Viaje al centro de la Tierra. Julio Verne

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Viaje al centro de la Tierra - Julio Verne

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septentrional de Dinamarca, cruzó el Skager Rak, bordeó la costa meridional de Noruega, lamiendo al Cabo Lindness, y penetró en el mar del Norte.

      Dos días después divisamos las costas de Escocia, reconocimos el promontorio de Peterhead, y arrumbó la Valkiria a las Faroe, pasando entre las Orcadas y las Shetland.

      No tardaron las olas del Atlántico en azotar los costados de nuestra goleta ; y como, al mismo tiempo, tuvimos que navegar de vuelta y vuelta para avanzar hacia el Norte, venciendo la resistencia que el viento nos oponía, costó gran trabajo el llegar a las Feroe.

      El día 3 reconoció el capitán la isla Myganness, que es la más oriental de este grupo, y, a partir de este momento, hizo rumbo al cabo Portland, situado en la costa meridional de Islandia.

      La travesía no ofreció ningún incidente notable. Soporté bastante bien las inclemencias del mar; pero mi tío se pasó todo al viaje mareado, lo que, a más de llenarle de vergüenza, contribuyó a agriar más todavía su carácter.

      Esto no le permitió interrogar al capitán Biarne acerca de la cuestión del Sneffels, los medios de comunicación y la facilidad de los transportes, y tuvo que aplazar para más adelante todas estas investigaciones; se pasó todo el viaje tendido en su camarote, cuyos mamparos crujían a cada cabezada del buque. Preciso es confesar que se tenía muy bien merecida su suerte.

      El día 11 montamos al cabo Portland, permitiéndonos la claridad del tiempo distinguir el Myrdals Yocul, que lo domina. Este cabo se halla formado por un enorme peñasco, de escarpadas pendientes, que se alza aislado en la playa.

      La Valkvria, manteniéndose a una distancia razonable de las costas, fuelas barajando hacia el Oeste, navegando entre numerosas manadas de ballenas y tiburones. No tardamos en descubrir un inmenso peñasco, horadado de parte a parte, a través del cual pasaba enfurecido el espumoso mar. Los islotes de Westman parecieron surgir del Océano como rocas sembradas sobre la planicie líquida. A partir de este momento, la goleta tomó el rumbo de fuera para dar un respetable rodeo al cabo de Reykjaness, que forma el ángulo occidental de Islandia.

      La fuerte marejada no permitía a mi tío subir sobre cubierta con objeto de admirar aquellas costas bravías, azotadas y hendidas por los vientos y mares del Sudoeste.

      Cuarenta y ocho horas después, sorteada una tempestad que obligó a la goleta a correr a palo seco, descubrimos por el Este la baliza de la punta Skagen, cuyos peligrosos arrecifes se prolongan a gran distancia por debajo del mar. Subió a bordo un práctico islandés, y, tres horas más tarde, fondeaba la Valkyria delante de Reykiavik, en la bahía de Faxa.

      Entonces salió por fin el profesor de su camarote, algo pálido y quebrantado, pero con el mismo entusiasmo de siempre y con la satisfacción retratada en su semblante.

      Los habitantes de la ciudad, a quienes interesaba en extremo la llegada del buque, del que todos tenían algo que recoger, se agolpaban en el muelle.

      Mi tío se apresuró a abandonar su presidio flotante, por no decir su hospital; pero, antes de dejar la cubierta de la goleta, fuimos hasta la proa, y desde allí, mostrándome con el dedo en la parte septentrional de la bahía una elevada montaña, que remataba en dos picos un doble cono cubierto de nieves eternas, me dijo entusiasmado:

      -¡El Sneffels! ¡Ahí tienes el Sneffels!

      Y después de haberme recomendado con un gesto que guardase el más impenetrable silencio, bajó al bote que nos aguardaba. Yo le seguí cabizbajo y nuestros pies no tardaron en hollar el suelo de Islandia.

      De improviso, apareció un hombre de buena presencia, vestido de general. Sin embargo, no era más que un sencillo magistrado, el gobernador de la isla, el señor barón de Trampe en persona. El profesor lo reconoció al instante. Le entregó las cartas que traía de Copenhague, e intercambiaron entre ellos una corta conversación en danés, en la cual no tomé parte, como era natural. Esta primera entrevista dio por resultado que el barón de Trampe se pusiese por completo a las órdenes del profesor Lidenbrock.

      El alcalde señor Finsen, no menos militar por su indumentaria que el gobernador, pero tan pacífico como éste, hubo de dispensar a mi tío la más favorable acogida.

      En cuanto al coadjutor, señor Pictursson, giraba a la sazón una visita pastoral a la región septentrional de su diócesis, y tuvimos que renunciar, por lo pronto, al gusto de serle presentados. Pero, en cambio, trabamos conocimiento con un bellísimo sujeto, el señor Fridriksson, catedrático de ciencias naturales de la escuela de Reykiavik, cuyo concurso nos fue de inestimable valor. Este modesto sabio sólo hablaba el islandés y el latín. Ofrecióme sus servicios en el idioma de Horacio. y comprendí en seguida que estábamos creados para comprendemos mutuamente. Y, en efecto, ésta fue la única persona con quien pude conversar durante mi estancia en Islandia.

      —Como ves. querido Axel -hubo de decirme mi tío-, todo va como una seda: lo más difícil ya lo tenemos hecho.

      -¿Cómo lo más difícil?-exclamé yo estupefacto.

      -Pues claro: ¡sólo nos resta bajar!

      -Mirado desde ese punto de vista, tiene usted mucha razón; mas supongo que, después de bajar, tendremos que subir nuevamente.

      -¡Bah! ¡bah! ¡Lo que es eso no me inquieta! Con que, manos a la obra, que no hay tiempo que perder. Me voy a la biblioteca. Tal vez se conserve en ella algún manuscrito de Saknussemm que me gustaría consultar.

      -Entretanto, yo recorreré la ciudad. ¿No piensa usted visitarla?

      -¡Oh! eso me interesa muy poco. Las curiosidades de Islandia no se encuentran sobre su superficie, sino debajo de ella.

      Salí y eché a andar sin rumbo fijo.

      No habría sido fácil perderse en las dos calles de Reykiavik de suerte que no tuve necesidad de preguntar a nadie el camino lo cual, hecho por signos, expone las más de las veces a muchas equivocaciones.

      Se extiende la ciudad, en medio de dos colinas, sobre un terreno muy bajo y pantanoso. Una inmensa ola de lava la cubre por un lado y desciende hasta el mar en declive suave. Por el otro, se extiende la amplia bahía de Faxa limitada por el Norte por el enorme ventisquero del Sneffels, y en la que, a la sazón, no había fondeado más buque que la Valkyria. De ordinario se hallan resguardados en ella los guardapescas ingleses y franceses, pero entonces se hallaban prestando servicio en las costas orientales de la isla.

      La calle más larga de Reykiavik es paralela a la playa, y en ella se hallan instalados los mercaderes y negociantes, en cabañas de madera, hechas de vigas rojas horizontalmente dispuestas; la otra calle, situada más al Oeste corre hacia un pequeño lago, pasando entre la casa del obispo y las de otros personajes extraños al comercio.

      No tardé en recorrer aquellas calles sombrías y tristes. A veces entreveía una mancha de césped descolorido, que semejaba una vieja alfombra de lana, raída a consecuencia del uso, o algo que parecía un huerto cuyas raras legumbres, patatas. coles y lechugas, sólo eran dignas de una mesa liliputiense. Algunos alhelíes enfermizos pugnaban también por recibir algún rayo de sol.

      Hacia la mitad de la calle no ocupada por el comercio, encontré el cementerio público, rodeado de una tapia de adobes, el cual es bastante espacioso. Pocos pasos después, encontréme delante de la casa del gobernador, que es una mala choza si se la compara con la casa Ayuntamiento de Hamburgo: pero que resulta un palacio al lado de las cabañas en las cuales se aloja la población islandesa.

      Entre la ciudad y el lago,

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