La capital del olvido. Horacio Vazquez-Rial
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Joaquín Ledesma no se parecía a Charles Waldon, que había hecho el papel en la versión de Hawks, ni a James Stewart, que le había reemplazado en la de Winner. A Romeu, que no se sentía Bogart ni Mitchum, le recordaba más a Juan Ramón Jiménez, con su calva y su cara afilada y su barba breve, una especie de paradigma del viejo caballero español imaginario.
Ledesma fumaba y tomaba café. Ofreció con un gesto lo que había sobre una mesa con tapa de mayólica, y Romeu se sirvió una taza y encendió un cigarrillo.
—¿Le pasa algo? —preguntó el anfitrión, observándole.
—No, no se preocupe. Son restos de una ilusión que me asaltó al entrar. Un error, una fantasía. Me pareció estar en el comienzo de una novela policial. Cosas que perturban, pero se olvidan.
—Tal vez no se haya engañado tanto como supone. Le he pedido que viniera por algo que tiene mucho de policial y mucho de novela.
—Yo no soy un detective, amigo Ledesma. Sólo un lector de historias negras. Con y sin investigador. Con y sin justicia.
—¿Sin justicia?
—Sí. Son las que prefiero. La mayoría de las novelas policiales terminan en una aclaración. Al principio, nada es lo que parece. Al final, alguien averigua cómo son las cosas realmente. Es agradable. Gratificante. Pero falso. La vida no funciona así. Nunca llegamos a ver con claridad, nunca quedan atados todos los cabos. Rara vez hay víctimas absolutas o asesinos absolutos. Cuando los hay, la víctima lo es, sobre todo, del azar. Y el asesino es un psicópata que dispara a un objetivo imaginario. Cuando median los argumentos humanos, la codicia, la lujuria, el resentimiento, la falta de poder, todo es confuso. El deseo es confuso. Siempre hay algo que no se alcanza a poseer. Que se llegue a matar por ello o no, es casi secundario. Hay muchos modos de matar. La vida es desprolija.
Ledesma coronó el parlamento de Romeu con un aplauso que sonó abundante, como si él solo fuera muchos. Era un hombre verdaderamente elegante.
—Muy bueno lo suyo, Joan. La vida es desprolija. Gran frase.
—No es mía. La dice una amiga muy querida.
—¿Sabe? Siempre me ha fascinado escucharle. Es usted un intelectual. De los de antes, de los inteligentes.
—No sé si inteligente. Intelectual, sí. ¿Para qué necesita un intelectual?
—No necesito exactamente un intelectual.
—En ese caso, no le sirvo.
—Usted es también un hombre de acción. O lo fue. Creo que lo es.
—No, no lo soy. Tal vez lo haya sido, pero ya sabe usted que cada siete años se renueva hasta la última célula del cuerpo. Y ya hace más de siete años que tuve que ver por última vez con algo parecido a la acción.
—¿Qué pasa en esa novela de la que me hablaba? Esa que empieza con un encuentro como el nuestro. ¿Qué pasa en esta escena?
—Pasa que el coronel Sternwood, un sujeto como usted, viejo y rico, pero con unas hijas a las que hay que proteger de sí mismas, contrata a Philip Marlowe, un hombre de acción, para que las vigile y averigüe en qué está metida la menor, llamada Carmen. Por ella le están sometiendo a un chantaje. Como ve, una situación muy diferente de ésta.
—Ah, ya, El sueño eterno. La conozco. Pero no se apresure, Romeu. No saque conclusiones excesivas cuando no sabe de la misa la mitad.
—¿Tiene usted alguna hija de la que yo no tenga noticia?
—Podría decirse que sí.
—¡Hombre, me quita un peso de encima! Llevo años preguntándome quién heredará todo lo suyo.
—Todo lo mío. Que no es poco, como imaginará.
—Lo suficiente para no trabajar nunca más, en mi mezquina interpretación de lo humano. Ayer, después de hablar con usted, entré en internet. Entre lo que aparece y lo que no aparece, unos cien millones de dólares. Y el poder necesario en algunos directorios para hacerlos valer unas diez veces más. Pero esa parte no se hereda, a menos que se tenga un talento comparable al suyo. Malvendiéndolo todo para convertirlo únicamente en dinero, que es lo que yo haría, unos cincuenta millones contantes y sonantes. Sólo con los intereses, podríamos dedicarnos al estudio durante varias generaciones. Cifras así producen premios Nobel y presidentes, hasta en los Estados Unidos.
—Buen cálculo. De una exactitud escalofriante. Propio de un hombre de acción. Yo le llamé y usted se informó debidamente.
—Propio de un historiador, Ledesma, que es lo que soy. Tengo la costumbre de tratar el presente como si ya fuera pasado. Los métodos de investigación son casi idénticos.
—¿Cuánto hace que nos conocemos?
—Veinticuatro años. Hacía poco que había muerto Franco. Le hice perder bastante dinero con mis delirios de editor exquisito.
—Usted también perdió. Y, a diferencia de mí, no lo tenía.
—Es cierto. Y sigo sin tenerlo. Ya lo he aceptado.
—No hace falta que lo acepte. Eso se puede resolver.
—Olvídelo. Los mecenazgos son demasiado comprometedores.
—¡Coño, Romeu! ¡Me habla como si le hubiese hecho una oferta por su alma!
—Me la va a hacer. También trato el futuro como si ya fuera pasado.
—Le voy a hacer una oferta, pero no por su alma. Sólo por un trabajo. O una misión. O un favor personal que nadie más que usted puede hacerme. Y créame que no he llegado a esa conclusión sin considerar el asunto desde todos los ángulos. Como comprenderá, no se hace todo el dinero que yo hice sin saber elegir a los hombres adecuados para cada cosa.
—La curiosidad me ha hecho perder la mayor parte de mi vida, Ledesma. Me he entregado a ella como al tabaco, sabiendo que me va a llevar a la tumba a cambio de una cierta serenidad. Soy absolutamente incapaz de marcharme sin escucharle.
—Y cuando me haya escuchado, no le quedará otra salida que negociar conmigo. ¿Quiere más café? Es un cuento largo. ¿Tiene algo que hacer esta tarde?
—No, nada que hacer. Y sí, quiero más café. Y cigarrillos, que se me están acabando.
—Mandaré a buscar.
Además del café y el tabaco, pidió jamón, pan con tomate, tortilla y vino, y lo hizo servir en el interior de la casa.
—Ahora que está todo dispuesto para el cuerpo —resumió Romeu—, alivie mi espíritu confesándome qué precio me ha puesto.
—No se lo he puesto yo —rió Ledesma.
—¿Hay alguien más en todo esto?
—No,