Padres e hijos. Ivan Turgenev
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Efectivamente, Basarov se acercaba a través de los macizos de flores. Traía el gabán y los pantalones manchados de lodo. Una planta de pantano rodeaba el ala de su viejo sombrero. En la mano derecha traía un pequeño saco en el que se movía algo vivo.
Con paso acelerado llegó a la terraza y saludando con un ademán de cabeza, dijo:
—Buenos día, señores, perdonen que haya llegado con retraso al té. Tengo que colocar en su sitio a estas cautivas.
—¿Qué son? ¿Sanguijuelas? —preguntó Pavel Petrovich. —No, son ranas.
—¿Y usted se las come o las cría?
—Las utilizo en mis experimentos —respondió con indiferencia Basarov, entrando en la casa.
—Entonces las abrirá —observo Pavel Petrovich—. No cree en los principios, pero en las ranas, sí.
Arkadi miró con lastima a su tío y Nikolai Petrovich se encogió de hombros a escondidas. Pavel Petrovich comprendió que su agudeza no había sido afortunada y desvió el tema. Habló de la hacienda y del nuevo intendente, que la víspera se había quejado del trabajador Foma, que era un alborotador y se había sobrepasado. “Creía que era un Esopo —dijo entre otras cosa—, pero se mostraba por todas partes como un estúpido; viviría y con su tontería moriría.”
(10) Señor.
(11) Recipiente de origen ruso, provisto de un tubo interior donde se ponen carbones, que se usa para calentar el agua del té.
(12) “Ustedes han cambiado todo eso.”
VI
Basarov volvió a sentarse a la mesa y se apresuró a tomar su té. Ambos hermanos se contemplaron en silencio, mientras que Arkadi miraba de reojo alternativamente a su padre y a su tío.
—¿Estuvo lejos de aquí? —preguntó Nikolai Petrovich. —Tienen ustedes un pequeño pantano cerca del soto.
He espantado unas cinco chochas(13). Arkadi, ahí tienes caza para ti.
—¿Y usted no caza?
—No.
—¿Se dedica principalmente a la física? —inquirió a su vez Pavel Petrivich.
—Sí, a la física, y en general a las ciencias naturales.
—Dicen que los germanos han progresado mucho últimamente en ese terreno.
—Sí, los alemanes son nuestros maestros a este respecto —respondió Basarov con desgano.
Pavel Petrovich había usado la palabra “germanos”en vez de “alemanes” en un tono irónico que, sin embargo, nadie captó.
—¿Tan elevada es su opinión de los alemanes? —preguntó
con refinada cortesía Pavel Petrovich, que comenzaba a sentir irritación en su interior. Su naturaleza aristócrata se sentía digna ante el tremendo desparpajo de Basarov. El hijo de un simple médico no sólo no se turbaba, sino que contestaba con sequedad, de mala gana, y el tono de su voz traslucía cierta grosería, incluso descaro.
—Los sabios de allá son capaces.
—Bien, bien. Probablemente su opinión no es tan lisonjera respecto a los sabios rusos.
—Tal vez no lo sea.
—Es una abnegación digna de encomio —profirió Pavel Petrovich enderezándose y echando hacia atrás la cabeza. “Mas cómo entonces, Arkadi Nikolaievich nos ha dicho hace unos momentos que usted no admite ninguna autoridad ni cree en ellas?
—¿Y para qué voy a reconocerlas? ¿Y en qué voy a creer? Si me demuestran un hecho, yo lo acepto, eso es todo.
—¿Es que los alemanes sólo demuestran hechos? —preguntó Pavel Petrovich, en tanto su rostro adquiría una expresión tan indiferente y lejana, como si todo él se hubiese trasladado mas allá de las nubes.
—No todos —respondió con un breve bostezo Bararov, que evidentemente no deseaba continuar el debate.
Pavel Petrovich miró a Arkadi como diciendo: “¡Sí que es cortés tu amigo!”
—Por lo que a mí se refiere —prosiguió Pavel Petrovich, no sin cierto esfuerzo—, yo, pecador de mí, no tengo apego a los alemanes. A los alemanes rusos ni los menciono, pues ya sabe la clase de pájaros que son. Y tampoco me son simpáticos los alemanes de Alemania. Los de otros tiempos todavía podría pasar: tuvieron un Schiller o un Goethe... Mi hermano, sobre todo, siente gran admiración por ellos. Pero entre los de ahora sólo hay químicos y materialistas...
—Un buen químico es veinte veces más útil que cualquier poeta —le interrumpió Basarov.
—¿Ah, sí? —Profirió Pavel Petrovich, que como en estado de soñolencia arqueó ligeramente las cejas—. ¿Entonces usted niega el arte?
—El arte de hacer dinero, sí. ¡Y basta de hemorroides!—articuló, con énfasis, Basarov, con una sonrisa despectiva.
—Bien, bien ¡Qué bromas las suyas! ¿Entonces usted lo rechaza todo? ¿Es decir, sólo cree en la ciencia?
—Ya le dije anteriormente que no creo en nada. ¿Qué es la ciencia, hablando en términos generales? Hay ciencias como hay oficios, títulos, pero la ciencia en general no existe en absoluto.
—Estupendo ¿Y respecto a las otras normas establecidas en la sociedad, sostiene usted la misma opinión negativa?
—¿Es que se trata de un interrogatorio? —preguntó Basarov.
Pavel Petrovich palideció levemente y Nikolai Petrovich juzgué oportuno intervenir en la conversación.
—Ya hablaremos en otra ocasión con más detalle, amable Evgueni Vasilich —dijo—; conoceremos su opinión y expresamos la nuestra. Por mi parte estoy encantado de que conozca usted las ciencias naturales. He oído decir que Liebig ha hecho sorprendentes descubrimientos para mejorar los abonos del campo. Usted me podría ayudar en mis labores de agronomía, durante algún consejo útil.
—Estoy a su disposición, Nikolai Petrovich. En cuanto a Liebig, ¡qué lejos estamos de él! Primeramente hay que aprender el abecedario y luego, pasar a la ciencia.
Pero nosotros todavía no conocemos ni la “a”.
Ya veo que de verdad no eres consumado nihilista, pensó Nikolai Petrovich y añadió en voz alta:
—De todas forma, me permitirá recurrir a usted sí llega el caso. Y ahora, hermano, creo que va siendo hora de que hablemos con el intendente.
—Sí —contesto Pavel Petrovich levantándose de la silla sin