Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean

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Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean El amor en cifras

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      Quería hacerlo.

      Iba a hacerlo.

      Un largo mechón de cabello negro se había soltado de su sombrero, y Simon alargó el brazo de forma instintiva. Debería haberse limitado a apartarlo de su rostro —de hecho, ni siquiera debería haberla tocado—, pero en cuanto lo tuvo entre los dedos, no pudo evitar enrollárselo una, dos veces en el puño, observar cómo formaba una franja sobre la suave piel de sus guantes de montar. Deseó sentir el sedoso mechón sobre su piel.

      A Juliana se le aceleró la respiración, y Simon desvió la mirada hacia su pecho palpitante, protegido por su abrigo. La prenda masculina debería haberlo puesto aún más furioso, pero, en lugar de eso, sintió una descarga de deseo que le recorrió todo el cuerpo. Solo lo separaban de ella una ristra de botones; botones que podían arrancarse fácilmente, dejándola sin nada más que la tela de lino de su camisa, que, a su vez, podía separarse de los pantalones de montar, permitiendo el acceso a la suave piel femenina que se ocultaba debajo.

      Cuando volvió a mirarla a los ojos, vio que había desaparecido el audaz desafío y la petulante satisfacción de su semblante, reemplazados por algo crudo, poderoso e inmediatamente reconocible: deseo.

      De repente, Simon supo cómo recuperar el control de la situación. De sí mismo.

      —Creo que deseaba que la siguiera.

      —Yo… —Juliana se interrumpió, y Simon sintió el embriagador placer del cazador que detecta su primera presa—. No me importaba.

      —Mentirosa. —Susurró la palabra, con voz grave y contundente en el pesado aire matinal. Tiró del mechón de cabello, atrayéndola hacia él hasta que ambos quedaron a escasos centímetros el uno del otro.

      Juliana abrió la boca para coger aire, atrayendo su atención. Y cuando Simon vio aquellos labios embriagadores ligeramente abiertos, reclamándolo, no pudo resistirse. Ni siquiera lo intentó.

      «Sabe como la primavera».

      El pensamiento estalló dentro de él al rozar los labios de Juliana con los suyos, levantar las manos para acoger con ellas sus mejillas y ladearle ligeramente la cabeza. Tuvo la sensación de que susurraba su nombre…, un sonido terso, susurrante e increíblemente embriagador. La atrajo más hacia él, presionándola con su cuerpo. Ella no opuso resistencia, se contoneaba pegada a él como si supiera lo que deseaba antes incluso que él.

      Y tal vez lo sabía.

      Simon le recorrió el carnoso labio inferior con la lengua, y cuando la oyó jadear, no esperó más: volvió a tomar su boca, a jugar con su lengua, a no pensar en nada más que no fuera ella. Y entonces ella le devolvió el beso, reproduciendo sus movimientos, y Simon se dejó llevar por la sensación. Las manos de Juliana recorrieron sus brazos con tortuosa lentitud hasta que finalmente alcanzaron su cuello, sus dedos juguetearon con su cabello, la suavidad de sus labios y los enloquecedores, maravillosos sonidos que brotaban de su garganta cuando él la reclamaba.

      Y la reclamaba de manera primitiva y perversa.

      Juliana se pegó más a él, y al notar el volumen de sus pechos presionándole la parte superior del suyo, sintió una oleada de placer. La besó con más ímpetu y deslizó las manos por su espalda para acercar su cuerpo a donde más la deseaba. Los pantalones de montar le permitían una movilidad que las faldas le hubieran negado, y le recorrió con la palma de la mano su largo y glorioso muslo, levantándole la pierna hasta acunar su palpitante extremidad en su cálido núcleo.

      Simon interrumpió el beso con un suave gruñido, y Juliana se meció pegada a su cuerpo con un ritmo que inflamó su deseo.

      —Es una hechicera. —En aquel momento no era más que un joven inocente intentando descubrir por primera vez qué se esconde bajo una falda; el deseo, la excitación y algo mucho más primitivo colisionaban en su interior en un cúmulo de sensaciones.

      Deseaba que se tendiera completamente desnuda allí mismo, en el sendero de tierra en el centro de Hyde Park, sin importarle que alguien pudiera verlos.

      Cogió el suave lóbulo de su oreja entre los dientes, tanteando la tierna carne que lo conformaba, hasta que ella gritó alto y claro:

      —¡Simon!

      El sonido de su nombre interrumpiendo el silencio de la mañana lo devolvió a la realidad. Se separó de ella y le soltó la pierna como si de repente hubiera empezado a arder. Retrocedió jadeante y observó cómo la confusión sustituía al deseo en su semblante.

      Juliana dio un traspié en cuanto dejó de contar con su apoyo, incapaz de sustentar su propio peso sin previo aviso. Simon avanzó para sostenerla y ayudarla a recuperar el equilibrio.

      En cuanto lo consiguió, Juliana renunció a su brazo auxiliador y dio un paso atrás. Un velo cubrió sus ojos y la emoción que trasmitía su mirada se enfrió. Simon deseó besarla de nuevo para traer de vuelta el deseo.

      Juliana dio media vuelta antes de que pudiera hacerlo y se dirigió hacia su montura, que aún seguía en mitad del camino. Observó, incapaz de moverse, cómo Juliana subía a la silla con desenvoltura y lo miraba desde arriba con la gracia de una reina.

      Debería disculparse.

      Acababa de acosarla en mitad de Hyde Park. Si hubiera aparecido alguien…

      Juliana interrumpió su pensamiento.

      —Parece ser que no es tan inmune a la pasión como cree, duque.

      Y con un frío movimiento de muñeca se alejó a toda prisa en la misma dirección por la que habían venido.

      La siguió con la mirada hasta que desapareció, atento al intervalo de silencio que indicaba que había vuelto a saltar el árbol caído. Esperó a que el silencio fugaz ahogara el eco de su título en los labios de Juliana.

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