Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean

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Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean El amor en cifras

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nada de Ralston que le gustara a Simon. Sería mejor que no lo olvidara nunca.

      Salió del estudio y se dirigió a la biblioteca. Tras abrir la puerta con más ímpetu del necesario, se quedó paralizado nada más entrar.

      Juliana se había quedado dormida en el sillón. Con su perro.

      El sillón que había elegido era uno de los que más le había costado transformar, hasta obtener el nivel de comodidad perfecto. Su mayordomo había insistido en incontables ocasiones en que era necesario retapizarlo, en parte debido, por lo que Simon imaginaba, a la frágil y suave tela que él consideraba uno de los mejores atributos del mueble. Recorrió con la mirada la figura dormida de Juliana, su mejilla arañada apoyada en las suaves hebras doradas de la gastada tela.

      Se había quitado los zapatos y tenía los pies doblados debajo de su cuerpo. Simon sacudió la cabeza ante semejante comportamiento. A ninguna dama de Londres se le ocurriría ir descalza en la privacidad de su propia casa, y en cambio ahí estaba ella, acomodada y echando una cabezada en la biblioteca de un duque. Dedicó unos segundos a contemplarla, a apreciar cómo encajaba perfectamente en su sillón. Era más grande que la mayoría de los sillones, confeccionado especialmente para él quince años atrás, cuando, cansado de encajar en sillones que según su madre eran «el culmen de la moda», decidió que, como duque, tenía derecho a gastarse una fortuna en un sillón adecuado a su fisionomía. Era lo bastante ancho para sentarse en él cómodamente y con espacio sobrante para ubicar un montón de papeles que requirieran su atención o, como era el caso en aquel momento, para un perro en busca de un cuerpo caliente. El perro, un chucho que se había colado en la habitación de su hermana un día de invierno, ahora seguía a Simon a todas partes y se instalaba allí donde el duque estuviera. El can apreciaba especialmente la biblioteca del palacete, con sus tres chimeneas y sus muebles confortables, y era evidente que acababa de hacer una nueva amiga.

      Leopold estaba acurrucado formando un pequeño ovillo, con la cabeza apoyada en uno de los largos muslos de Juliana.

      Muslos que Simon no tendría que estar mirando.

      La traición del perro era un tema que decidió dejar para otro momento.

      Ahora, no obstante, debía encargarse de la dama.

      —¡Leopold! —Simon llamó al perro palmeándose el muslo en una maniobra habitual con la que consiguió que este se pusiera en pie de inmediato.

      Si con la misma estrategia pudiera conseguir lo mismo de la muchacha…

      No. Si tuviera la oportunidad, no la despertaría tan bruscamente, sino que lo haría despacio, acariciando larga y tiernamente aquellas gloriosas piernas… Se acuclillaría a su lado y sepultaría la cara en aquella mata de cabello color ébano, bebiendo su aroma, y después recorrería con los labios el adorable ángulo de su mandíbula hasta llegar a la curva de su suave oreja. Le susurraría su nombre y la despertaría con su aliento en lugar de con el sonido de su voz.

      Y entonces terminaría lo que había empezado hacía varios meses.

      Y la levantaría de un modo completamente distinto.

      Apretó los puños para evitar que su cuerpo actuara impulsado por su imaginación. No había nada más peligroso que satisfacer el molesto deseo que sentía por aquella mujer imposible.

      Tan solo debía recordar que estaba en el mercado en espera de la duquesa perfecta.

      Y la señorita Juliana Fiori nunca lo sería.

      Por muy bien que encajara en su sillón favorito. Había llegado el momento de despertarla. Y de enviarla de vuelta a su casa.

      3

      «Los salones de las damas son un hervidero de imperfecciones. Las damas exquisitas no deben permanecer

      en ellos mucho tiempo».

       Tratado de las damas más exquisitas

      «No hay ningún lugar más interesante en todo Londres que el palco junto a una sala de baile…».

      El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823

      —¡Pensaba que tu temporada había terminado y que ya no habría más bailes!

      Juliana se dejó caer en un sofá de la pequeña antesala del salón de las damas de Weston House y soltó un largo suspiro mientras se masajeaba el talón a través de su fina zapatilla.

      —Y así debería ser. —Mariana, su amiga más fiel y recién acuñada duquesa de Rivington, se levantó el bajo de su elaborado vestido azul para inspeccionar el lugar donde había caído su dobladillo—. Pero mientras continúen las sesiones en el Parlamento, se prolongará la temporada de bailes. Todas las anfitrionas quieren que su festividad de otoño sea más impresionante que la última. Y tú tienes la culpa de todo —dijo Mariana tajantemente.

      —¿Cómo iba a saber que Callie pretendía iniciar una revolución de la diversión en mi honor? —Calpurnia, la hermana de Mariana y cuñada de Juliana, había recibido el encargo de suavizar la presentación de Juliana en la sociedad londinense tras su llegada aquella primavera. Con el verano, la marquesa había reemprendido su tarea. Una oleada de bailes de verano y actividades había mantenido a Juliana en el ojo del huracán público, provocando que las otras anfitrionas de la alta sociedad permanecieran en la ciudad mucho después del final de la temporada.

      El objetivo de Callie era encontrarle un buen partido. El de Juliana, sobrevivir.

      Tras llamar con la mano a una de las jóvenes sirvientas, Mariana arrancó una hebra de hilo de su bolso de mano y se la entregó a la muchacha, quien ya se había arrodillado a su lado para reparar el daño. Mirando a Juliana a través del espejo, dijo:

      —Tuviste suerte de haber podido declinar la invitación a la «extravagancia naranja» de Lady Davis de la semana pasada.

      —Ella no lo llamó de ese modo.

      —¡Claro que sí! Tendrías que haberlo visto, Juliana… Era una explosión de color, y no precisamente armonioso. Todo era naranja: la ropa…, los arreglos florales…, los sirvientes tenían libreas nuevas, por el amor de Dios… La comida…

      —¿La comida? —Juliana arrugó la nariz.

      Mariana asintió.

      —Fue terrible. Todo era de color zanahoria. Un festín para conejos. Da gracias por no haberte encontrado bien.

      Juliana se preguntó qué habría pensado lady Davis —una noble dama un tanto extravagante y bastante obstinada— si hubiera acudido a la fiesta llena de arañazos tras el encuentro con Grabeham de la semana anterior.

      Sonrió tímidamente ante aquel pensamiento y se dedicó a devolver media docena de rizos rebeldes a su lugar original.

      —Pensaba que, ahora que eres duquesa, no tendrías que soportar esos eventos.

      —Yo también lo pensaba. Pero Rivington no es de la misma opinión. O, para ser más precisos, la duquesa de Dowager no es de la misma opinión. —Suspiró—. Si vuelvo a ver un cuerno de la abundancia, creo que no podré soportarlo.

      Juliana

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