Las calles. Varios autores
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Primero, como un bien común. En esta medida ella es capaz de acoger una alta magnitud de diversidad, un conjunto de copresencias que se despliegan en este espacio, o deberían hacerlo, en condiciones similares de uso y disfrute. El espacio común, como lo ha llamado Hénaff en su discusión contra la noción de espacio público y cuya expresión emblemática sería la calle, no estaría simplemente entre los términos público y privado sino que constituiría una esfera particular. Un mundo común de costumbres, cortesías, prácticas interrelacionales, de encuentros aleatorios u organizados (Hénaff, 2016: 84), el que se caracterizaría por una ausencia de regímenes de propiedad reales o imaginados (Delgado, 2007).
Segundo. Como ha sido señalado muy tempranamente en el debate, la calle, en cuanto parte del espacio público o común, ha tendido a incluir la cuestión del anonimato, como lo muestran bien, por ejemplo, los canónicos textos de Walter Benjamin. Esto supone, de un lado, que ella es el lugar en donde cada cual es arrancado de su grupo moral (la casa – la familia) y es arrojado a los «códigos impersonales del tránsito, del municipio y del Estado» (DaMatta, 2002: 129), pero, también, que es un espacio en donde el establecimiento del contacto con los otros es, al menos idealmente, voluntario (Simmel, 2001; Weber, 1964). Ella implica interacciones entre personas que no necesariamente tienen una relación cercana de conocimiento y filiación. Es un lugar privilegiado para el encuentro y la experiencia de la alteridad y, por lo tanto, implica prácticas y fórmulas de protección del derecho al anonimato (Stavrides, 2016; Delgado, 2007; Goffman, 1979).
Tercero, y en virtud de lo anterior, ella sería el espacio de despliegue más importante de la condición de igualdad de los miembros de una comunidad. Este es un aspecto que han desarrollado especialmente aquellos que han hecho uso de la noción de espacio público, como Habermas, quienes en descendencia directa de la tradición griega han concebido las calles, metafóricamente, como lugares de reunión, medios de comunicación o formas de asociación a través de las cuales actores sociales, individuales o colectivos ejercen su racionalidad deliberativa ilustrada o defienden sus derechos.
Es precisamente partiendo de estas consideraciones teóricas que nos proponemos en lo que sigue reflexionar sobre la calle en Santiago hoy, concentrándonos en este capítulo en los dos primeros rasgos, lo común y el anonimato, para luego, en el siguiente capítulo, abordar el tercer rasgo, la igualdad. Ahora bien, dado que la calle no puede ser pensada fuera de los contornos de la ciudad y los habitantes en la que se inscribe, y esa ciudad y habitantes no pueden, a su vez, ser entendidos fuera de los efectos que en ellos producen los procesos sociohistóricos de tipo estructural, nos detendremos en estos aspectos en el apartado siguiente.
Santiago: la ciudad y sus habitantes
Los estudios sobre la ciudad de Santiago han subrayado tres grandes procesos que se han acentuado de manera importante en las últimas décadas y que afectan su morfología y sus dinámicas: dispersión, fragmentación y segregación7. La dispersión de la ciudad, el crecimiento centrífugo del hábitat respecto del núcleo de la ciudad, no sólo implica un uso desmesurado e ineficiente del suelo (Heinrichs, Nuissl y Rodríguez, 2009), sino que plantea preguntas respecto a la viabilidad urbana. Al mismo tiempo interviene en las exigencias que los habitantes deben enfrentar en términos de movilidad, conexión e integración, ya sea en las modalidades propias de los sectores de mayores recursos o de los de menores recursos, o, para hacer una paráfrasis, propias del modo precariópolis o privatópolis (Hidalgo et al., 2008).
La fragmentación, la tendencia a constituirse a partir de fragmentos relativamente autónomos y espacialmente aislados, ha fortalecido las distancias entre grupos, generando especies de universos paralelos; ha producido obstáculos a la unificación del espacio urbano y se ha vinculado, además, con la potencia que cobran los especialmente erosivos procesos de segregación residencial (Jirón y Mansilla, 2014).
La segregación residencial, la tendencia de un grupo a agruparse en ciertas áreas generando zonas tendencialmente, pero no necesariamente, homogéneas poblacionalmente, se manifiesta en dos modalidades, con una tendencia al retroceso de la primera y un aumento de la segunda. La primera, una segregación residencial en una escala espacial grande, distinguida por una concentración de la población más rica en unas cuantas comunas al Oriente de la ciudad, y de la más pobre en zonas periféricas. La segunda, una segregación en escala espacial reducida, que indica la presencia de unidades residenciales de clases más pudientes cerca de zonas de residencia más pobres, especialmente impulsada por la construcción de las llamadas gated communities (Sabatini y Cáceres, ٢٠٠٤). Se han ido generando así crecientes incrustaciones de áreas de riqueza en zonas pobres, las que se incorporan en estos espacios desde una estricta clausura respecto a su entorno, protegidas de éste por muros u otros sistemas de seguridad, un proceso que ha sido leído como expresión de la pervivencia (y reverdecimiento en Santiago) de una larga tradición en la ciudad latinoamericana (Borsdorf, 2004). A pesar de que algunos han tendido a sostener que esta segregación podría ser considerada como moderada y más bien estable (Rodríguez, 2001), la tendencia ha sido a considerar, en general, que el desarrollo de Santiago comporta riesgos importantes y es caldo de cultivo de fenómenos preocupantes, dados los efectos perniciosos para la integración social en la ciudad y la calidad de vida, visibles, por ejemplo, en las altas exigencias de traslado y escasas o difíciles opciones de movilidad para los sectores más pobres de la sociedad. Se trata, en efecto, de una concentración poblacional según la condición socioeconómica, lo que agrava las pérdidas de oportunidades laborales en las poblaciones más pobres, aumenta la informalidad, los problemas de seguridad ciudadana, y el acceso y disfrute de infraestructura adecuada (Sabatini y Wormald, 2005).
Los perfiles que ha tomado Santiago en las últimas décadas han sido vinculados con la instalación del neoliberalismo, un conjunto de medidas económicas (privatizaciones, liberalización económica, desregulación, subsidiariedad del Estado, apertura a la competencia internacional, flexibilidad laboral, entre otras) que se transformaron gradualmente en un modelo. Como ha sido ampliamente discutido, en virtud de las dinámicas, concepciones y relaciones de poder producidas por este modelo, las intervenciones sobre el espacio urbano, un espacio de acción concedido a iniciativas privadas como también estatales, se han realizado a partir de una perspectiva que privilegia el valor de cambio sobre el valor de uso. Santiago aparece, desde aquí, como un espacio sometido, para tomar las nociones acuñadas por Harvey desde su particular punto de vista marxista, por un «nuevo imperialismo», cuyo mecanismo más penetrante es el de la «acumulación por desposesión» (Harvey, 2004). Lo anterior en el marco de una globalización que por medio de la constitución de las ciudades como competidoras de recursos, la alianza convergente entre capital financiero y capital inmobiliario (De Mattos, 2007), y la aquiescencia del Estado respecto a estas lógicas (Hidalgo, 2007) ha conducido al debilitamiento de la planificación normativa y a la desregulación progresiva de la gestión urbana, en favor de una cada vez mayor preeminencia del mercado para la definición de los usos del suelo y otras decisiones urbanas (De Mattos, 2004).
Pero la ciudad no es la calle. Y si una perspectiva principalmente económica puede ser quizás y eventualmente suficiente para explicar las transformaciones de la ciudad, acercarse a la calle, en cuanto dimensión urbana constituida por el conjunto de relaciones, interacciones y flujos que en ella se despliegan, requiere una mirada un poco más detallada sobre la condición histórica actual