100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери

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de aquí y de Chicago y se dedicaron a vender licor de contrabando. Ése es uno de sus trucos. Me pareció un contrabandista de alcohol la primera vez que lo vi, y no me equivoqué demasiado.

      —¿Y qué? —dijo Gatsby con mucha corrección—. Creo que a su amigo Walter Chase el orgullo no le impidió participar en el negocio.

      —Y usted lo dejó en la estacada, ¿no? Dejó que pasara un mes en la cárcel de Nueva Jersey. ¡Santo Dios! Tendría que oír lo que Walter dice de usted.

      —Vino a nosotros sin un centavo. Se puso muy contento de llevarse algún dinero, compañero.

      —¡No me llame compañero! —gritó Tom. Gatsby no dijo nada—. Walter podría haberlos denunciado por el asunto de las apuestas, pero Wolfshiem le metió miedo para que cerrara la boca.

      La cara de Gatsby había recuperado esa expresión suya, extraña y, sin embargo, reconocible.

      —El negocio de los drugstores sólo era calderilla —continuó Tom despacio—, pero ahora lleva entre manos algo de lo que Walter no se atreve a hablarme.

      Observé a Daisy, que clavaba los ojos, aterrada, en Gatsby o en su marido, y a Jordan, que había empezado a mantener en equilibrio sobre el mentón un objeto invisible pero absorbente. Luego me volví hacia Gatsby y me asustó su expresión. Parecía —y lo digo con absoluto desprecio hacia las calumnias que se oían en su jardín— haber matado a alguien. Por un momento la expresión de su cara habría podido ser descrita de ese modo fantástico.

      Pasó ese momento, y Gatsby empezó a hablar con Daisy muy nervioso, negándolo todo, defendiendo su nombre de acusaciones que nadie había hecho. Pero a cada palabra ella iba refugiándose más en sí misma, y Gatsby se rindió, y sólo el sueño muerto siguió su combate mientras la tarde se desvanecía, tratando de alcanzar lo que ya no era tangible, peleando sin fortuna y sin desesperar, buscando la voz perdida al fondo de la habitación.

      La voz volvió a suplicar que nos fuéramos.

      —¡Por favor, Tom! No aguanto más.

      Sus ojos asustados decían que todo su valor y todos sus propósitos, hubieran sido los que hubieran sido, habían desaparecido definitivamente.

      —Volved a casa los dos, Daisy —dijo Tom—. En el coche de mister Gatsby.

      Daisy miró a Tom, alarmada, pero él insistió con magnánimo desprecio:

      —Adelante. No te molestará. Creo que se ha dado cuenta de que su flirteo ridículo y presuntuoso se ha acabado.

      Se fueron, sin una palabra, excluidos, convertidos en algo insignificante, aislados, como fantasmas, al margen, incluso, de nuestra piedad.

      Unos minutos después Tom se levantó y empezó a envolver en la toalla la botella de whisky sin abrir.

      —¿Queréis un trago? ¿Jordan? ¿Nick?

      No contesté.

      —¿Nick? —me preguntó otra vez.

      —¿Qué?

      —¿Quieres?

      —No. Acabo de acordarme de que hoy es mi cumpleaños.

      Cumplía treinta. Ante mí se extendía el camino portentoso y amenazador de una nueva década.

      Eran las siete cuando nos subimos en el cupé con Tom y salimos hacia Long Island. Tom no paraba de hablar y reír, exultante, pero su voz nos parecía tan remota a Jordan y a mí como el clamar de los extraños en las aceras o el estrépito del tren elevado sobre nuestras cabezas. La compasión tiene sus límites, y nos alegrábamos de que las trágicas discusiones ajenas quedaran atrás y se desvanecieran como las luces de la ciudad. Treinta años: la promesa de una década de soledad, una lista menguante de solteros por conocer, una reserva menguante de entusiasmo, pelo menguante. Pero a mi lado estaba Jordan, que, a diferencia de Daisy, era demasiado lista para arrastrar de una época a otra sueños olvidados. Mientras atravesábamos el puente en penumbra su cara se apoyó pálida y perezosa en la hombrera de mi chaqueta y la presión tranquilizadora de su mano fue calmando el formidable golpe de los treinta años.

      Así seguimos el viaje hacia la muerte a través del atardecer, que empezaba a refrescar.

      Michaelis, el joven griego que regentaba el café que había junto a los montones de cenizas, fue el principal testigo de la investigación. Se había dormido por el calor hasta después de las cinco, luego había dado un paseo hasta el garaje y había encontrado a George Wilson, enfermo en su oficina, verdaderamente enfermo, pálido como su pelo descolorido, y tiritando, temblando. Michaelis le aconsejó que se acostara, pero Wilson no quiso, diciendo que si lo hacía perdería mucho dinero. Mientras su vecino intentaba convencerlo, arriba estalló un violento alboroto.

      —Tengo encerrada a mi mujer —explicó Wilson muy tranquilo—. Va a estar ahí hasta pasado mañana. Y ese día nos vamos.

      Michaelis se quedó asombrado; eran vecinos desde hacía cuatro años, y nunca había creído a Wilson capaz de decir algo como lo que acababa de decir. Habitualmente era uno de esos hombres derrotados: cuando no trabajaba se quedaba sentado en una silla, a la entrada, y miraba a la gente y a los coches que pasaban por la carretera. Si alguien le hablaba, se reía siempre de un modo agradable y cándido. Era de su mujer, no de sí mismo.

      Y, como es natural, Michaelis intentó averiguar qué había sucedido, pero Wilson no decía una palabra y lanzaba sobre su vecino extrañas miradas recelosas y le preguntaba qué había hecho a determinadas horas determinados días. Michaelis empezaba a sentirse molesto cuando pasaron unos trabajadores por la puerta camino del restaurante y aprovechó la oportunidad para irse, con la intención de volver más tarde. Pero no volvió. Cree que se le olvidó. Cuando volvió a salir, poco después de las siete, recordó la conversación porque oyó los gritos indignados de mistress Wilson en la planta baja del garaje.

      —¡Pégame! —la oyó gritar—. ¡Tírame al suelo y pégame, cobarde asqueroso, miserable!

      Un momento después se lanzó a la oscuridad de la calle, agitando los brazos y chillando, y antes de que Michaelis pudiera moverse de su puerta todo había terminado.

      El «coche de la muerte», como lo llamaron los periódicos, no paró; salió de la noche cada vez más cerrada, titubeó trágicamente un instante y desapareció en la curva más próxima. Michaelis no estaba seguro del color: al primer policía le dijo que era verde claro. Otro coche, que iba en dirección a Nueva York, se detuvo casi cien metros más allá y su conductor se apresuró a volver donde Myrtle Wilson, después de perder la vida violentamente, había quedado de rodillas en la carretera y mezclaba su sangre espesa y oscura con el polvo.

      Ese hombre y Michaelis llegaron los primeros, pero cuando le rompieron y abrieron la blusa, todavía húmeda de sudor, vieron que el pecho izquierdo, suelto, se movía como un colgajo, y no era necesario intentar oír los latidos del corazón. La boca se le había abierto de par en par, con las comisuras ligeramente desgarradas, como si le hubiera resultado traumático liberar la tremenda vitalidad que había acumulado durante tanto tiempo.

      Vimos a los tres o cuatro automóviles y al grupo de gente cuando todavía estábamos a cierta distancia.

      —¡Un accidente! —dijo Tom—. Eso es bueno. Por fin Wilson tendrá algo de trabajo.

      Disminuyó

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