Cándido. Voltaire

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Cándido - Voltaire Clásicos

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       Cándido, Cunegunda y la vieja llegan a Cádiz muy a la ligera y se embarcan

      —Pero ¿quién habrá sido el pícaro que me habrá robado mis doblones y mis joyas? —decía llorando Cunegunda—. ¿Con qué viviremos? ¿Qué partido podemos tomar? ¿En dónde hallaremos inquisidores y judíos que me mantengan?

      —¡Ay, señoras! —dijo la vieja—. A mí me parece que no puede ser otro sino aquel padrecito descalzo de nuestra señora del Carmen que durmió en Badajoz en la misma posada en que estuvimos. Dios me libre de hacer juicios temerarios; pero lo cierto es que él entró dos veces en nuestro cuarto, y que desapareció de allí mucho tiempo antes que nosotros saliéramos.

      —No en vano me repetía tantas veces el doctor Pangloss —añadió Cándido— que los bienes de la tierra son comunes a todos los hombres, y que todos tenemos igual derecho de disfrutarlos; pero este santo religioso, aunque siga los mismos principios, bien pudiera sin faltar a ellos habernos dejado siquiera lo preciso para acabar nuestro viaje. Pero en efecto, ¿no nos queda nada, señorita?

      —Ni un ochavo —le respondió.

      —Y ¿qué partido hemos de tomar?

      —Vendamos uno de los caballos —dijo la vieja—; yo iré a la grupa del que lleve a la señorita, y aunque no puedo tenerme sino sobre una anca, ya querrá la Virgen que lleguemos a Cádiz, que es lo que por ahora necesitamos.

      Hallábase en el mismo ventorrillo un abad de benedictinos que compró el caballo por poco dinero, con el cual Cándido, Cunegunda y la vieja prosiguieron su camino y llegaron felizmente a Cádiz. Estaban a la sazón equipando una escuadra y embarcando tropas en ella para traer a la razón a los reverendos padres jesuitas del Paraguay, acusados de haber promovido el levantamiento de una numerosa nación de aquella comarca contra los reyes de España y Portugal. Cándido, como había militado con los búlgaros, hizo el ejercicio a la búlgara delante del general de la expedición con tanta gracia, destreza, brío y prontitud, que no hubo menester más para hallarse de repente hecho capitán de infantería. En efecto, le hicieron capitán: embarcóse con la señorita Cunegunda, la vieja, dos criados y los dos caballos andaluces del excelentísimo señor inquisidor difunto.

      Durante la navegación discurrieron mucho acerca de la filosofía del buen Pangloss.

      —Ahora vamos a ver otro mundo diferente —decía Cándido—, y puede apostarse ciento contra uno que allí todo va bien, porque a la verdad lo que pasa en el nuestro, así en lo moral como en lo físico, sólo ofrece motivos de aflicción y disgusto. Por de contado, este mar es mucho mejor sin comparación que el de nuestra Europa, mucho más tranquilo, y los vientos más constantes. Sin duda el nuevo mundo es el mejor de los universos posibles, y espero que en él viviremos dichosos.

      —Hágalo Dios —decía Cunegunda—; pero te aseguro que habiéndome ido tan desastradamente mal en el que dejamos atrás, no acierto a concebir esperanzas en éste de mejor fortuna.

      —¡Ay, señorita! —dijo entonces la vieja—, y cómo me parece a mí que se está usted quejando de vicio: ¡valiente friolera son todos los trabajos que usted ha padecido hasta ahora, si se cotejan con los que ha pasado esta pobre anciana!

      Cunegunda estuvo para soltar la risa al oír esto, porque le pareció cosa bien extravagante que la vieja se tuviese por la más infeliz de las dos, y no pudo menos de decirla:

      —¡Ay, tía Catalina! Mire usted que si no la han desflorado a usted dos veces; si no le han dado dos rejonazos en los ijares; si no le han arruinado dos castillos; si no le han degollado dos padres y dos madres y dos hermanos; si no la han azotado a usted dos amantes en dos autos de fe, me parece imposible que sea usted más desdichada que yo; y nací baronesa, y mi escudo tenía setenta y dos cuarteles, y con todo eso me he visto convertida en cocinera y fregando escudillas.

      —Todo eso va bien —dijo la vieja—, pero mire usted que hasta ahora no he dicho yo quién soy, y en verdad que no nos debemos nada, y si me levantase las faldas, y viera usted cómo tengo las posaderas, o por mejor decir una de las dos, puede ser que mudase de opinión, y no hablase de la manera que habla.

      —Pues vamos, diga usted quién es; refiéranos su vida y sus calamidades —dijo Cunegunda—, que ya estamos con grande curiosidad de oírlo.

      La vieja entonces comenzó su relación de esta manera.

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