La capital del olvido. Horacio Vazquez-Rial

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La capital del olvido - Horacio  Vazquez-Rial Biblioteca Horacio Vázquez-Rial

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      —A esa. En su primera vida, se llamó Beatrice Pound Irigaray. Un nombre y unos apellidos absurdos, si bien se mira.

      —Sí, un cocktail explosivo.

      —Puede dejarlo en Betty Pound.

      —Mejor.

      —Después, al cabo de un par de años, Teresa enfermó de cáncer y murió. Un cáncer de esófago. Fulminante. En dos meses, dejó de estar.

      —Espere. Deme fechas.

      —La boda, en 1953. El nacimiento, en 1955. La muerte de Teresa, en 1957. El suicidio de Sisley, en 1958.

      —O sea que Giulia Brenan tiene 45 años. La plenitud. Parece más joven.

      —Sí, lo parece. Pero le pasaron demasiadas cosas. Tiene más edad de la que aparenta.

      —¿Más edad o más sabiduría?

      —Algunas cosas aprendió. Otras no. No perdió la omnipotencia. Hereditaria, supongo. Hija de ricos españoles y americanos.

      —La crió usted.

      —No. Había abuelas. Se ocupó la abuela materna, porque la niña estaba aquí, en Madrid. Una vieja hija de puta.

      —Ésa es una definición precisa.

      —No cabe otra. La metió en un internado. De gran categoría, eso sí. Se crió con monjas y aprendices de putas. De putas perezosas, además, porque el sueño de esas chicas era resolver su vida con un solo cliente. Casi todas lo consiguieron. Consiguieron marido, quiero decir. Lo sé porque todos sus triunfos se publican en la prensa. Algunas se modernizaron y se divorcian, despluman al primer imbécil y se buscan el segundo. Romances. En las revistas dicen que tienen romances.

      —¿Mantiene ella alguna de esas relaciones?

      —Ninguna. Todas creen que Betty ha muerto. Y en cierto sentido, es así.

      —Pero verán su retrato en los periódicos, en las portadas de los discos…

      —Ven otro retrato. Es otra cara. Pueden quedar algunos vestigios del pasado, pero sólo son eso: vestigios. Mínimos. No se apresure. Ya llegaremos a esa parte.

      —¿Qué hizo usted cuando la mandaron a ese internado?

      —Nada. No podía oponerme. La abuela tenía la patria potestad, podía decidir al respecto. En eso, Sisley no arregló las cosas como debía, no lo hizo bien.

      —¿Hizo algo bien?

      —Sí. Me dejó a cargo de la herencia. Fui su albacea, y administrador de los bienes de Betty hasta sus veintiún años, de modo que nadie pudo meter la mano en ese dinero. A la familia materna, me refiero.

      —Mucho dinero.

      —Difícil de imaginar, Romeu.

      —A lo largo de esos años, ¿se vio usted con ella, Ledesma?

      —Sí. Negocié visitas al internado. Algunas legales, a través de mi abogado. Ser su administrador me daba ciertos derechos. También algunas ilegales, sobornando a las monjas con falsas caridades. Abrí una cuenta a nombre de una parienta de la superiora. Unas pesetas para el convento, unas pesetas para esa señora, y todo el mundo feliz. La saqué a pasear unas cuantas veces. Nada clandestino. Ilegal, pero no clandestino: a la abuela le venía de perlas que yo me ocupara. No me iba a ceder la propiedad de la nieta, pero la aliviaba de sus deberes.

      —¿Hasta cuándo duró eso?

      —Hasta que Betty, a los dieciocho, decidió que prefería estudiar en los Estados Unidos.

      —¿Qué estudió?

      —Música, por supuesto. Canto, fundamentalmente. Pero lo maneja todo en ese terreno. No sólo varios instrumentos, sino toda la parafernalia técnica… Ya la dominaba en Madrid. Yo lo organicé todo con la anuencia de la abuela: podía salir del colegio para ir a clase en el conservatorio. Cuando se marchó, ya había completado esa parte de su formación.

      —Hasta aquí, Ledesma, todo lo que me ha contado es normal. Con un vago toque Dickens, pero normal. Conozco biografías parecidas.

      —Sí. Hasta aquí, todo normal, Romeu. Y lo que sigue también hubiera podido ser normal, si la Argentina hubiese sido un país normal.

      —¿Qué tiene que ver la Argentina con todo esto?

      —Usted vivió ahí —afirmó Ledesma.

      —Me crié en Buenos Aires, y viví ahí hasta el setenta y cinco.

      —Lo sé. También sé por qué regresó a Barcelona. Y cuándo volvió. Sé que, de tanto en tanto, viaja. ¿Le gusta ese país?

      —Mucho. Es un país maravilloso. Pero, por momentos, es un infierno. El que uno ame un lugar no implica que lo recomiende.

      —Tendrá que volver ahora —el tono de Ledesma no admitía réplica: lo dijo como si lo lamentara pero fuera inevitable. Y tal vez lo fuera.

      —Deme una buena razón para ir a hacer algo allí —pidió Romeu.

      —En eso estoy. En darle una buena razón. Déjeme continuar.

      —Continúe.

      —En los Estados Unidos, en Nueva York, para ser exactos, Betty conoció a Jaime.

      —Un argentino.

      —Sí. Un tipo encantador, por lo que parece. Seductor, como suelen serlo. Inteligente. Físico. Con más o menos la mitad de la cabeza llena de ciencia —estimó Ledesma.

      —¿Y la otra mitad?

      —Llena de revolución, marxismo vulgar mal digerido, culpas y ansias de redención, propia y ajena. Bazofia de época. Un hombre más preocupado por los demás que por sí mismo, lo cual constituye un peligro en cualquier caso.

      —Jaime. ¿Cuál es su apellido?

      —Era. Fainstein. Ninguna contradicción. Sisley Pound también era judío.

      —Pero era rico. Y Jaime, sospecho, no lo era.

      —No, no lo era —reconoció Ledesma.

      —Triplemente víctima: judío, pobre y rebelde. ¿Qué hacía en Nueva York?

      —Tenía una beca.

      —O sea que pensaba marcharse de allí muy pronto.

      —Tuvieron su cuarto de hora de felicidad perfecta. Tres meses. Al cabo de ese tiempo, él se despidió. Con lágrimas, sí, pero con una convicción mística respecto de su deber para con los oprimidos que aún hoy me da frío.

      —Si he decirle la verdad, Ledesma, a mí también me da frío, pero siempre envidié a los tipos así. Yo nunca sentí esas cosas.

      —Por

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