Estado de Alerta. Sergio Muñoz Riveros
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Al ingresar a la Internacional Comunista en 1929, el PC trató de dejar atrás lo que consideraba su prehistoria, con el fin de asimilar el modelo leninista de partido. Es lo que se conoce como el proceso de bolchevización. El esfuerzo se encaminó a construir un partido de férrea disciplina, ideológicamente monolítico, intransigente con los enemigos de clase, para lo cual debía desprenderse de la herencia de Recabarren, quien hasta había cometido el pecado de hablar de patriotismo. El partido stalinizado debía actuar con astucia y flexibilidad táctica, pero teniendo muy claro que su misión principal era prepararse para la toma del poder y establecer a continuación la dictadura del proletariado. En los años 30 y 40, los cuadros del PC memorizaron como un catecismo el texto Cuestiones del leninismo, de José Stalin.
En los años 50, el PC trató de superar el sectarismo de las primeras décadas. Su arraigo en los centros mineros e industriales le permitió sintonizar con la realidad que allí existía, y sus métodos de acción buscaron estar en correspondencia con la vida de los trabajadores. El reivindicacionismo pasó a impregnar profundamente su manera de hacer política. El principio de la lucha de masas se convirtió en el ABC de su estrategia, con lo cual estableció una nítida diferencia con las concepciones anarquistas o basadas en el terrorismo. En 1958, fue un pilar de la segunda campaña presidencial de Salvador Allende.
Expansión
El PC creció significativamente en los años 60. Había instalado sedes públicas en todo el país, publicaba un diario de circulación nacional y una revista teórica. En la elección parlamentaria de 1961, eligió 16 diputados y 4 senadores. Son los años del “deshielo” en la URSS, bajo la inspiración de Nikita Jruschov como secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), lo que generó un ambiente de liberalización en ese país que se extendió a las naciones sovietizadas de Europa del Este y también a los PC del resto del mundo. El XX Congreso del PCUS, efectuado en 1956, en el que Jruschov develó una parte de los crímenes del stalinismo, favoreció la flexibilización de las formulaciones estratégicas y tácticas de los partidos comunistas en cuanto a las vías para avanzar al socialismo.
En ese contexto, el PC de Chile fue decantando la llamada “vía no armada”, perspectiva que calzaba con las libertades y la tradición electoral que existían en Chile. ¿Se trataba solo de una táctica para obtener reconocimiento, y optar luego por la acción directa? Los militantes no lo sentíamos de ese modo. La actividad dentro de la legalidad había ido creando una cierta mentalidad de compromiso con ella y de confrontación con el jacobinismo revolucionario. En varios congresos, el discurso oficial insistía en que las libertades y los derechos de que gozaba el pueblo no eran un regalo de las clases dominantes, sino una conquista de muchas batallas. En una oportunidad, Luis Corvalán, secretario general del PC, fue más lejos y dijo que “la democracia burguesa no es solo burguesa, puesto que tiene también la impronta de las luchas populares”.
Verano de 1964. Bajo la lluvia de Osorno, vamos recorriendo caseríos y pequeños poblados, con una fe inconmovible en la victoria de Salvador Allende, candidato presidencial por tercera vez. Comiendo lo justo, durmiendo donde fuera, tenemos la tarea de formar comités de apoyo y recoger adhesiones en una zona que pronto visitará el candidato. Pequeños actos con canto y baile, y después el mensaje: somos los allendistas y queremos un gobierno del pueblo para terminar con las injusticias.
Hoy tenemos que partir a otro pueblo. Hay que arreglar las mochilas, conseguir transporte, algo de comida, no olvidar la pintura y los folletos. Nos corresponde ir temprano a esperar al candidato al límite de Osorno y Valdivia, y luego acompañarlo a cuatro actos que tendrá durante el día, hasta culminar por la noche con la entrada triunfal en la ciudad de Osorno. El candidato parece haber estado toda su vida en campaña, y no da muestras de cansancio. Vamos en un camión que encabeza la caravana, anunciando con un megáfono que ya se acerca el candidato. Mucha gente sale al camino con banderas, miles de osorninos están en las calles esa noche. Llegamos a la Plaza de Armas y se unen todas las voces: “Allende, Allende, Allende solo Allende”. La emoción colectiva se desborda, y nosotros sentimos que el cansancio puede ser dulce.
Seguir adelante
En 1964 conocimos por primera vez cuán amarga podía ser la derrota. El candidato de la Democracia Cristiana, Eduardo Frei Montalva, apoyado por los partidos Conservador y Liberal, triunfó por mayoría absoluta, con el 56,09% de los votos. Allende obtuvo el 38,93%, y eso, se decía, daba a la izquierda una base sólida para el futuro. Se acrecentó la ilusión de que, en algún momento, llegaría nuestra oportunidad.
En los años siguientes, se estableció una dura disputa con los jóvenes democratacristianos en la universidad respecto de quiénes eran más avanzados en las propuestas de cambio social, quiénes estaban dispuestos a ir más lejos en la lucha contra la pobreza y la injusticia, si los reformistas como ellos o los revolucionarios como nosotros. La voz de los jóvenes conservadores o liberales casi no se escuchaba, o no queríamos escucharla.
Entre los jóvenes de izquierda no estaba en duda que la revolución era mejor que las reformas, que el salto era superior al avance paulatino. El eje de tal razonamiento era que la sociedad tenía fallas estructurales que solo podían corregirse con una operación drástica. Eran los años de la Revolución Cubana, y ello aportaba una oleada de optimismo sobre la posibilidad de hacer cambios en la dirección del socialismo, una palabra en la que bullía el sueño de la justicia por vía rápida. El debate, entonces, se reducía a las formas de la revolución.
Un componente fundamental de la cultura izquierdista era la definición del imperialismo norteamericano como enemigo principal de los pueblos. Había que concentrar allí todos los fuegos, puesto que no podía concebirse un camino de progreso sino a partir del enfrentamiento del poder de EE.UU. en toda la línea, tal como lo indicaba la experiencia cubana. En consecuencia, un programa genuinamente revolucionario debía atacar los intereses norteamericanos.
El discurso de entonces le echaba la culpa de todos o casi todos los males del subdesarrollo latinoamericano a la presencia del capital extranjero en la economía, específicamente la explotación de las materias primas de nuestros países por parte de las empresas norteamericanas. No se reparaba en la otra cara de la medalla, esto es, que las inversiones norteamericanas habían significado también desarrollo económico, puestos de trabajo, progreso tecnológico. ¿Era posible imaginar la vigorosa industria cuprífera surgida en Chile, clave para los ingresos del Estado, sin los capitales y la tecnología que llegaron desde EE.UU.?
Contra el imperio
El punto clave del esquema de análisis de la izquierda latinoamericana era que EE.UU. se había convertido en una potencia colonial que había reemplazado a España y Portugal e impedía que nuestras naciones fueran verdaderamente independientes. Era necesario, por lo tanto, llevar a cabo una lucha semejante a la impulsada en el siglo XIX para poner fin al dominio de los antiguos imperios. El ingreso de capitales era la punta de lanza de EE.UU. para someter a la región.
En realidad, en la política de los gobiernos norteamericanos hacia América Latina había no pocos elementos que podían englobarse dentro de la noción de imperialismo. Abundaban los casos de intervención desembozada -con invasiones de marines y financiamiento de golpes de Estado incluidos-, pero la ideología no dejaba ver las complejidades de una sociedad como la norteamericana, las diferencias entre un gobierno y otro, o la posibilidad de tomar del desarrollo de ese país todo aquello que pudiera favorecer nuestro propio progreso.
Eran