Padres e hijos. Ivan Turgenev

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Padres e hijos - Ivan Turgenev Clásicos

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cada uno.

      (2) Una desiatina, también antigua unidad de medida rusa, equivale a 10,925.4 metros.

      (3) En ese año el zar Nicolás prohibió los viajes al extranjero debido al brote de la revolución en Francia.

      (4) Carruaje de cuatro ruedas.

      II

      —Deja que me sacuda primero, papascha —exclamó Arkadi, con sonora voz juvenil, aunque algo ronca por el viaje, respondiendo alegremente a las caricias de su padre—, te voy a llenar de polvo.

      —¡No importa, no importa! —repetía sonriendo enternecido Nikolai Petrovich, sacudiendo un par de veces el polvo del cuello del capote de su hijo y de su propio abrigo.

      —¡Déjame que te vea, déjame! —añadió apartándose, y enseguida se dirigió con paso apresurado a la hostería, diciendo— ¡Que traigan inmediatamente los caballos!

      Nikolai Petrovich parecía mucha más emocionado que su hijo; se mostraba aturdido, intimidado. Arkadi lo contuvo.

      —Papasha —dijo—, permíteme que te presente a mi buen amigo Basarov, de quien te he escrito con tanta frecuencia. Es tan amable que ha accedido a ser nuestro huésped.

      Nikolai Petrovich se volvió rápidamente y se acerco a un joven de elevada estatura que acababa de apearse del coche y estrechó con fuerza la mano enrojecida, que aquél tardó en tenderle.

      —Encantado y agradecido por su buena intención de visitarnos; espero... Por favor, ¿Su nombre y patronímico?

      —Evgueni Vasilievich —respondió Basarov con voz perezosa, pero varonil, abriendo el cuello de su larga camisa y mostrando a Nikolai Petrovich su rostro, largo y enjuto, frente alta, nariz achatada en su parte superior y aguda en la punta, grandes ojos verdes y patillas de color de arena. Animado por una plácida sonrisa, aquel rostro expresaba seguridad en sí mismo e inteligencia.

      —Espero, amable Evgueni Vasilievich, que no se aburra usted con nosotros —continuó Nikolai Petrovich.

      Los labios finos de Basarov se movieron ligeramente, mas no hubo respuesta. El joven se echó atrás la visera descubriendo sus cabellos de un rubio oscuro, largos y espesos, que no lograban ocultar su anchurosa frente.

      —Bueno, Arkadi —dijo de nuevo Nikolai Petrovich volviéndose a su hijo—, ¿enganchemos ya los caballos o prefieres descansar?

      —Ya descansaremos en casa, papasha, manda que los enganchen.

      —¡Enseguida, enseguida! —exclamó el padre—. Vamos, Piotr, ¿no has oído? Ocúpate de ello, rápido.

      Piotr, que como aleccionado sirviente, no había tenido la mano del señorito, limitándose a hacerle una reverencia desde lejos, desapareció de nuevo tras el portalón.

      —También para tu carruaje hay una tríada de caballo —brindó obsequioso Nikolai Petrovich, mientras Arkadi bebía agua jarrita de hierro que le trajo la dueña de la hostería y Basarov fumaba su pipa—, sólo que mi coche es de dos asientos y no sé si tu amigo...

      —Él ira en el tarantas —le interrumpió a media voz Arkadi—. Por favor no seas tan ceremonioso con él, es un chico estupendo, muy sencillo, ya lo verás.

      El cochero de Nikolai Petrovich sacó los caballos.

      —¡Vamos barbudo, gira! —dijo Basarov al cohcero.

      —¿Has oído, Mitiuja, lo que te ha dicho el señor? —observó otro cochero que estaba allí con las manos metidas en las aberturas traseras de su larga zamarra—, te ha llamado barbudo.

      Mitiuja se sacudió el gorro y tiró de las riendas del sudoroso corcel.

      —¡Rápido! ¡Rápido, muchachos, que habrá para vodka! —exclamó Nikolai Petrovich.

      Al cabo de unos minutos los caballos estaban ya enganchados y padre e hijo se acomodaron en el coche.

      Piotr se encaramó en el pescante. Basarov subió de un salto al tarantas, reclinó la cabeza en la almohada de cuero y ambos carruajes arrancaron.

      III

      —Por fin te has licenciado y has vuelto a casa —dijo Nikolai Petrovich tocando cariñosamente a su hijo, ya en el hombro, ya en la rodilla.

      —¿Y el tío? ¿está bien? —preguntó Arkadi, quien pese a la sincera alegría, casi infantil que lo embargaba, se apresuró a llevar el tono emocional de la conversación hacia el cauce normal.

      —Está bien. Hubiera querido venir conmigo a recibirte, pero finalmente cambió de opinión.

      —¿Estuviste mucho tiempo esperándome?

      —Unas cinco horas.

      —¡Qué bueno eres, papascha!

      Arkadi se volvió súbitamente y beso la mejilla de su padre.

      Nikolai Petrovich rió.

      —Ya verás qué estupendo caballo te he preparado. Y tu habitación ha sido empapelada.

      —¿Hay también habitación para Basarov?

      —Habrá también una para él.

      —Por favor, papascha, sé amable con él. No puedo expresarte hasta qué punto estimo su amistad.

      —¿Hace poco que lo conoces?

      —Sí, hace poco.

      —Por eso no lo vi el año pasado. ¿Cuál es su ocupación? —Estudia ciencias naturales. Pero sabe de todo. El año que viene quiere doctorarse.

      —¡Ah! En la facultad de medicina —observó Nikolai Petrovich, y calló. Luego señalando con el dedo, agregó—: Piort, ¿serán campesinos nuestros aquellos que pasan?

      Piotr miró en la dirección que le indicaba su señor.

      Unos cuantos carros, tirados por caballos sin arreos, rodaban ligeros por el angosto camino. En cada carro iban uno o dos campesinos, con las pellizas desabrochadas.

      —Exactamente —respondió Piort. —¿Y dónde irán? ¿A la ciudad?

      —Es de suponer que a la ciudad. Irán a la taberna —añadió despectivamente Piotr, y se inclinó ligeramente hacia el cochero, como aludiéndolo. Más éste ni siquiera se inmutó; era un hombre de viejo temple, que no hacía caso de alucinaciones por el estilo.

      —Este año me dan mucho que hacer los campesinos —continuó Nikolai Petrovich dirigiéndose a su hijo—. No pagan obrok(5), ¿qué harías?

      —Y con tus jornaleros ¿estás contento?

      —Sí —musitó entre dientes Nikolai Petrovich—. Lo malo es que les pegan; pero de todos modos no se afanan de verdad.

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