La capital del olvido. Horacio Vazquez-Rial

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La capital del olvido - Horacio  Vazquez-Rial Biblioteca Horacio Vázquez-Rial

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Está bien, es razonable. Ha de ser un precio bajo. He vivido mal. Tanto mis logros como mis aspiraciones son más bien pobres.

      —Sí, ésa es la forma de estimar una situación. Naturalmente, yo investigué antes que usted. Y es cierto que ha vivido mal. De una manera muy valiente, hay que reconocerlo. Pero sus libros no se venden demasiado, y sus ingresos como profesor son eso, ingresos de profesor. Todo sumado, suponiendo que pague en término la hipoteca sobre su casa, su patrimonio equivale exactamente a la milésima parte del mío. Unos cien mil dólares. Veinte millones de pesetas. Podría ser peor, tratándose de un hombre honesto.

      —Pero sospecho que no hará usted igualitarismo.

      —No. Si le entregara la mitad de lo que poseo, por el mismo hecho de entregársela, se devaluaría.

      —Lo sé. Sólo bromeaba.

      —No haré más que quintuplicar su riqueza y saldar todas sus deudas.

      —Nadie ha ofrecido nunca tanto por mi persona. Con eso, podré pasar tranquilo el resto de mi vejez.

      —¿Vejez? No es usted tan mayor, Romeu. Yo he cumplido los ochenta y cinco, y ya me ve.

      —Yo, cincuenta y tres. Y no llegaré a los ochenta. Dentro de veinte, si todavía estoy por aquí, se me caerán las babas y me mearé encima.

      —¡No diga barbaridades, hombre!

      —No son barbaridades. ¿Acaso tiene usted algún diente postizo?

      —No. Sólo he perdido dos muelas, de atrás, y nunca las reemplacé porque no hacía falta.

      —¿Se da cuenta? A mí no me queda una sola pieza natural.

      —Lo sé. Una de sus deudas es con el dentista, por los implantes.

      —Hasta el más mínimo detalle, por lo que veo.

      —Sí.

      —Yo, en cambio, no sé nada.

      —Ahora lo sabrá. Todo.

      Romeu se sirvió una copa de coñac. Ledesma, un vaso de vino.

      —¿El sueño eterno es su novela preferida? —preguntó.

      —No.

      —¿Por qué?

      —Porque tiene un final casi satisfactorio. Prefiero El largo adiós.

      —¿Sin justicia?

      —Sin justicia. Por eso es gran literatura.

      —En la historia que le voy a contar tampoco hay justicia. No he tenido tanta suerte como el coronel… ¿cómo es?

      —Sternwood.

      —Eso, Sternwood. ¿Ha oído hablar de Giulia Brenan?

      —¿Cómo podría no haber oído?

      —Dígame lo que sabe de ella.

      —Que ha ganado un trillón de discos de oro. Que es la gran voz latina de los Estados Unidos. Que es una belleza. Que lo primero que escucho cuando me levanto, mientras tomo el primer café y fumo el primer cigarrillo, es una canción suya que se llama El olvido. Que dentro de nada actuará en Madrid y yo iré al concierto.

      —Irá a verla.

      —Y a oírla.

      —Sí, las dos cosas. Irá conmigo al teatro.

      —Encantado. No le imaginaba en esa situación, pero aprecio su compañía.

      —Y después, iremos al camerino y se la presentaré.

      —Aunque sé que tiene intereses en una discográfica, no le imaginaba relacionado con artistas. Pero le agradezco el gesto.

      —No estoy relacionado con artistas. La discográfica simplemente los compra y los vende cuando conviene. Jamás los veo ni ellos saben que existo. Éste es un caso especial.

      —¿Hasta qué punto especial? ¿Es su hija?

      —Lo más parecido a una hija que he tenido jamás. La vi nacer dos veces.

      —¿Ésa es la historia?

      —Esa es.

      2 Lo que contó Ledesma / 1

      Le entendía, aunque hubiera deseado que no fuera así. No quería encargarme del caso.

      LAWRENCE BLOCK,

      Los pecados de nuestros ancestros

      —¿Ha oído hablar de Sisley Pound?

      —Fortuna mítica en los Estados Unidos —se apresuró a responder Romeu—. Se suicidó. Estaba casado con una española. De la jet, si no me equivoco.

      —No se equivoca —confirmó Ledesma.

      —Al menos una de las empresas que usted controla, la Desmond, metalúrgica, le perteneció alguna vez a él.

      —Doble bingo.

      —Déjeme seguir adivinando.

      —Siga.

      —Fue su socio.

      —Sí.

      —Giulia Brenan es hija de Pound.

      —Correcto. ¿Qué más? —desafió Ledesma.

      —¿Por qué no hija suya?

      —Ella se quedó con el americano.

      —Y usted optó por el papel de amigo dilecto de la pareja.

      —Podría expresarse así.

      —Debió de querer mucho a esa mujer para hacer eso —imaginó Romeu— ¿Cómo se llamaba ella?

      —María Teresa. Teresa. Y sí, la quise mucho. Pero no crea que di esa puntada sin tener hilo. Primero, porque a ella nunca le había sido indiferente, y me permití conservar ciertas esperanzas. Segundo, porque pensaba que él, tarde o temprano, iba a desaparecer. Estaba muy loco aquel hombre. Un genio en el dinero, pero muy loco.

      —¿Se proponía ser el amante cuando él no estuviera? No crea que no me cuesta hacerle una pregunta así, Ledesma. Me hace sentir anciano. Cualquier hombre de hoy se hubiera propuesto robarla, tirársela u olvidarla. Sin remordimientos.

      —Yo no hubiera sentido el menor remordimiento. El remordimiento no es lo mío. Ella no estaba dispuesta. Citaba a Sartre: decía que elegir es renunciar y se quedaba tan contenta. Yo no hacía de amigo perpetuo, ni de familiar oficioso. Me quedaba a una respetuosa distancia. Si en ese entonces hubiese aparecido alguien que valiera la pena, seguramente

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