Dos regalos maravillosos. Cristián Sahli Lecaros
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Os aseguro que no hay nadie que haya dejado casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por causa del Reino de Dios, que no reciba mucho más en este mundo y, en el siglo venidero, la vida eterna (Lucas 18, 29—30).
No todos son capaces de entender esta doctrina —les respondió él—, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Pues, hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; también hay eunucos que han quedado así por obra de los hombres; y los hay que se han hecho eunucos a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda (Mateo 19, 11—12).
Jesús le respondió: Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme (Mateo, 19, 21).
Me gustaría que todos los hombres fuesen como yo; pero cada cual tiene de Dios su propio don, uno de una manera, otro de otra (1 Corintios 7, 7).
Pero a los no casados y a las viudas les digo que más les vale permanecer como yo (1 Corintios 7, 8).
El que no está casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor (1 Corintios 7, 32).
Escribí estas páginas con la ilusión de que ayuden a muchos a descubrir y seguir el camino de amor que los hará felices en esta tierra y en la vida futura.
Las reflexiones sobre el matrimonio y el celibato —dos caminos excelentes para amar— que encontrarás en este pequeño libro, recogen ideas de variados escritores cristianos, además de las propias del autor.
He preferido evitar las citas textuales para que el texto tuviera mayor simplicidad y dinamismo.
Confío en Dios que sirvan para comprender mejor la vocación cristiana al amor, que nace y se lleva a plenitud a través del don generoso de nosotros mismos.
I. EL CRISTIANO, UNA PERSONA QUERIDA
EL AMOR DE DIOS por sus hijos e hijas es muy grande. De Él hemos recibido innumerables regalos: el don de la existencia, la posibilidad de participar de la vida divina, la gracia y los sacramentos, su compañía permanente en el alma, la suerte de convivir con personas de buen corazón, el mundo en que vivimos y que hemos de cuidar, la capacidad de rezar, el poder dar un sentido al dolor y a las dificultades, y tantas cosas más.
¡Dios nos ama infinitamente! Y aunque nos equivoquemos, e incluso lo rechacemos, no deja nunca de querernos. El suyo es un amor originario que nos precede y nos enseña a amar. La fe recibida en el bautismo nos otorga la convicción de que jamás disminuirá la intensidad de ese amor por nosotros.
Y no solo eso, también nos ha dado la posibilidad de querer a quienes nos rodean, al prójimo, entregando nuestro amor.
Esa capacidad llega al extremo de que, participando del poder creador de Dios, hemos sido dotados de la facultad de dar vida a seres semejantes a nosotros, cuidarlos, ayudarlos a crecer y acompañarlos durante su existencia.
El desafío de un hijo o una hija de Dios es acoger el amor divino que se nos ofrece y darlo a los demás. Hemos sido amados para poder amar y solo podremos ser felices si amamos.
El secreto de una vida feliz no está en el éxito humano, en la acumulación de bienes materiales, en los viajes, en los planes de fin de semana, o en las actividades más originales o peculiares que alguien pueda imaginar.
La felicidad está en dejarse querer por Dios y en amar al prójimo como Él lo ama. No parece que pueda existir una meta más alta para el ser humano que esta: asemejarse a Dios que ama sin medida.
Todos notamos la necesidad de ser mirados con cariño, de que nos quieran. Este deseo tiene múltiples manifestaciones: que nos pregunten por nuestros intereses, que nos saluden con simpatía, que nos escuchen alegremente, que aplaudan nuestros éxitos y nos conforten en los fracasos, que celebren nuestras fiestas o aprueben nuestra presencia. Sin embargo, no es esto lo principal ni lo que nos permite alcanzar la felicidad.
Tenemos experiencia de que vivir solo para sí mismo, buscando únicamente el reconocimiento de los demás y el pasarlo bien, deja insatisfecho. El egoísmo siempre pide más: llena por un momento para dejar un nuevo vacío que se hace cada vez más profundo.
Somos felices de verdad cuando nos convertimos en un don para los demás. Al querer a otros, entregando generosamente todo lo nuestro, nos sentimos plenamente realizados, y advertimos la verdad de la frase del libro de los Hechos de los Apóstoles: Hay mayor felicidad en dar que en recibir (20, 35).
A partir de la adolescencia comienza a gustarnos que nos pidan ayuda y nos agrada especialmente prestarla: nos hace sentirnos valiosos. En toda persona sana, esa tendencia se consolida en la madurez. Una vida enamorada orienta a la plenitud, mientras que una actitud poco generosa conduce a una existencia frustrada.
Lo que da valor a la vida es el amor, es la columna en que se apoya la felicidad humana. Resulta muy importante saber de qué se trata, por eso ahora queremos hablar del amor.
II. ¿QUÉ ES AMAR?
LA GRANDEZA DEL AMOR la determina su objeto. Aquí vamos a tratar del amor dirigido a personas que es la manifestación más plena del amor.
El amor personal se puede dar entre Dios y el ser humano, y entre nosotros mismos. Las cosas también pueden amarse —una flor, un vestido, un auto, un dispositivo electrónico—, pero han de quererse en orden a las personas, de lo contrario esclavizan el corazón.
Particular relevancia presenta el amor de amistad, que es una forma de amor recíproco entre dos personas que se construye por el conocimiento mutuo y la comunicación. La amistad con Dios es ofrecida a todos los seres humanos por igual y toma el nombre de caridad. Leemos en el evangelio de san Juan que Jesús dice a los apóstoles: A vosotros, en cambio, os he llamado amigos (15, 15).
En el caso de la relación entre el hombre y la mujer, la amistad se facilita por una atracción mutua que viene dada y los antecede. Recordemos que Adán fue creado en una situación idílica, sin fatiga ni enfermedad, y que se le ofreció el dominio sobre todos los animales, pero no encontró en ellos una ayuda adecuada. En ese momento, dice el Génesis que Dios creó a Eva y la presentó a Adán. Entonces dijo el hombre: Esta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne (…). Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne (Génesis 2, 23—24).
La masculinidad y feminidad son una condición determinante y conciernen al modo de amar. La complementariedad y la tendencia a la unidad del hombre y la mujer debe ser orientada por el amor. Solo así los guiará a la felicidad a la que tiende su ser.
Desde este punto de vista, podríamos decir que amar es vivir para otro, encontrar en su bien el propio, decir muchas veces que no a lo de uno para pronunciar un sí a la persona querida, y ser feliz regalando la propia felicidad. Amar es ganar a costa de alegrías y renuncias: es perder para conquistar al amado.
Es lo que nos enseña Jesús en grado supremo. Leyendo los evangelios nos damos cuenta de que Él vino a la tierra y se hizo igual a nosotros en todo, menos en el pecado. Renunció a su vida, entregando hasta la última gota de su sangre por amor nuestro, para que fuéramos libres y felices. Lo hizo gratuitamente, sin pedir nada a cambio, mostrándonos el valor de la generosidad. Así nos ama Dios y así nos ha enseñado a amar.