Mientras ella mordisquea, yo la considero y quisiera abrir su cabeza, destaparla, registrarla, para conocer el arcano que oculta y por el cual me tiene sujeto con fidelidad de amante que espera y teme y respeta y calla; el arcano, único atractivo de este espíritu que, de noche, vaga perdido entre las tinieblas del miedo y del mal.

      III

Imagen

      Amoscada anda mi hermana con lo de Rita: no sé quién se lo habrá soploneado. Es verosímil que me haya espiado en el teatro a pesar de las precauciones que tomo. Y se me figura que Trini y ella, en sus intimidades, han conferenciado acerca del asunto con esos campaneos de cabeza y esos enarcamientos de cejas que son la mímica de esta clase de conciliábulos entre mujeres sensatas.

      Al fin no pudo vencerse Camila y cierta mañana irrumpió en mi gabinete-despacho, una hora antes de la de almorzar, el momento que dedico a leer cosas serias porque tengo la cabeza despejada y el estómago libre. Hubo preámbulos, diplomacia y, por último, estallido. Yo tenía una querida y, además, un hijo de semejante mujerzuela. Y mi tácito compromiso con Trini y el mal lugar en que las dejaba, y la honra, y, y, y…

      Mientras Camila se explaya, la considero atentamente sin enojo y sin reto, como se mira correr en estío una fuente parlera. Camila se parece de un modo sorprendente a mi madre: las mismas facciones clásicas de matrona romana, la misma mirada imperiosa, el mismo cuerpo arrogante donde la seda hace pliegues solemnes, como estudiados, y juegos de luz, al estilo de los ropajes suntuosos que pintaba Madrazo con tanto acierto. Un cariño meramente instintivo o impulsivo era lo que por mi madre sentía yo, y realmente, según el espíritu, solo soy hijo de mi padre, rezagado romántico, soñador y que, conforme a la moda de su tiempo, fue algo poeta (ahora, por moda también, somos algo intelectuales). Hacia Camila experimento el mismo apego natural que hacia mi madre; pero con un toque de desdén, de convicción de mi superioridad. Ella entiende lo contrario; me tiene en menos; se cree más cuerda, más práctica, más razonable cien veces que yo y me protege y vela por mí (que es modo de desdeñar). Ejerce sobre mí un ascendiente material del cual reniego y que se funda en mezquinos servicios y auxilios prestados a veces como cuidados durante enfermedades, advertencias relativas a cuestiones de interés; nada en suma.

      De todo cuanto me decía Camila, me hizo eco en el alma únicamente aquel concepto de considerarme padre de Rafaelín. Al estarlo oyendo, sentía ansias de que fuese verdad. Yo no deseaba un hijo en el sentido estricto de la frase; pero se me ocurrió que sería delicioso tener ese hijo; ese, no otro.

      Las gracias y perfecciones del niño se me representaron todas en aquel punto, con tal viveza que mi corazón se iba hacia él y le besaba paternalmente.

      Veía yo, mientras Camila me acusaba del dulce hurto no cometido, la cara oval, morena, igual a la de Rita, pero con el barniz regio de la salud; los ojos santos, puros,

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