Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean

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Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean El amor en cifras

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aseó, se puso ropa de lino fresca y piel de ante tersa, se calzó sus botas de montar, se anudó su pañuelo al cuello e hizo que le trajeran su montura.

      En menos de un cuarto de hora, cruzaba el gran vestíbulo de su palacete, donde aceptó un par de guantes de montar y una fusta de manos de Boggs, su atento mayordomo, y salió de la casa.

      Llenándose los pulmones de aire matinal, fresco y henchido de los olores del otoño, el duque subió sin ayuda a la silla de montar, como hacía cada mañana desde el día en que asumió el ducado, quince años atrás.

      En la ciudad o en el campo, lloviera o hiciera sol, en invierno o en verano, el ritual era sagrado.

      Hyde Park estaba prácticamente vacío a aquella hora tan intempestiva; eran pocos los interesados en montar a caballo sin la oportunidad de que otros los vieran, y aún eran menos los interesados en salir de sus casas tan temprano. Precisamente por eso Leighton disfrutaba tanto de los paseos matinales: el silencio roto solo por los cascos, por el sonido de la respiración de su caballo fundida con la suya mientras recorrían a medio galope los largos y solitarios senderos, que unas horas más tarde se llenarían con los miembros de la alta sociedad que todavía no se habían ido de la ciudad y que deseaban estar al tanto de los últimos cotilleos.

      La sociedad elegante comerciaba con la información, y Hyde Park en un hermoso día era el lugar ideal para el intercambio de semejante producto.

      Era solo cuestión de tiempo antes de que su familia se convirtiera en el producto del día.

      Leighton se recostó sobre su caballo, incitando al animal a avanzar más deprisa, como si con aquello pudiera dejar atrás las habladurías.

      Cuando se descubriera el escándalo que rodeaba a su hermana, los cotilleos circularían como la pólvora y su familia se quedaría sin nombre ni reputación que proteger. El ducado de Leighton se remontaba a once generaciones atrás. Habían luchado al lado de Guillermo el Conquistador. Y los que ostentaban el título y la venerable posición muy por encima del resto de la sociedad tenían grabada a fuego una regla inexcusable: que nada mancille el nombre.

      Durante once generaciones, aquella regla había sido cuidadosamente respetada.

      Hasta ahora.

      Durante los últimos meses, Leighton había hecho todo lo posible para asegurarse de que su nombre continuara siendo inmaculado. Había dejado a su amante, se había dedicado con entusiasmo a su trabajo en el Parlamento y había atendido multitud de recepciones cuyos anfitriones dominaban la percepción que tenía la sociedad elegante del decoro. Había bailado danzas campestres. Había tomado el té. Había asistido a Almack’s. Había visitado a las familias más respetadas de la aristocracia.

      Había difundido el respetable y aceptado rumor de que su hermana se encontraba en el campo durante el verano. Y después durante el otoño. Y dentro de poco durante el invierno.

      Pero no era suficiente. Nada lo sería.

      Y esa certidumbre —la aguda evidencia de que jamás podría proteger del todo a su familia del curso natural de los acontecimientos— amenazaba su serenidad.

      Solo le quedaba una opción.

      Una esposa adecuada e intachable. Una futura niña mimada de la sociedad elegante.

      Aquel mismo día debía encontrarse con el padre de lady Penelope. El marqués de Needham y Dolby se había aproximado a Leighton la noche anterior y le había sugerido un encuentro para «hablar del futuro». Leighton no tenía motivos para dilatar la cuestión, pues cuanto antes tuviera la aprobación del marqués, mejor preparado estaría para enfrentarse a las lenguas viperinas cuando se destapara el escándalo.

      Una sonrisa tímida acudió a sus labios. El encuentro era una mera formalidad. De hecho, el marqués había estado a punto de hacer la proposición él mismo.

      No había sido la única proposición que recibió aquella noche.

      Ni la más tentadora.

      El duque se enderezó sobre la silla y tiró de las riendas para hacerse de nuevo con el control del caballo. Una imagen apareció en su mente: Juliana enfrentándolo como una guerrera en el balcón de Weston House, lanzando su desafío como si se tratara de un simple juego.

      «Permítame que le demuestre que ni siquiera un duque frígido puede sobrevivir sin pasión».

      Las palabras resonaron a su alrededor con su cantarín acento italiano, como si Juliana estuviera allí, susurrándole nuevamente al oído. «Pasión».

      Cerró los ojos para deshacerse del pensamiento y volvió a espolear a su caballo, como si el viento cortante en sus mejillas combatiera las palabras y el efecto que tenían sobre él.

      Juliana lo había provocado. Y había sentido tal ira ante la arrogancia de su tono de voz —por su convencimiento de que todos los principios sobre los que se asentaba su vida eran despreciables— que en aquel momento lo único que deseaba era demostrarle que se equivocaba, que su insistencia en la vacuidad de su mundo era algo tan ridículo como su estúpida apuesta.

      Le había concedido dos semanas.

      No era un plazo arbitrario. Le había dado dos semanas para llevar a cabo su tentativa, pero al final sería él quien le demostrara a ella que la reputación estaba por encima de todo. Cuando concluyera el plazo, enviaría el anuncio de su compromiso nupcial al Times, y Juliana aprendería que la pasión era un camino tentador…, pero tremendamente frustrante.

      No le cabía duda de que, de haber rechazado su ridículo desafío, Juliana habría embaucado a otro hombre para sus grotescos planes, alguien que no estuviera en deuda con Ralston y que no tuviera el más mínimo interés en evitar su ruina.

      En realidad, le había hecho un favor.

      «Que haga lo que quiera».

      Esas maliciosas palabras fueron un fogonazo, y después la tentadora visión de Juliana. Sus largos y desnudos miembros enredados en las sábanas de lino, su cabello extendido como satén sobre la almohada, sus ojos del color de zafiros de Ceilán, prometiéndole el mundo mientras sus carnosos labios se curvaban y susurraban su nombre, cada vez más cerca.

      Durante un instante cedió ante la fantasía —pues no pasaría de eso— e imaginó cómo sería tenderse a su lado, abrazar su largo y exuberante cuerpo, y sumergirse en su pelo, en su piel, en sus cálidas y acogedoras caderas, y dejarse llevar por la pasión que ella tanto estimaba.

      Sería como estar en el paraíso.

      La había deseado desde el mismo día en que la conoció: joven, lozana y tan distinta de las muñecas de porcelana obligadas a desfilar delante de él por madres que apestaban a desesperación.

      Y durante un breve instante pensó que podría ser suya. A sus ojos, le había parecido una exótica joya extranjera, precisamente el tipo de esposa que se ajustaba a las necesidades del duque de Leighton.

      Hasta que descubrió su auténtica identidad y el hecho de que carecía completamente del honor exigible a la futura duquesa. Incluso entonces había considerado la posibilidad de hacerla suya. Pero no creía que Ralston aceptara de buen grado que su hermana se convirtiera en la amante de un duque, y mucho menos de uno a quien repudiaba.

      Sus pensamientos se vieron

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