Un pacto con el placer. Nazario
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Imposible poner en pie la edad que yo podría tener cuando fui víctima consentida de aquella desafortunada aventura. Me imagino con unos pantaloncitos cortos, culo redondo y movimientos un poco blandos, rozando casi el afeminamiento, con lo que supondría una presa fácil y deseada para cualquier pederasta.
Los hombres peludos y los tebeos
Desde siempre tuve claro que me atraían los hombres, sin que por ello me sintiera maricón, porque en absoluto pasaba por mi imaginación que las relaciones sexuales que mantenía con los amigos de mi edad podía tenerlas con cualquier adulto. Masturbarme sin parar, hacernos pajas en grupo y que alguno nos la chupara a los demás, constituía todo el abanico de posibilidades en las relaciones eróticas que conocí durante muchos años. La penetración entre hombres (las aventuras con la cabra no entraban dentro de los mismos parámetros con los que se medían las relaciones entre humanos), era algo tan tabú que ni siquiera llegaba a imaginarla. Así como para muchos homosexuales de cualquier edad, unas relaciones sexuales en las que no exista la penetración, son totalmente impensables, y en absoluto gratificantes, para mí, el uso de mi culo y el culo de los demás, fue algo que iría descubriendo y practicando ya cumplidos los treinta años. Esta posible candidez quedaría probada tras haber vivido dos años en un colegio de curas y, no solo no haber mantenido relaciones con ningún adulto —a pesar de sentirme atraído por el aspecto físico de alguno—, sino por no haberme dado cuenta de que otros chicos mantenían relaciones entre sí y con algunos curas. Yo sabía que había otros grupos de niños en el pueblo, de diferentes edades, que realizaban los mismos juegos sexuales sin que ello tuviera nada que ver con el hecho de ser homosexuales.
Durante cierto tiempo estuve acudiendo asiduamente al Ayuntamiento para intentar aprender a escribir a máquina en una anticuada y preciosa Remington. Inmediatamente me sentí atraído por aquella inmensidad de páginas que atesoraban todos aquellos volúmenes de la Enciclopedia Espasa que estaban guardados ordenadamente en unas vitrinas. Sus páginas me mostraron un amplio mundo desconocido, solo equiparable al que en la actualidad podría suponer adentrarme en las páginas de internet. Allí estaban las biografías de los grandes escritores, los músicos con los guiones de las óperas y, sobre todo, los pintores con las reproducciones de las principales obras en láminas de colores con aquellos antiguos tonos azafranados. Me extasiaba mirando los cuerpos de los hombres en las esculturas griegas y romanas o los musculosos dioses y héroes desnudos o con pequeños taparrabos de los pintores barrocos. A todos ellos les faltaba, no obstante, el vello, casi el elemento masculino que siempre ejerció sobre mí un mayor poder erótico. Para masturbarme no dibujaba enormes pollas, sino que acostumbraba a bocetar un torso cubierto de espeso vello que luego borraba una vez me había corrido. Podría ser que asociara, inconscientemente, el vello con la virilidad y el vigor sexual, pero ¿qué podía saber yo, con aquella edad, qué era la virilidad y el vigor sexual y para qué servían?
Pero esta fijación me lleva hasta recuerdos muy lejanos, cuando en verano, a la hora de la comida, oía que llamaban a la puerta de un primo de mi padre que vivía en frente de nuestra casa y al que había sorprendido un día asomándose a la puerta en calzoncillos para darle a alguien unas llaves. Los golpes en la puerta de la casa de mi primo eran unos aldabonazos en mis fantasías de aprendiz de voyeur que me empujaban irresistiblemente a levantarme de la mesa en donde estábamos comiendo y, cada vez con una excusa diferente, corría hacia la pequeña ventana del sobrado con el tiempo justo de sorprender el momento en que, aquel pecho desnudo con un espeso vello, entreabría la puerta unos instantes para entregar una llave y volvía a cerrarla inmediatamente. Muchos años pasarán para gozar hasta la saciedad de los magníficos pechos peludos de mis novios pakistaníes.
Echaba de menos que los hombres que aparecían en los tebeos de El Guerrero del Antifaz, aquellos musculosos moros semidesnudos, no tuvieran pelo en el pecho. Pensaba que a algunos —los más lúbricos y los más musculosos, como Olián, Alikan, Kaher Raik, el hermano mayor de los hermanos Kir o los cuerpos impresionantes de los verdugos—, el pecho peludo les hubiera dado mayor potencia y ferocidad. Quizás al dibujante Gago le resultara demasiado entretenido pintar vellos en los pechos o lo considerara, tal vez, impúdico. En cambio, yo disfrutaría dibujando, uno a uno, como si los implantara, cada vello en el sitio correspondiente de los hombres, ya fueran en pechos, pubis, piernas o brazos.
Mi devoción por las aventuras y personajes de El Guerrero del Antifaz era tal, que llegué a tener casi la colección completa, pero siempre me faltaban algunos. Mi amigo Francisco el Pailla fue el único del pueblo que consiguió tenerla completa y no paraba de alardear de ello. Hacía falta disponer de mucho dinero para ir acumulando números y reunir la colección sin vender o intercambiar ejemplares. Los tebeos los vendía o los cambiaba un buhonero de Carrión al que llamaban Riquitrunes que vivía en un cuchitril al fondo de un enorme corral, junto al pozo del Pilar, muy cerca de la casa de mi abuela. Iba por los pueblos con una canastilla colgada de un brazo y un canasto en el otro pregonando «Muñequitos y que bonitooos». En la canastilla llevaba un revoltijo de chucherías variadas, muñecos, cristobitas, silbatos, regaliz, orozuz, figuritas de belén de barro y alambre que él fabricaba toscamente y luego pintaba, y sobre todo, tebeos. Tebeos usados y todas las novedades, los últimos capítulos publicados, los últimos héroes que habían aparecido, las nuevas aventuras. Su pregón era esperado con impaciencia por todos los chiquillos del pueblo que corríamos