Dos regalos maravillosos. Cristián Sahli Lecaros

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Dos regalos maravillosos - Cristián Sahli Lecaros Patmos

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ser felices y amamos a los demás cuando todo va bien y no hay problemas. Sin embargo, al encontrar dificultades, al comprobar que la otra persona no quiere lo mismo que nosotros, cuando tendríamos que ceder nuestra opinión o nuestro gusto, pensamos que el amor se ha desvanecido, que ya no queremos a esa persona como antes.

      El sentimiento lo quiso Dios para que el amor sea plenamente humano. No hay que anularlo o restarle importancia, sino que conviene suscitarlo para que acompañe el don de uno mismo, también cuando entregarse resulta arduo y costoso. Si no llegamos a comprender que el amor implica donación y sacrificio, nos será imposible alcanzar la felicidad.

      Suele contarse, medio en broma y medio en serio, que un novio escribía una larga y apasionada carta a su novia. Le decía que por ella sería capaz de atravesar montañas, caminar por desiertos, cruzar a nado un océano, escalar grandes masas de hielo... Pero terminaba diciéndole: si mañana no llueve, iré a verte. La novia, emocionada al leer esas hermosas declaraciones, se llevó una gran desilusión al llegar a la última frase. Un amor sin renuncia no es verdadero.

      El matrimonio y el celibato son caminos que encauzan el amor. Solo es posible comprender la amistad, la paternidad, la maternidad y la filiación desde esta perspectiva: son modos de amar, son maneras de decir: puedes contar conmigo, estoy a tu lado, a tu disposición ahora y por siempre.

      El amor es desinteresado y permanente, no tiene plazo, no se sujeta a condiciones. Se quiere con todas las consecuencias o no se quiere de verdad, solo se aprovecha, se usa por un tiempo. Un padre y una madre no quieren a sus hijos temporalmente, mientras se comportan bien, solo si obtienen buenos resultados en el colegio o tienen éxito en la vida.

      Se ama como Dios lo hace, sin cálculo ni medida. Para querer a los demás y a todas las realidades creadas debemos intentar imitar el perfecto amor divino. Entonces amaremos con tal intensidad que será notoria nuestra alegría.

      III. EL SER HUMANO ORIENTADO HACIA LA COMUNIÓN

      YA HEMOS DICHO QUE a todos nos gusta sentirnos acompañados por personas que nos quieran. Estamos hechos para vivir con otros y procurar el bien de los demás, por eso consideramos que padecen una alteración quienes se aíslan completamente y escapan del contacto con las personas.

      La necesidad de acompañamiento se nota especialmente en los primeros años de vida. Entonces el ser humano no puede valerse por sí mismo y necesita aprenderlo todo. Nuestros padres nos enseñaron muchas cosas, entre ellas el lenguaje que nos permite comunicarnos con los demás y alcanzar el desarrollo. Nos agrupamos en comunidades cada vez más amplias: la familia, el barrio, la ciudad, la nación, y también el mundo, llamado en nuestros días la aldea global.

      El ser humano está orientado a compartir su existencia: a recibir, pero también a dar. La entrega de uno mismo es la actitud propia de la madurez, del paso de la infancia a la juventud, y más tarde a la adultez. El niño siempre recibe, el joven comienza a descubrir que debe aportar a otros, y el adulto reconoce que su vida consiste en compartir lo aprendido.

      Sin embargo, con la madurez no se pierde la necesidad de recibir amor, ya que ser querido es siempre el punto de partida para poder amar.

      El cristiano corre con ventaja porque sabe que Dios lo ha creado por amor y lo quiere por ser hijo suyo, no por sus méritos o cualidades. Y en ese amor eterno puede apoyarse cuando no encuentra explicación a la imperfección del mundo, al fracaso o al dolor.

      No obstante, aun siendo el amor de Dios fundamental, solo podemos alcanzar la felicidad amando a nuestros iguales y dejándonos amar por ellos. Somos criaturas, vivimos en un cuerpo y en el tiempo. Nuestro corazón está orientado a amar personas, a unirnos a ellas por el afecto recíproco.

      Únicamente vivirá feliz quien tenga a su lado personas que lo ayuden en sus dificultades, le hagan la vida amable con su conversación, le consuelen en las penas o compartan con él la alegría de sus éxitos.

      Dios nos ama, pero al crear a Adán quiso que existiera Eva para que fueran compañeros. El llamado a la comunión está significado en el cuerpo. Se lee en el Génesis: Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que reptan por la tierra (1, 27—28).

      La primera y fundamental comunión (unión común) es la del hombre y la mujer, y su perfecta manifestación es el matrimonio. Jesús recuerda esta verdad en el evangelio de san Mateo: ¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne (19, 4—6).

      El matrimonio es una realidad natural, que otorga una intensa comunión a dos seres humanos, y puede ser fuente de inmensa alegría. Pero no agota la posibilidad de relación entre la masculinidad y la feminidad, que es más amplia.

      En su diferencia y complementariedad, el hombre y la mujer manifiestan que están orientados al amor, y son capaces de expresarlo convirtiéndose en don para el otro. Este es el sentido de su ser y de su existir. Por lo demás, la condición masculina o femenina no se pierde con la muerte: en la vida futura nuestros cuerpos resucitados serán lo que hayan sido en esta tierra.

      IV. AMOR Y COMPROMISO

      EL VERDADERO AMOR LLEVA consigo una promesa: la de crecer con las dificultades. El falso amor, en cambio, se ahoga cuando encuentra problemas. Si son dos los que se aman, y se quieren con amor verdadero, siempre nace una promesa, un compromiso: el de felicitarse en los éxitos, de apoyarse en los fracasos y no abandonarse en las crisis. De esta manera uno se sabe querido por el otro y se decide a quererlo para siempre.

      Si falta el compromiso el amor es solo aparente, un sucedáneo falso y utilitarista, que se derrumbará nada más comenzar las pruebas. Al contrario, si no se abandona la promesa el amor es verdadero, supera los obstáculos y se hace cada vez más fuerte.

      Amar es elegir y ser elegido. Y elegir es ganar y renunciar al mismo tiempo. En el matrimonio, al preferir a un hombre o una mujer se excluyen a los demás. De lo contrario, no se puede amar de verdad al elegido y tampoco él podrá amar con totalidad.

      No hay nada que dé más felicidad que el amor fundamentado en el compromiso. La persona que lo experimenta se siente segura al ser querida a pesar de sus límites y errores. Sabe que quien la ama no le dará la espalda ni la abandonará.

      Sin compromiso no hay verdadero amor, sin amor no hay seguridad, sin seguridad no hay certezas, sin certezas no hay felicidad.

      Recuerdo haber oído a un joven que decía que estaba cansado de preocuparse de los problemas de los demás, que desde ese momento iba a comenzar a ocuparse únicamente de los suyos. Su misma declaración revelaba que no era un chico comprometido y sabía poco de amor, había optado por buscar solo lo que aparentemente le reportaba algún beneficio, sin advertir que la mayor gratificación está en la donación de uno mismo.

      Amar es atender las preocupaciones de la persona amada, no apartarse de su lado, no desertar. Solo así la vida puede tener sentido y estabilidad. En cambio, si todo se considera provisional y puede cambiar cuando nos abandona el gusto o el placer, nada sería importante. Ni siquiera la misma persona que toma las decisiones, porque demostraría no tener una verdadera personalidad.

      Lo expresa con belleza la famosa frase del consentimiento matrimonial: ¿Aceptas a... como tu esposa? ¿Prometes serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad,

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