Padres e hijos. Ivan Turgenev
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Pavel Petrovich giró sobre sus talones y salió lentamente. Nikolai Petrovich lo siguió.
—¿Siempre es así tío? —preguntó Basarov a Arkadi con frialdad, en cuanto la puerta se hubo cerrado en pos de los hermanos. —Escucha, Evgueni, has estado demasiado duro con él —observó Arkadi—. Lo has ofendido.
—¡Cómo que voy a mirar a estos aristócratas provincianos!
No hay en ellos más que amor propio, costumbres leoninas y fatuidad. Podría haberse quedado en Petersburgo si tiene esa mentalidad... Bueno ¡que vaya con Dios! Sabes, he encontrado un ejemplar bastante raro de escarabajo acuático, un Dytiscus marginatus. Te lo voy a enseñar.
—Prometí contarte su historia —replico Arkadi.
—¿La historia del escarabajo?
—¡Basta ya, Evgueni! La historia de mi tío. Verás que no es el hombre que imaginabas. Es más digno de compasión que de ironía.
—No lo discuto, pero ¿por qué te preocupa? —Hay que ser justo, Evgueni.
—¿Y a qué viene eso?
—No, no, escucha...
Y Arkadi le narró la historia de su tío. El lector la conocerá en el capitulo siguiente.
(13) Peces.
VII
Pavel Petrovich Kirsanov se educó primeramente en casa, lo mismo que su hermano menor Nikolai, y después ingresó en el cuerpo de pajes. Después de la inflación se destacó por su extraordinaria belleza; poseía, además, confianza en sí mismo, era un poco burlón y tenía agudas ocurrencias, de modo que no podía gustar menos.
En cuanto se graduó oficial, comenzó a aparecer por todas partes. Lo llevaban en palmitas y él mismo se mimaba también, incluso hacia tonterías y era melindroso, loco cual emperador, le iba bien. Las mujeres se volvían locas por él. Los hombres lo calificaban de fatuo, pero en secreto lo envidiaban. Como ya se ha dicho, vivía en un departamento con su hermano, a quien quería sinceramente, aunque no se parecía en nada a él. Nikolai Petrovich cojeaba un poco, sus facciones eran menudas, agradables, aunque algo tristes, con pequeños ojos negros y cabello escaso y lacio. Gustaba del ocio, pero también le agradaba la lectura y evitaba, por temor, la vida de sociedad. Por el contrario, Pavel Ptrovich no pasaba una sola velada en casa, tenía fama de valiente y ágil (estuvo a punto de poner de moda la gimnasia entre la juventud de su medio), y había leído solamente unos cinco o seis libros franceses. A los veintiocho años era ya capitán; tenía por delante una brillante carrera, pero de pronto, todo cambió.
En aquellos tiempos, se dejaba ver de cuando en cuando, en sociedad, a la princesa R. Todavía se le recuerda. Su esposo era un hombre distinguido, educado y de buenas costumbres, aunque de escasa inteligencia. No tenían hijos.
La princesa llevaba una vida extravagante; tan pronto salía para el extranjero, como regresaba inesperadamente a Rusia. Tenía fama de mujer frívola y se entregaba con pasión a toda clase de diversiones, bailaba hasta el agotamiento, reía y bromeaba con jóvenes, a los que recibía antes del almuerzo en la penumbra del salón. Y de noche lloraba y rezaba, no encontraba sosiego en ningún sitio y con frecuencia vagaba en la habitación hasta el amanecer, retrocediendo las manos con tristeza, o bien permanecía sentada, toda lívida y fría, con el libro de los salmos. Pero en cuanto llegaba el día, se convertía de nuevo en dama mundana, salía en su carruaje, reía, charlaba y se lanzaba al encuentro de todo cuando podía brindarle la mejor diversión. Tenía un cuerpo maravilloso; trenza, pesada y rubia como el oro, le caía por debajo de las rodillas, pero nadie diría de ella que era una belleza.
En su rostro lo único bonito eran los ojos, y ni siquiera éstos, que eran pequeños y grises, sino su mirada, una mirada rápida y profunda, serena hasta la osadía y pensativa hasta la melancolía. Algo extraordinario, brillaba en aquellos ojos enigmáticos, incluso cuando la princesa hablaba de las mayores nimiedades. Vestía con exquisita elegancia. Pavel Petrovich la conoció en un baile y se enamoró apasionadamente de ella. Bailaron una mazurca, en el transcurso de la cual la princesa no dijo nada sensato.
Acostumbrado al éxito, también en esta ocasión logró rápidamente su fin, pero lo fácil del triunfo no lo decepcionó, sino que se sintió todavía más estrechamente ligado a aquella mujer, en la que incluso cuando se entregaba por completo, parecía quedar algo oculto e inaccesible, en lo que nadie podía penetrar. Solo Dios sabía lo que anidaba en su alma. Se diría que se hallaba en poder de fuerzas misteriosas, que ni ella misma conocía y que jugaba con ella a su antojo. Su insuficiente inteligencia no podía vencer su juego. Nada había lógico ni consecuente en su carácter. Las únicas cartas que hubieran podido suscitar las justificadas sospechas de su esposo, estaban dirigidas a un hombre que era casi un extraño para ella, y, sin embargo, su amor se manifestaba en forma triste. Ya no reía ni bromeaba con su elegido, lo escuchaba y lo miraba con desconocimiento. A veces, casi siempre de súbito, ese desconcierto degeneraba una expresión salvaje, mortal. Se encerraba en su alcoba y la doncella, con el odio pegado a la cerradura, podía oír sus sollozos ahogados. Más de una vez, al regresar a su casa después de un encuentro amoroso, Kirsanov sentía esa amarga y desgarradora contrariedad que se va adueñando de nosotros después de un fracaso rotundo. “¿Qué más puedo desear?”, se preguntaba. Y, sin embargo, un dolor constante le oprimía el corazón. Una vez le regaló un anillo con una esfinge grabada en una piedra.
—¿Es una esfinge? —preguntó ella.
—Si —dijo—, y la esfinge es usted.
—¿Yo? —exclamó ella levantando hacía él su mirada enigmática—. ¿Sabe que eso es muy halagador? —añadió con una leve sonrisa, aunque sus ojos lo seguían mirando del mismo modo extraño.
Pavel Petrovich no era feliz ni siquiera mientras la princesa R. lo amaba. Pero cuando ésta lo olvidó, cosa que no tardo en suceder, estuvo a punto de perder el juicio. Le atormentaban los celos, la asediaba por doquier, hasta que ella hastiada de aquella insistente persecución, salió para el extranjero. Pavel Petrovich se retiró del servicio, pese a los ruegos de la princesa. Pasó cerca de cuatro años en distintos países, siguiendo su huella con el propósito de perderla de vista. Se avergonzaba de sí mismo, su flaqueza lo exasperaba, mas todo era inútil: la imagen de aquella mujer, una imagen incomprensible, casi absurda, pero fascinante, había calado demasiado hondo en su alma. En Baden, en cierta ocasión, consiguió reanudar con ella sus antiguas relaciones, La princesa parecía no haberlo amado nunca tan apasionadamente, y al cabo de un mes todo concluyó de nuevo. La llama se había avivado por última vez, apagándose para siempre. Presintiendo lo inevitable de una separación, él quiso continuar al menos siendo amigos, como si la amistad con semejante mujer fuera posible... Ella abandonó sigilosamente Baden y desde entonces evitó toda clase de encuentros con Kirsanov. Éste regresó a Rusia y trató de vivir como antaño, pero no consiguió encarrilarse. Vagaba de un lugar a otro como hechizado. Todavía seguía saliendo de viaje, conservaba todas costumbres de hombre de mundo, tuvo ocasión de vanagloriarse de dos o tres nuevas conquistas, pero ya no esperaba nada especial de sí mismo ni de los demás y no emprendía nada. Envejeció, encaneció. Frecuentar por las tardes el club, aburrirse mortalmente, discutir con indiferencia entre solteros, todo eso se convirtió en una