La sirena negra. Emilia Pardo Bazán

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La sirena negra - Emilia Pardo Bazán Trilogía: Triunfo, amor y muerte

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una resolución de ser el padre de Rafaelín por mi voluntad, no por azar de la carne, surgía en mí al mismo tiempo que mi hermana me reprendía severamente suponiendo la paternidad. Era la defensa del instinto de perpetuarse, instinto que ya creía punto menos que abolido en mí; era… ¡ah, no me cabía duda!, ¡era la vida, la vida, la vida, la maga, que me llamaba otra vez y al llamarme me ofrecía una copa de amor! La pobre Rita estaba sentenciada; pero ¿el niño? Por él podría yo, ¿quién sabe?, interesarme en algo sencillo, bueno, natural…

      Con ímpetu, derramando efusión, cogí las manos de Camila y exclamé:

      —¡Pues bien; no lo discuto! Sí que es mío ese chico. Ya verás; un sol, una monada. Vas a chochear con él.

      Mi hermana retrocedió. No sabría describir cómo se le inmutó la cara; sus clásicas facciones adquirieron el ceño y la contracción adusta de las antiguas Melpómenes. «¡Indignada es hasta fea Camila!», decidí para mis adentros.

      —Supongo que bromeas; pero la broma, hijo, es de pésimo gusto.

      —No bromeo.

      —Vamos, piensas casarte con la mamá de la criatura.

      —No se me ocurre —respondí con sinceridad—, entre otras cosas, porque no creo que le queden dos meses de estar en este mundo. Me coges en un momento de espontaneidad, Camila; desarruga ese entrecejo que te sienta muy mal; ¡si te vieses! El chico es más mío, ¿lo oyes?, que si lo hubiese engendrado materialmente. Lo material es muy despreciable en todo; pero en eso del amor y de la paternidad es en lo que más ruin e insignificante se me figura. ¿No crees tú lo mismo? Si tienes alguna elevación en el sentir…

      —Pero… el chico —interrumpió ella vacilando—, ¿es tuyo o no es tuyo? ¿En qué quedamos, Gaspar? Descíframe el enigma.

      —¡Pch! El enigma no te importa —respondí, pensando para mi sayo: «¡Alma, ciérrate!»—. Los resultados, querida hermana, van a ser exactamente los mismos que si el chico fuera mío, como entiendes tú que son nuestras las cosas. Y los resultados son lo único que aquí se pleitea.

      —¿Pleitear? Te engañas —articuló Camila con aviesa esquivez—. No pleiteo. Allá tú; allá te las compongas. Desde que vivimos reunidos, ¿en qué asunto tuyo me he mezclado?

      Yo podría contestarle que en todos absolutamente, porque desde el color de mi colcha hasta la colocación de mis fondos, mi hermana interviene siempre en cuanto me incumbe, indirectamente, pero con la tenacidad de un insecto preso en un vaso y que busca salida. Sospecho que hasta abre mis cartas y las curiosea. Sin embargo, opté por encogerme de hombros y convenir. Porque en mis verdaderos asuntos —los de mi espíritu—, Camila no puede mezclarse, no conociéndolos.

      —Corriente: dado que no intervendrás en mis negocios, hija mía, prepárate para la transformación que mi vida va a sufrir. Si Trini quiere que nos casemos, el niño tendrá quien le cuide, quien haga veces de madre… ¿Qué opinas tú? ¿Trini sabrá amar como madre a mi Rafaelín?

      Camila parpadeó y constriñó los labios, gesto de las personas demasiado cargadas de razón, que no quieren dar suelta a la palabra para que no muerda. De contener la respiración, se puso arremolachada. Al cabo, ajustado ya el antifaz de calma indiferente, exhaló un susurro:

      —Qué sé yo… Allá ella y tú… Entérate.

      —¿No tienes opinión? —y mi tono era irónico.

      —¿Opinión? ¿No he de tenerla? —saltó, disparando con cerbatana las sílabas que me azotaron airadas—. A la primera palabra de semejante delirio, Trini te dirá, y con razón, que ella no está para cuidar chiquillos espurios y no tiene por qué cargar con el que le encajas. Qué santo y bueno tomarse molestias por los hijos propios, pero por los ajenos, memorias. No conoces a Trini, hijo. Pretendientes le sobran que no la impongan condiciones raras y obligaciones fantásticas. ¡Pues digo!

      —Si Trini me amase —articulé sosegadamente—, amaría a la criatura, por cariño a mí. ¿No viene hoy a almorzar? La interrogaré. Tú no la prevengas: déjala seguir su impulso.

      Una hora después llegó Trini. Me había vestido prestando suma atención a los pormenores de mi traje. Sentía emoción de cadete ante la esperanza no tanto de que Trini me quisiese lo suficiente para acoger en un arranque tierno, de mujer y madre, a Rafaelín, sino de que, ante su arranque, naciese en mí el verdadero amor. Lo que me hace palpitar viene del interior de mi ser: no puede venir de fuera. Si Trini se revela, si vibra… —calculaba yo—, siento que vibraré también; y no será como con Rita, una atracción perversa, seudorromántica: será el amor completo, con su raigambre poderosa que nos adhiere a la tierra; será el hogar, con humareda azul de ilusión —porque el hogar, con solo el humo del puchero, lo que es yo no me siento capaz de resistirlo—. Y, enajenado, consagré tiempo al lazo de mi corbata, a la clavazón en él de la gruesa perla redonda, a atusar el pelo, a frotar con el pulidor las uñas. Iba tan brillador de ojos y tan amador en mi porte que Trini, al estrechar mi mano, se arreboló, olfateando sutilmente como hembra que algo impensado ocurría. Yo (soy muy desconfiado) había estado en acecho y salido a encontrarla en la antecámara, temeroso de los manejos de Camila. Almorzamos, alegres y decidores los novios, mi hermana fruncida, encapotada y pesimista. Según su perro humor, el asado era un carboncillo, las tostadas del té, unas virutas y las quenefas del volován eran de escayola. Trini se reía enseñando sus encías jugosas y vivaces, su fresca lengüecilla inquieta entre la doble fila de gotas de leche cuajadas de la arqueada dentadura. Me daban tentaciones de caricias atrevidas y sentía por Trini escalofrío humano, ansia celestial. Cien años que viva (¡no me faltaba sino vivirlos!), no olvidaré el encantador almuerzo al canto de la chimenea activa y roja, respirando el aroma de las violetas tardías y los claveles blancos tempraneros, que adornaban el centro de plata, en honor a Trini, a ella; entonces sí que se lo llamaba interiormente… Por debajo de los encajes gruesos del mantel cogí su mano, que no se retiró. Aún estábamos eléctricamente asidos cuando Camila se levantó con un pretexto cualquiera y nos dejó solos. Trini, sofocada, hizo un movimiento para seguirla; yo protesté, apretando más la mano de seda y clavándome con deleite en los pulpejos las sortijas del meñique. Ella comprendió que llegaba la hora decisiva de aquel noviazgo hasta entonces tan soso y borroso, y sus ojos, avergonzados, buscaron el dibujo de la alfombra.

      —¿Trini? —suspiré—. ¿Sabe usted que esta mañana le dije a Camila que nuestra boda es inminente?

      —¿Camila? —tartamudeó ella agarrándose a lo que podía ayudarla a disimular su confusión—. Dice usted que Camila… ¿Estaría por eso de tan mal talante? —y sonrió a la hipótesis.

      —Por eso precisamente, no. Va usted a saber por qué, Trini… —Acerqué mi silla, solté la mano y nos reclinamos, muy próximos en la mesa—. Escuche y pese la respuesta… ¡No venga usted hasta que le llame! —ordené al criado que entraba trayendo leña—. Trini, yo trato a una mujer y esta mujer tiene un niño.

      Ella se demudó.

      —Ya lo sabía. ¿Para qué me lo dice usted?

      —Porque el eje de esta conversación es eso: la mujer, el niño; sobre todo, el niño…, ¿se entera usted, amiga mía?

      Trini indicó el gesto de desviarse pálida y turbada.

      —¡Por Dios! No así, Trini, no así. Hay que escuchar y, sobre todo, hay que entender. Cuando usted haya entendido, decide. A la mujer la visito diariamente, pero no tengo con ella más relación que visitarla… Como si fuésemos hermanos. ¿No lo cree usted? No tengo para qué

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