La capital del olvido. Horacio Vazquez-Rial
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Ésa es la diferencia entre el crimen y los negocios. Para hacer negocios, hay que tener capital. A veces pienso que es la única diferencia.
RAYMOND CHANDLER,
El largo adiós
I
Mucho después, pero no cuando Ledesma me metió en el fregado de Giulia Brenan, sino antes, en otra vida, conocí el lugar. Parecía un edificio normal. Durante mucho tiempo, se supuso que ahí había oficinas o algo así, la planta baja funcionaba con normalidad, es decir, entraba y salía gente a la luz del día. Un portero abría después de mirar quién quería entrar. Un tipo amable. Si alguien llegaba hasta allí por error, orientaba al perdido: conocía hasta la última dependencia del último ministerio. «No, eso ya no está acá», decía, «se trasladaron, pero es ahí nomás, mire…» Y daba la dirección precisa. Por la parte de atrás, había una entrada de garaje. Sólo se abría con un mando a distancia o desde dentro. En las plantas superiores, carteles de «se alquila» con un número de teléfono que nadie atendía jamás.
La mayoría de los despachos de la planta baja no se usaban. En uno de ellos trabajaba un tal Recondo, una especie de notario de la infamia que llevaba los expedientes de los desaparecidos, con todo, desde su historia clínica hasta su árbol genealógico y las listas de bienes que se les podían arrebatar. Recondo cuidaba el dinero, el de los rescates, el de las subastas y el de las operaciones de la inmobiliaria que vendía las viviendas de los que ya no las iban a usar, ni tenían parientes vivos que las pudieran reclamar, o estaban a punto de no tenerlos, porque en eso la organización era eficaz y limpiaba las pistas hasta el más remoto deudo. De tanto en tanto, alguien recogía ese dinero y se lo llevaba. A Suiza, suponía Recondo, o a las islas Caimán, por qué no. Él sacaba su parte del país por otra vía y la tenía en una cuenta legal en Alemania. Eso se supo después. Que se haya sabido no significa que se haya hecho nada para recuperarla. El hombre sigue cobrando intereses, es dueño de su casa y, cuando la dictadura se terminó formalmente, alguien le proporcionó un empleo en una filial de la Siemens.
Además del despacho de Recondo, había una habitación grande, con una mesa de comedor para muchos, una buena mesa, incautada en una casa de San Isidro, con sus doce sillas. Nunca se reunían doce. Los grupos eran más reducidos. Con Labastida trabajaban nueve, incluido Roselli. Junto a esa sala, se había montado una cocina. Todos comían bien, y a algunos les gustaba cocinar. De hecho, uno de ellos, al que llamaban Lobito, era dueño de un restaurante. De selecta clientela, probablemente: gente de poder. Por ahí, alrededor de la mesa, junto a las paredes, en las habitaciones de alrededor, se iban acumulando objetos. Botín. El material que, de tanto en tanto, se enviaba a las casas de subastas, debidamente legalizado. Cuadros, platería, loza, instrumentos musicales, binoculares, abrigos de visón, astracán, nutria, mantones tal vez de Manila, esas cosas.
Abajo, en los sótanos, estaba el campo. El territorio del espanto.
Digamos que una noche están reunidos, cenando. La mesa, con mantel de hilo, está generosamente servida. Al fondo, hay un piano de cola. Apoyados en él, dos cuadros de firma, bien enmarcados. Encima de la tapa, una guitarra y un ventilador. No es decoración: es pecado. Sobre una mesilla de noche impar hay una radio y en ella suena una canción de moda. La misma canción tonta del verano que puede haber sonado en casa de la familia de Jaime.
Son seis o siete hombres. Labastida es uno de ellos. Todos conversan entre sí en voz muy alta, casi a gritos. Labastida, que no participa, se pone de pie sin que nadie repare en él, da unos pasos y apaga la radio. Da dos palmadas y se hace un repentino silencio.
—¡A trabajar! —ordena.
Uno de los hombres se le queda mirando, como si no entendiera.
—A trabajar —repite Labastida para él—. ¿O vos no querés hacerte millonario? —se lo dice con una especie de sonrisa.
—Sí, claro —contesta el hombre, levantándose de su silla y sacudiéndose migas del pantalón.
—Andá, entonces —manda el capitán—. Vos, esta noche, con el grupo del Negro, a esa casa de Liniers. Está controlada, ¿no?
—Sí señor.
—Los demás, con el Pelado, a buscar a los del teatrito ése, que termina la función a las doce —lo dice haciendo sonar la uña del índice derecho contra el cristal del reloj—. No quiero que haya público. ¡Vamos, vamos, a trabajar! —se impacienta.
Tras eso, Labastida se acerca a la mesa, bebe un sorbo de vino, se seca la boca con una servilleta y sale de la habitación con ella en la mano. Va hacia el interior del edificio. Los demás se quedan ahí, poniéndose las chaquetas y revisando las armas.
Labastida corre una cortina, dos o tres despachos vacíos más allá, y baja por una escalera de caracol hasta una puerta de metal. En el momento en que la abre, entra en una ola de música de rock atronadora. Era habitual. Batería. Sobre todo, batería. Al capitán no parece molestarle. Tiene delante un corredor lóbrego con puertas a los lados.
Va hacia la primera. Todavía lleva la servilleta en la mano. Descorre la mirilla: al otro lado hay una celda muy pequeña, una especie de cajón, donde el prisionero se ve obligado a permanecer de pie. Labastida le ve los ojos.
—Estás un poquito más abajo. ¿Doblaste las rodillas? ¿Las tenés apoyadas en la pared de enfrente? No te va a durar nada ese descanso. Enseguida duelen las rótulas y hay que estirarse de nuevo. Estés como estés, te va a doler. Ni desmayarte podés, porque algún dolor nuevo te va a despertar —habla en voz muy baja, casi dulce, a pesar del ruido: no le preocupa que el otro no le entienda: sabrá que lo está amenazando. Labastida sonríe y se seca las comisuras con la servilleta. Cierra la mirilla y va hacia otra puerta.
Ésta es la del calabozo grande.
Apenas iluminada por un foco blindado muy alto, en esta especie de cámara de cemento hay varias personas, mujeres y hombres, algunos sentados con la espalda contra la pared, otros tendidos en el piso. Todos tienen la cabeza cubierta con paños sujetos alrededor del cuello. La mayoría lleva la ropa manchada de sangre y vómitos. Un hombre, en el rincón más alejado de la mirilla, solloza inconteniblemente, todo su cuerpo se conmueve.
Labastida observa el conjunto, los mira uno por uno, conoce cada historia pasada y cada futuro, sabe lo que ellos no saben de sí mismos. Intenta echar la mano al bolsillo de la camisa para sacar un cigarrillo y se da cuenta de que aún sostiene la servilleta de la cena. La arroja a un lado y busca el tabaco.
Labastida entra en otra sala revestida de cemento. A un lado de la entrada, sobre un taburete bajo, hay un pasadiscos que suma sus estridencias al ruido general, que se apaga al cerrarse la puerta. En el centro, sobre una especie de mesa de autopsias, metálica y acanalada para el desagote de humores, hay un hombre tendido, encapuchado y desnudo. A la derecha, desde donde mira Labastida, hay un médico, que ausculta al yacente. A la izquierda, está el torturador, más irritado o descontrolado que de costumbre.
—Se quedó —dice el médico.
Labastida se acerca a la mesa y levanta la capucha. Unos centímetros, no necesita ver todo el rostro, sólo quiere asegurarse de la identidad del muerto.
—Retírese —ordena el capitán al médico—. Y vos —al torturador, señalando la radio—, apagá esa mierda y vení para acá.
El médico obedece sin una palabra, el otro