Estado de Alerta. Sergio Muñoz Riveros
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En aquellos días, no faltaban los motivos para que el sentimiento antinorteamericano se convirtiera en programa político. El problema eran las simplificaciones, en particular la incapacidad para entender que nuestras febles economías necesitaban asociarse con una economía de vanguardia como la de EE.UU., y que lo esencial era defender la independencia nacional sin bloquear las posibilidades de desarrollo.
Éramos idólatras del cambio social. Dábamos por descontado que siempre ese cambio sería para mejor. No nos deteníamos a considerar los antecedentes concretos de la evolución histórica de nuestro país. ¿Cómo había llegado Chile a ser un país con universidades de estimable nivel? ¿Cómo podían funcionar empresas que demandaban una alta tecnología, como la minería del cobre, la siderurgia, la industria electrónica? No relacionábamos los datos de la realidad con los esquemas del cambio de estructuras en un sentido anticapitalista. En aquellos años, escuchar a un joven de derecha sostener que la tradición podía ser merecedora de respeto y que, a lo mejor, era conveniente conservar ciertas cosas, era como escuchar a un extraterrestre.
Por los anchos jardines de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, en Macul, veo avanzar a un muchacho movido por la fe. Camina de prisa hacia una reunión. Lleva, como de costumbre, el diario del partido bajo el brazo. Tiene, por cierto, intereses y gustos personales, pero no está en condiciones de darles espacio porque debe atender asuntos urgentes que se relacionan con la suerte de la humanidad. Al lado de eso, tienen poca importancia las clases de literatura española medieval. Lo primero es llevar el paso de la época. A todas luces, ese muchacho no tiene otros planes que dedicarse a la causa en cuerpo y alma.
Cambiar la universidad
En 1967 y 1968 sentimos que nuestras consignas adquirían la capacidad de incidir en la realidad. El movimiento por la reforma universitaria produjo en nuestra generación una sensación parecida a la embriaguez. En el imaginario de los universitarios comunistas, socialistas, miristas, la ocupación de las escuelas venía a ser un anticipo de la toma del poder por el pueblo. Nuestro Palacio de Invierno fue la casa central de la Universidad de Chile, donde tuvimos que pactar con los “mencheviques”, es decir, los jóvenes democratacristianos.
El proceso de cambios en las universidades removió las aguas demasiado tranquilas del mundo académico (la torre de marfil, se decía). La reforma introdujo la participación de todos los estamentos en la toma de decisiones, con más de alguna exageración. Planteó también la necesidad de democratizar el ingreso desde el punto de vista socioeconómico. Pero, sabíamos muy poco sobre la especificidad de la función universitaria. La incorporación de los académicos al movimiento nos ayudó a conocer un poco más la realidad de una institución cuya complejidad no alcanzábamos a percibir. Lo más productivo fue el proceso de revisión de los planes y programas de formación dentro de cada facultad y cada escuela.
La reforma incluyó no pocos abusos. La idea de refundar la universidad era, sin duda, un exceso propio de esos días, en que estaba entablada una competencia política por quién iba más lejos. La verdadera transformación de la universidad, su puesta al día, no era algo que pudiera resolverse en asambleas; las políticas de investigación y docencia no podían decidirse a gritos; el gobierno universitario no se podía definir en términos partidistas ni haciendo votar a los estudiantes para elegir rector o decano. Como se demostró después, los cambios perdurables en la universidad y en el país no podían ser fruto de la imposición.
Vivimos esos años inflamados de entusiasmo, creyendo que había llegado el momento de apurar el tranco, porque así lo exigía la marcha de la historia. No tengo explicaciones satisfactorias para entender ese estado de enajenación que consistía en cumplir los deberes de la militancia incluso a costa de sacrificar la propia individualidad. Pero así fue. El “espíritu de partido” se expresaba hasta en nuestra manera de hablar: usábamos el nosotros para dar a entender que casi nos disolvíamos en el colectivo.
Conciencia escindida
El PC adhería sin reservas a la versión soviética del marxismo, pero a la vez intuía que necesitaba actuar con flexibilidad para ganar influencia en el marco del régimen democrático. No era solo astucia. Había aprendido a valorar la legalidad por haber sufrido la ilegalidad. Allí estaba el núcleo del enfrentamiento con el ultraizquierdismo. Un libro de cabecera de los jóvenes comunistas de entonces era La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo (1920), de Lenin, que criticaba la desviación de izquierda en la política que seguían los comunistas ingleses y alemanes.
En los años 60, el PC demostró perspicacia para apreciar ciertas particularidades de la sociedad chilena, en primer lugar, la estabilidad de las instituciones y la tradición de pluralismo. Se preocupó de acentuar su carácter de fuerza nacional, no exótica, y procuró articular un mensaje que fuera entendido por las capas medias, en el que enfatizaba el objetivo de profundizar los derechos democráticos y satisfacer las necesidades económicas y sociales de la mayoría.
En ese tiempo, muchos artistas e intelectuales ingresaron a las filas del PC, y pusieron sus creaciones y conocimientos al servicio de la causa, lo que permitió que el partido ganara un amplio espacio en el medio cultural. El movimiento de la Nueva Canción Chilena es indisociable de la influencia de numerosos creadores que ingresaron al PC o se sentían muy cercanos: Violeta Parra, Patricio Manns, Víctor Jara, Rolando Alarcón, los conjuntos Quilapayún e Inti-illimani, Osvaldo Rodríguez y muchos otros. En esos años, la evolución del PC chileno guardaba visibles puntos de contacto con la experiencia de los PC de Italia y Francia, que exploraban la posibilidad de transitar hacia un socialismo distinto del soviético, lo que se decantó a fines de los 70 en el fenómeno del eurocomunismo.
El sello de la manera de hacer política del PC en aquel tiempo era el empeño por construir amplias alianzas para que los propósitos revolucionarios llegaran a materializarse. Así, debió bregar en 1969 para que el Partido Socialista aceptara integrar un bloque con el Partido Radical, considerado burgués por algunos sectores socialistas, y con el grupo escindido de la DC que constituyó el Movimiento de Acción Popular Unitario (MAPU). De esa manera surgió la Unidad Popular que, en febrero de 1970, proclamó la cuarta candidatura presidencial de Salvador Allende.
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