Masonería e Ilustración. Autores Varios

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Masonería e Ilustración - Autores Varios Oberta

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puede unir a los hombres más que separándolos, sólo mediante una continua separación se les ha de mantener unidos» (D: 616). El factor de vinculación se torna entonces factor de disgregación, la adhesión a una unidad política comporta el resquebrajamiento de la unidad humana. La patria nos deja huérfanos de humanidad.

      Los males aquí denunciados no son las consabidas deficiencias del aparato administrativo ni las corruptelas del Estado, pues estos males son accidentales, y, por lo tanto, subsanables. Esta enfermedad es curable, y lo es políticamente. A ello debe consagrarse la ciudadanía. Pero esos otros males que aquejan al Estado son esenciales, inextirpables, y ni siquiera el más militante compromiso cívico ni la más infalible maquinaria estatal pueden desahuciarlos. A esta deshumanización de la sociedad, que se manifiesta como desigualdades, divisiones, desgarramientos, sólo le sirven de contrapeso tipos humanos que estén por encima de la «distinción de patria», de la «distinción de religión», de la «distinción de clase» (D: 621). Estos vigías de los males inevitables, individuos capaces de trascender las segregaciones, esto es, los francmasones, abstraen de las coyunturas estatales de la sociedad civil, conscientes de que su misión, su opera supererogatoria, radica, no en la obediencia a los dictados de una patria, sino en su condición apátrida, cosmopolita, que de ninguna manera puede institucionalizarse, pues cualquier institución delimita, clasifica en compartimentos y termina malversando o fagocitando la simiente de solidaridad que Lessing pretende abonar. Se trata de «reducir lo más posible esas separaciones por las que los hombres se son mutuamente tan extraños» (D: 618), de «contrarrestar los males inevitables que trae consigo el Estado», «No de este y de aquel Estado. No los males inevitables que se siguen de una determinada constitución una vez aceptada. (...). Su mitigación y curación déjalas en manos del ciudadano» (D: 619).

      ¿En qué se traducen las verdaderas obras que son el contrapunto a las del ciudadano, y, en consecuencia, el antídoto contra los males inevitables? Desde luego, no son aquéllas en que depositaron sus esperanzas ciertos entusiastas que auguraban, a rebufo de la Revolución americana, la instauración del reino de la razón «con las armas en la mano» (D: 629). A quienes esto profetizaron les responde Lessing con un doble argumento, antifanático y antibélico, tolerante y pacifista. El primero se basa en la denuncia del fanatismo, entendido como la pretensión de ver en uno mismo el fin de la historia y creer «poder convertir de golpe a sus contemporáneos», o para expresarlo en términos kantianos, en querer ser el fenómeno que cumple por entero la idea: «El fanático obtiene a menudo muy justas visiones del futuro, pero es incapaz de esperar ese futuro» (E: 592-593). En su incapacidad de esperar reside el fanatismo del fanático, no en el desatino del ideal al que tiende. Quiere colmar en sí mismo la perfección, negando su carácter asintótico e interrumpiendo extemporáneamente el proceso de perfeccionamiento. El segundo consiste en creer que «lo que cuesta sangre no vale la pena de la sangre» (D: 629). El ilustrado lessinguiano no hace de su causa un casus belli, y, por lo tanto, no apuesta por un mecanismo de despliegue de la humanidad que sea cómplice de algún tipo de exclusión y todavía menos de la exclusión de la muerte.

      Falk reflexiona sobre la decepcionante experiencia masónica de Ernst, quien, deslumbrado por esa logia de las maravillas que le describió («Una tierra que mana leche y miel»), decidió afiliarse (D: 623). Del encantamiento pasa al desencanto. Lo que a este novicio le agria el humor, lo inquietante, no es tanto que «El uno quiere fabricar oro, el otro conjurar espíritus, un tercero restaurar los [templarios]», cuanto «que lo único que veo por todas partes, lo único que por todas partes oigo son esas niñerías: es que nadie quiere saber nada de eso cuya expectativa suscitaste en mí» (D: 627). La minoría de edad autoculpable se contenta con los ritos y prodigios, hace degenerar las verdaderas obras en un indolente pasatiempo, opio para los auténticos masones: «Ernst.¡Pero todo aquello era entretener, entretener y nada más que entretener!». Ese regodeo en lo accesorio olvida su mera índole de indicio, de acicate, de estímulo para algo superior: «Falk.Pues que en todos esos ensueños veo esfuerzos en pos de la realidad, que, de todos esos extravíos, puede sacarse por dónde irá el verdadero camino» (D: 624-625). La razón aprende de su errancia, se pule y madura midiéndose con sus delirios, pero no queda encallada ahí, pues no puede cejar en sus denuedos por remontarlos (D: 628). No hay que mezclar el «secreto con ciertas ocultaciones» (D: 625). Quizá el hecho de que la masonería real, histórica, no haya sido capaz de auspiciar una forma de

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