Padres e hijos. Ivan Turgenev
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Al principio a Akardi le temblaba la voz. Se sentía generoso, pero al mismo tiempo, tenía la impresión de que estaba sermoneando a su padre. Sin embargo, que la voz propia influye grandemente en la persona y Akardi pronunció las últimas palabras con firmeza, incluso produciendo efecto.
—Gracias, Akardi —dijo con voz sorda Nikolai Petrovich, y pasó sus dedos de nuevo por sus cejas y su frente—. Tus suposiciones en verdad justas. Claro que si esa joven no lo mereciese... No se trata de un capricho pasajero. Me cuesta trabajo hablar contigo de esto, mas tú debes comprender que para ella era violento venir aquí, estando tú, el mismo día de tu llegada.
—En ese caso yo mismo iré a verla —exclamó Akardi, en un nuevo arranque de generosidad, levantándose de un salto—. Le explicaré que no debe avergonzarse de mí.
—Arkadi —balbuceo—, por favor, espera. Allí... No te he advertido...
Pero Akardi ya no lo oía, pues había abandonado la terraza a toda prisa. Nikolai Petrovich lo siguió con la vista y se dejó caer en la silla lleno de turbaciones. Su corazón empezó a latir con fuerza... Era difícil adivinar, lo sentía; quizás imaginara las futuras relaciones con su hijo, o creería que Arkadi lo hubiese estimado más de no haberle hecho confidencias y al mismo tiempo se reprochaba a si mismo su propia debilidad. Todos esos sentimientos lo embargaban, pero a manera de sanciones y no muy precisas. Mientras tanto el sonrojo no desaparecía de su rostro y su corazón no cesaba de latir.
Se oyeron pasos acelerados y Arkadi entró en la terraza.
—¡Ya nos hemos presentado, padre! —exclamó éste, denotando en su rostro cierta expresión de cariñoso y benevolente triunfo—. Fiedosia Nikolaievna, efectivamente, no se encuentra del todo bien y vendrá después. Pero, ¿cómo no me anunciaste que tengo un hermano? Anoche mismo lo hubiera besado sin esperar a hoy.
Antes que Nikolai Petrovich tuviera tiempo de estrechar a su hijo contra su corazón, Arkadi se levantó y se echó en sus brazos. —¿Qué es eso? ¿Otra vez abrazándose? —resonó detrás la voz de Pavel Petrovich. Padre e hijo se alegraron igualmente de su aparición en aquel momento. En la vida hay situaciones conmovedoras, de las cuales deseas salir cuanto antes.
—¿De qué te asombras? —inquirió alegremente Nikolai Petrovich—. Hace un siglo que esperaba a mi Arkadi... Desde que llegó ayer no he podido expansionarme a mis anchas.
—No me asombro en absoluto —observó Pavel Petrovich—; por el contrario, estoy dispuesto a abrazarle yo también.
Akardi se acercó a su tía y sintió de nuevo en las mejillas el contacto de sus bigotes perfumados. Pavel Petrovich se sentó en la mesa. Llevaba un elegante traje inglés de mañana y de tocado un pequeño fez, aunque, que lo mismo que la corbata, anudada con descuido, hacía alusión al albedrío de la vida de la aldea, aunque el apretado cuello de la camisa, que no era blanca, sino mas abigarrada, como corresponde al atuendo matinal, se ajustaba, inexorablemente, como de costumbre, en la rasurada barbilla.
—¿Dónde está tu nuevo amigo? —preguntó.
—¿No está en casa. Generalmente madruga y se va por ahí.
Ante todo, no hay que prestarle atención. No le gustan las ceremonias.
—Si salta a la vista —Pavel Petrovich empezó a untar con parsimonia la mantequilla en el pan—. ¿Y estará mucho tiempo con nosotros?
—Ya veremos. Ésta aquí de paso. Va a ver a su padre.
—¿Y donde vive su padre?
—En nuestra misma provincia, a unas ochenta verstas de aquí.
Posee allí una pequeña finca. Antes era médico de regimiento.
—¡Tate! Por algo me preguntaba yo donde había oído ese apellido. Basarov. ¿Recuerdas, Nikolai, que en la división de papá había un medico que se apellidaba Basarov?
—Creo recordarlo.
—Exactamente. Entonces el médico es su padre. —Pavel Petrovich se atusó los bigotes—. Bien y este señor Basarov, ¿Qué es?
¿Qué es Basarov? ¿Desea usted, tío, que le explique quién es Basarov?
—Hazme ese favor, querido sobrino.
—Pues es un nihilista.
— ¿Cómo? —preguntó Nikolai Petrovich, mientras que Pavel
Petrovich quedaba inmóvil, con el cuchillo en el aire, untado de mantequilla.
—Es un nihilista —repitió Arkadi.
—Nihilista según tengo entendido, proviene del vocablo latino nihil, que significa nada —dijo Nikolai Petrovich—. Y en consecuencia, ¿ese término define a una persona... que no reconoce nada?
—Di mejor, que no respeta nada —aclaró Pavel Petrovich, volviendo a untar mantequilla.
—Que todo lo considera con sentido crítico —observó Arkadi.
—¿Y no es lo mismo? —preguntó Pavel Petrovich.
—No, no es lo mismo. Nihilista es una persona que no acata ninguna autoridad, que pone y no acepta ningún principio, por muy respetable que sea.
—¿Y acaso eso está bien?
—Según como se mire tío. Para unos está bien; para otros muy mal.
—¿De veras? Bueno, eso no va con nosotros. Pertenecemos al siglo pasado y creemos que sin principios —Pavel Petrovich pronunció esa palabra suavemente, con acento francés mientras Akardi, por el contrario, la pronunciaba con acento ruso—; sin admitir esos principios, como tú dices, es imposible dar un paso, es imposible respirar. Vous avez changé tout cela(12). Dios nos dé salud y nos conceda honores. A nosotros sólo nos tocará admirarnos, señores... ¿Cómo dijiste?
—Nihilista —precisó Arkadi.
—Antes había hegelianos y ahora, nihilistas. Veremos cómo vas a existir en el vacío en un espacio sin aire.
Pero ya es hora del chocolate. Hermano, haz el favor de llamar.
Nikolai Petrovich tocó el timbre y llamó: “¡Duniasha!” Mas en lugar de Duniasha, acudió a la terraza la misma Fienichka. Era ésta una joven de unos veintitrés años, blanca y dulce, de ojos y cabello oscuros, con rojos y gordezuelos labios infantiles y manos pequeñas y finas. Llevaba un aseado vestido de percal y sobre sus hombros torneados echaba con soltura una pequeña pañoleta nueva de color azul celeste. Traía una taza grande de chocolate que puso ante Pavel Petrovich, dando muestras de enorme turbación. Un rubor ardiente cubrió su lindo rostro. Bajó la mirada y se detuvo ante la mesa, apoyándose en la misma punta de los dedos. Parecía avergonzada de haber venido y al mismo tiempo, se sentía con derecho de hacerlo. Pavel Petrovich frunció el ceño severamente y Nikolai Petrovich quedó confuso.
—Buenos días, Fienichka —musitó entre dientes.
—Buenos