100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери

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en la pasión, los errores de la gente cuanto podía abominaba y despreciaba, no para infamia o vituperio de los que yerran, sino de los errores; vituperando los cuales creía disgustar, y disgustándolos, apartarme de quienes por ellos odiaba.

      De los cuales errores, uno principalmente reprendía yo, el cual no sólo porque es peligroso, y dañoso para los que en él están, sino también para los demás que lo reprueban, separo de ellos y condeno. Es éste el error de la humana bondad, en cuanto ha sido sembrada en nosotros por la naturaleza y que debe llamarse Nobleza; el cual por la mala costumbre y el poco intelecto, estaba tan afincado, que la opinión de casi todos era falseada; y de la falsa opinión nacían los falsos juicios, y de los juicios falsos, las reverencias y vilipendios injustos; por lo cual, los buenos eran tenidos en consideración de villanos, y los malos, honrados y exaltados. Cosa que era confusión del mundo, como puede ver quien considere sutilmente lo que de esto puede seguirse. Y como quiera que esta mi dama cambiase un tanto para conmigo su dulce aspecto -principalmente allí donde yo miraba y buscaba si la primera materia de los elementos había sido entendida por Dios-, me sostuve un tanto con frecuentar su vista, y permaneciendo en su ausencia, entré a considerar con el pensamiento la falta humana en torno a dicho error. Y para huir de la ociosidad, principal enemiga de esta dama, y extinguir este error que tantos amigos le resta, me propuse gritarle a la gente que iba por mal camino, a fin de que se encaminasen por la calle derecha, y comencé una canción, en cuyo principio dije: Las dulces rimas de Amor que yo solía. En la cual pretendo traer a la gente al camino derecho en lo que hace al propio conocimiento de la verdadera nobleza, como se verá por el conocimiento de su texto, cuya exposición se pretende ahora. Y como quiera que en esta canción se propone tan necesario remedio, no estaba bien hablar so figura alguna; antes bien conviene, por el camino más corto, ordenar esta medicina, a fin de que haya pronto la salud corrompida, la cual a tan presta muerte corría. No será, pues, menester esclarecer alegoría alguna en la exposición de ésta, sino solamente razonar su sentido conforme a la letra. Por mi dama, entiendo siempre de la que se ha hablado en la canción precedente, es decir, la Filosofía virtuosísima luz cuyos rayos hacen reverdecer y fructificar la verdadera nobleza de los hombres, de la cual trata plenamente la canción propuesta.

      II

      Al principiar la exposición emprendida, para dar a entender mejor el sentido de la canción propuesta, es menester dividir aquélla primeramente en dos partes; en la primera de las cuales se habla a modo de proemio, en la segunda se continúa el Tratado. Y comienza la segunda parte al comienzo del segundo verso, donde dice: Uno imperó que quiso que Nobleza.

      En la primera parte, además, pueden comprenderse tres miembros. En el primero se dice por qué me aparto del lenguaje usual; en el segundo digo aquello que es mi intención tratar; en el tercero pido ayuda a la cosa que más me puede ayudar; es, a saber: la verdad. El segundo miembro comienza: Y pues que me parece que es tiempo de esperar. El tercero comienza: Y comenzando, llama a aquel señor.

      Digo, pues, que es menester que yo abandone las dulces cimas de amor que solían buscar mis pensamientos, y señalo la causa, porque digo que no es con intención de no hacer más rimas de amor, sino porque en mi dama han aparecido nuevos aspectos, que me han quitado ocasión para hablar de amor ahora. Donde se ha de saber que no se dice que los actos de esta dama sean desdeñosos y altivos, sino según su apariencia, como puede verse en el décimo capítulo del Tratado precedente, como otra vez digo que la apariencia se apartaba de la verdad. Y cómo puede ser eso, es decir, el que una misma cosa sea dulce y parezca amarga, o bien que sea clara y parezca obscura, se verá aquí suficientemente.

      Después, cuando digo: Y pues que me parece que es tiempo de esperar, digo, como se ha dicho, lo que es mi intención tratar. Y aquí no se ha de pasar a la ligera eso de tiempo de esperar, puesto que es el motivo más poderoso de mi actitud; antes bien se ha de ver cómo es de razón que ese tiempo se espera en todas nuestras obras y, principalmente, al hablar. El tiempo, según dice

      Aristóteles en el cuarto de la Física, es número de movimiento, conforme al antes y después, y número de movimiento celestial, el cual dispone las cosas de aquí abajo diversamente para recibir alguna infusión; porque la tierra está dispuesta de un modo al principio de la primavera para recibir la infusión de las hierbas y las flores, y de otro modo en invierno, y de distinto modo está dispuesta una estación para recibir una semilla que otra. Y así, nuestra mente, en cuanto está fundada en la complexión del cuerpo, que tiene que seguir la circunvolución del cielo, está dispuesto de modo diferente en un tiempo que en otro. Por lo cual, las palabras, que son como semilla de obras, débense sostener y abandonar con mucha discreción, ya porque sean bien recibidas y fructifiquen, ya porque, por su parte, no haya defecto de esterilidad. Y por eso se ha tener en cuenta el tiempo, tanto por el que habla como por el que ha de oír; porque si el que habla está mal dispuesto, las más de las veces son perjudiciales sus palabras, y si el oyente está mal dispuesto, son mal recibidas las buenas. Y por eso dice Salomón, en el Eclesiastés: «Tiempo hay de hablar, tiempo hay de callar». Por lo que yo, sintiéndome turbado en mi ánimo, por el motivo que se ha dicho en el capítulo precedente, para hablar de amor, me pareció que era tiempo de esperar, lo cual lleva consigo el fin de todo deseo y se presenta, casi como donante, a quienes no les duele esperar. Pues dice Santiago Apóstol, en el quinto capítulo de su Epístola: «He aquí el agricultor que espera el precioso fruto de la tierra, esperando pacientemente hasta que reciba lo del tiempo y lo tardío». Porque todas nuestras desazones, si buscamos bien su origen, proceden casi por entero de no saber aprovechar el tiempo.

      Digo, pues, que me parece conveniente esperar, y que depondré, es decir, abandonaré, el suave estilo que he usado al hablar de Amor; y digo que hablaré del valor por el cual el hombre es verdaderamente noble. Y aunque pueda entenderse valor de varios modos, aquí se torna valor como poder natural, o más bien bondad conferida por la naturaleza, como más adelante se vera. Y prometo tratar este argumento con rima áspera y sutil. Porque es menester saber que la rima se puede considerar de dos maneras, a saber: amplia y estrictamente. Estrictamente entiéndese el acuerdo que se suele hacer en la penúltima y última sílaba; ampliamente se entiende el habla que, regulada en número y tiempo, cae en consonancias rimadas, y así se ha de entender y tomar en este proemio. Y por eso dice áspera, en cuanto al sonido, que para tal argumento no conviene la lenidad, y dice sutil, en cuanto al sentido de las palabras, que proceden argumentando y disputando sutilmente.

      Y añado: Reprobando el juicio falso y vil, donde prometo reprobar una vez más el juicio de la gente imbuida de error; falso es decir apartado de la verdad, y vil es decir con ánimo vil afirmado y fortificado. Y se ha de tener en cuenta que en este Proemio primero se promete tratar la verdad y luego comprobar la falsedad; y en el Tratado se hace lo contrario, porque primero se comprueba lo falso y luego se trata de la verdad, lo cual parece no convenir a la promisión. Y así se ha de saber que aunque una y otra cosa se proponga, se entiende principalmente que se ha de tratar de la verdad, y el comprobar lo falso se hace en cuanto así se muestra mejor la verdad. Y aquí primero se propone tratar de la verdad como principal intento, el cual aparta al ánimo de los oyentes el deseo de oír; en el Tratado primero se reprueba el error, a fin de que, unidas las malas opiniones, la verdad sea luego más libremente recibida. Y este modo usó Aristóteles, maestro de la humana razón, que siempre combatió primero a los adversarios de la verdad, y una vez vencidos, mostró la verdad.

      Por último, cuando digo: Y comenzando llanto a aquel señor, llamo a la verdad por que venga a mí; la cual es el señor que mora en los ojos, es decir, en las demostraciones de la filosofía. Y señor es porque, desposada con él, es señora del alma, y de otra manera es sierva, privada de toda libertad.

      Y dice: por el cual de sí misma se enamora, como quiera que esa filosofía, que es -como se ha dicho en el Tratado precedente- ejercicio amoroso de sabiduría, se contempla a sí misma cuando se le muestra la belleza de sus propios ojos. Y ¿qué quiere decir esto sino que el alma filósofa no sólo contempla esa verdad, sino que contempla su propia contemplación y la belleza de ésta, volviéndose sobre sí misma y enamorándose de sí misma por

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