Cándido. Voltaire

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Cándido - Voltaire Clásicos

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      Cándido

Editorial

      Cándido (1759) Voltaire

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Noviembre 2021

      Imagen de portada: Rawpixel

      Traducción: Ricardo García

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      Capítulo I

       En que trata de cómo Cándido fue criado

       en un hermoso castillo y de cómo lo echaron de él

      

      Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunderten-tronckh, un joven, a quien dotó la naturaleza de un carácter amabilísimo; su fisonomía anunciaba desde luego la bondad de su corazón, y eran iguales en él la solidez del juicio y la sinceridad: tal vez por esto, y no por otro motivo, le llamaban Cándido. Los criados antiguos de la casa sospechaban que fuese hijo de la hermana del señor barón y de un honrado caballero de aquella tierra, con quien la señora no quiso casarse, por no haber podido probar el expresado caballero más que setenta y un cuarteles, habiéndose perdido lo restante de su árbol genealógico por las injurias del tiempo devorador.

      El señor barón era uno de los más poderosos señores de Westfalia, porque, en efecto, su castillo tenía puerta y ventanas, y no faltaba en el gran salón su poco de tapicería.Todos los perros que andaban esparcidos por sus corrales componían una traílla; en caso de necesidad los mozos de la caballeriza le servían de picadores, y el cura del pueblo de capellán mayor. Todos lo llamaban monseñor, y cuando contaba cuentos, todos reían.

      La señora baronesa, que pesaba cerca de ciento cincuenta kilos, gozaba por esta causa de la mayor estimación; y como sabía tratar con todo obsequio a cuantos frecuentaban su casa, era general el respeto que le tenían. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era una muchacha colorada, fresca, gordilla, apetitosa. El hijo del barón, un vivo retrato de su padre. El ayo, llamado Pangloss, era el oráculo de la familia, y Cándido asistía también a sus lecciones con toda la sinceridad propia de sus pocos años y de su carácter.

      Enseñaba Pangloss la metafísica-teólogo-cosmólogonigología, y demostraba a maravilla que no hay efecto sin causa, y que en este mundo, el mejor de los mundos posibles, el castillo del señor barón era el más hermoso de todos los castillos, y su señora parienta la mejor de todas las baronesas posibles, habidas y por haber.

      —Es evidentísimo —decía— que las cosas no pueden ser de otro modo que son; porque habiendo sido todo formado para un fin, todo es y existe necesariamente para el fin mejor. Reflexionemos que las narices se hicieron para llevar anteojos, por eso gastamos anteojos; las piernas visiblemente fueron instituidas para ser calzadas, por eso tenemos calzones; las piedras se formaron para que los hombres las labrasen, y con ellas hicieran castillos, por eso tiene un castillo monseñor: este castillo es excelente, porque sin duda debe ocupar la mejor habitación el barón más poderoso de la provincia. Los cochinos nacieron para ser comidos, por eso comemos tocino todo el año. Por consiguiente, los que han dicho que todo está bien, han dicho una solemne tontería, debieron decir que todo está lo mejor posible.

      Oía Cándido todo esto con mucha atención, y todo lo creía con igual inocencia; porque como a su parecer la señora Cunegunda era extremadamente hermosa, aunque jamás había tenido atrevimiento para decírselo, de allí concluía que después de la suprema felicidad, es haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh; el segundo grado de bienaventuranza era el de ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla todos los días, y el cuarto, asistir a las lecciones del doctor Pangloss, filósofo el más eminente de aquella provincia, y por consecuencia de todo el universo.

      Un día, paseándose Cunegunda cerca del castillo por un bosquecillo que llamaban parque, vio que entre unas matas al maestro Pangloss que estaba dando una lección de física a una criada de su madre, morenilla, graciosa y dócil. Como la señorita tenía particular inclinación a las ciencias, observó sin pestañear los reiterados experimentos de que fue testigo; vio la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas.Y al retirarse agitada, pensativa y llena de deseo de ser docta, iba persuadiéndose de que tal vez pudiera suceder que ella fuese la razón suficiente del joven Cándido, y Cándido la razón suficiente de ella. Un día lo encontró al llegar al castillo, y se puso como una grana, y a Cándido le sucedió ni más ni menos: lo saludó con voz interrumpida, y Cándido, sin saber lo que decía, le respondió como pudo. Al día siguiente, después de comer, se hallaron los dos por casualidad detrás de un biombo; a Cunegunda se le cayó el pañuelo, Cándido lo alzó, y al dárselo, Cunegunda inocentemente le apretó la mano; el joven inocentemente besó la de la señorita con una vivacidad, una expresión y una gracia, que no hubo más que pedir; presto se hallaron boca con boca, los ojos encendidos, las rodillas trémulas, las manos perdidas sin saber adónde.

      El señor barón de Thunder-ten-tronckh pasó en hora menguada cerca del biombo, y al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido del castillo a patadas y empellones. Cunegunda se desmayó, la señora baronesa la hartó de moquetes.Todo fue trastorno y confusión en el más bello y agradable de los castillos posibles.

      Capítulo II

       De lo que sucedió a Cándido con los búlgaros

      Echado Cándido del paraíso terrestre, anduvo mucho tiempo sin saber adónde dirigirse, llorando, alzando los ojos al cielo, volviéndolos muy a menudo hacia el más hermoso de los castillos, en que habitaba la más hermosa de las baronesitas: caía nieve en grande abundancia, y al fin, rendido del cansancio y sin cenar, se tendió a lo largo en un surco. Levántose al día siguiente pasmado de frío, y fuese acercando a un pueblo llamadoValdberghofftrardikdorff sin un cuarto en la faltriquera y desfallecido de necesidad. Paróse a la puerta de una taberna, en donde había dos hombres vestidos de azul, que inmediatamente repararon en él. Uno de ellos dijo:

      —Mi camarada, vea usted ahí un mocito de buena presencia, y que tiene la estatura que se necesita.

      Llegaron a él y lo convidaron a comer muy afectuosos. Cándido con su amable modestia les dijo:

      —Doy mil gracias a ustedes, caballeros, por el favor que quieren hacerme; pero no puedo admitirlo, porque no tengo conmigo ni un maravedí para pagar el escote.

      —Los sujetos del mérito y prendas de usted —le dijo uno de los azules— nunca pagan nada: ¿no tiene usted un metro y sesenta y cinco centímetros de alto?

      —Sí, señor, ésa es mi estatura —dijo Cándido haciendo una cortesía.

      —Pues bien está, amiguito; siéntese usted a la mesa, que no solamente lo convidaremos y pagaremos, sino que por ningún motivo consentiremos que una persona como usted carezca de dinero jamás: todos los hombres deben favorecerse unos a otros.

      —Es verdad —dijo Cándido—; eso mismo me ha predicado siempre el doctor Pangloss, y ya veo por experiencia que todo va lo mejor posible.

      Lo instaron a que tomase unas cuantas monedas para sus urgencias; las aceptó, quiso hacerles

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