vez, pero su virtud le da fortaleza para que esta desgracia no se repita.A fin de ganarme la voluntad, me trajo el judío a esta deliciosa quinta en que nos hallamos. Siempre había creído que no existía en el mundo posesión más bella que el castillo de Thunder-ten-tronckh; pero al ver esta casa de placer, sus bosques y jardines, reconocí mi engaño. Un día me vio en misa el inquisidor general, me observó detenidamente con el anteojo, y me envió un recado diciéndome que tenía que hablar en secreto conmigo sobre un asunto de importancia. Condujéronme a su palacio; le conté quién yo era y lo esclarecido de mi linaje, y él entonces insistió mucho en persuadirme que a una dama de mi calidad no le era decoroso estar en poder de un judío. De allí a muy pocos días le propusieron a Issacar que me cediese a su excelencia el señor inquisidor; pero como el israelita era hombre de mucho crédito y el banquero de quien la corte se valía en todas sus urgencias, tenía suficiente orgullo para despreciar tales proposiciones, y en efecto no hizo caso de ellas. Irritado entonces el inquisidor, lo amenazó diciéndole que le haría acusar al santo oficio por la religión que profesaba (cosa que todos sabían, aunque no se la echaba en cara ninguno), y que no había de parar hasta que en un auto de fe le hiciese quemar vivo. Por último, D. Issacar llegó a coger miedo, y se convino a hacer un ajuste con el inquisidor, en virtud del cual esta quinta y mi persona les pertenecerían en común a los dos: el judío disfrutaría de ellas el lunes, el miércoles y el sábado, y el inquisidor en los días restantes de la semana. Hace ya seis meses que se observa esta convención, pero no sin discordia, porque muchas veces ha habido coléricas alteraciones sobre un punto que no se ha resuelto aún, es a saber, si la noche que media entre el sábado y el domingo corresponde a la antigua o nueva ley. Como quiera que sea, yo he resistido hasta ahora con ánimo constante a las amorosas instancias del uno y del otro, y a lo que me parece ésta debe ser la única razón de que me quieran entrambos. Para conjurar el azote cruel de los terremotos, y atemorizar de camino a D. Issacar, discurrió el señor inquisidor que sería muy oportuno celebrar un auto de fe. Tuvo la atención de convidarme a ver la fiesta; me acomodaron en un buen sitio, y a todas las damas se nos sirvió un exquisito refresco entre la misa y la ejecución. No puedo ponderar cuánto yo me horroricé viendo quemar a los dos judíos y al pobre vizcaíno que se había casado con su comadre; pero ¡cuál fue mi asombro cuando se me presentó a la vista una figura con un sambenito y una coroza en todo semejante a Pangloss! Me estregué los ojos, no cesé de mirarle, le vi ahorcar, y me dio un desmayo terrible.Vuelta en mi acuerdo para colmo de dolor y consternación, te vi desnudo y dispuesto a recibir una tunda de azotes, y antes que se me olvide quiero decirte que tienes el cutis mucho más blanco y de un sonrosado más agradable que el de aquel capitán de búlgaros de que ya te hablé. Al verte, se aumentaron mis sentimientos en extraña manera: quise gritar y decir a aquellos bárbaros que no te ofendiesen; pero me faltó la voz, y todos mis esfuerzos hubieran sido inútiles. En fin, acabada la zurra, decía yo para mí: ¿cómo es posible que el amable Cándido y el sabio Pangloss hayan venido a parar a Lisboa a ser ahorcado el uno, y llevar cien azotes el otro según las órdenes de mi amante el señor inquisidor general? Estas consideraciones acaloraban mi fantasía, y en ella se me representaban a un tiempo el asesinato de mi padre, el de mi madre y el de mi hermano, la insolencia de aquel soldado feroz, el bayonetazo que recibí, mi ocupación de cocinera, mi libertad vendida a un infame hebreo, los aborrecidos amores del inquisidor, el ahorcamiento de Pangloss, el solemne miserere cantado al son de los bajones mientras te estaban azotando, y sobre todo aquel beso que me diste detrás del biombo; todo me llenaba de aflicción el alma, y todo me puso en términos que yo temí perecer a la violencia de tan poderosos afectos. Sin embargo, procuré consolarme, agradeciendo a mi buena suerte que por medio de tantas desventuras te volviese a mi vista. Encargué a la vieja que tuviese particular cuidado de ti, y que luego que se pudiera te trajese a esta quinta, como en efecto lo ha hecho, para que yo tenga la satisfacción indecible de verte, de oírte, de hablar contigo... Pero tú tendrás hambre ya, porque es algo tarde, y yo también me siento con muy buen apetito; cenemos.
Tiró de un cordón, sonó a lo lejos una campanilla, vino la vieja, dispuso la mesa, cenaron y volvieron a reclinarse en el canapé magnífico. Ábrese repentinamente una de las puertas del gabinete y se aparece con el espanto de todos tres D. Issacar. Eran ya las once y media de la noche, se acababa el sábado, y venía a gozar de sus derechos y explicar con hipérboles hebraicas su pasión amorosa.
Capítulo IX
Lo que les sucedió a Cunegunda, a Cándido, a la vieja, al inquisidor y al judío
Era D. Issacar el judío más colérico que se había conocido en todo el pueblo de Dios desde la cautividad de Babilonia. —¿Qué es esto —dijo lleno de furor—, infame galilea? ¿No tienes bastante con el inquisidor, que me quieres hacer alternar con ese pícaro?
Y al decir esto, y creyendo que su contrario estaba sin armas, sacó un puñal que siempre llevaba consigo, y arremetió a Cándido, el cual, a pesar de su carácter pacífico y blando, viendo el peligro de la muerte tan cerca, echó mano a la de gavilanes que tenía sobre el canapé, metiósela por el pecho al israelita, y dio con él a los pies de la hermosa Cunegunda.
—¡Virgen santísima! —exclamó ella—, ¿qué será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi gabinete! Si viene la justicia, somos perdidos.
—Ya lo conozco —dijo Cándido—, y si no hubiesen ahorcado a Pangloss, él nos daría en este apuro algún consejo saludable; pero a falta de él, consultemos con esta vieja, y ella nos dirá lo que debemos hacer.
Efectivamente, la vieja era mujer prudentísima: invocaron su favor, pidieron su auxilio, y como no era muy fácil evitar el riesgo que les amenazaba, proponían, dudaban, temían, y sin resolver cosa ninguna, se pasaba el tiempo; cuando veis que se abre otra puertecita al gabinete, y entra por ella el señor inquisidor. Habían ya dado las doce y cuarto, y empezaba el domingo, día que según el contrato consabido, le pertenecía y tocaba a su excelencia, el cual, así como entró, vio al azotado Cándido con una espada sangrienta en la mano, a Cunegunda horrorizada, a la vieja dando consejos, y un muerto tendido a la larga, atravesado el cuerpo con una estocada de parte a parte.
En un solo momento, porque el tiempo urgía, hizo Cándido el siguiente razonamiento. Si este santo hombre grita y acude gente en su ayuda, infaliblemente me hace quemar, puesto que sin haberle ofendido en nada, recibí de orden suya una azotaina tan cruel; tal vez mandará quemar a mi adorada Cunegunda: él es mi rival; esta noche estoy de humor para ir despachando belitres al otro mundo; no hay que detenernos. Hecho este discurso tan sencillo, conciso y rápido, y sin dar lugar a que el inquisidor volviese de su sorpresa, embistió con él, atravesóle la espada por el cuerpo, y le hizo caer sin vida encima del judío.
—Ya van dos —dijo Cunegunda—, y ya no hay para nosotros la menor esperanza; ya estamos excomulgados, sin remedio vamos a perecer.Y tú, Cándido, tú que naciste de tan apacible condición, ¿cómo has podido despachar en un instante a un judío y a un prelado de la Iglesia?
—¡Ay, señoritas! —respondió Cándido—. Cuando uno está enamorado y celoso, y azotado por el santo oficio, no se acuerda del padre que le engendró.
La vieja tomó entonces la palabra, y dijo:
—En la cuadra hay tres caballos andaluces con sillas y frenos: vaya Cándido a prepararlos; la señorita tiene una discreta cantidad de cruzados y diamantes, recójalo todo y pongámonos a prisa a caballo, que aunque yo no puedo ir sentada, sino de media anqueta, Dios dará fuerzas, y vámonos a Cádiz: el tiempo está hermoso, y caminaremos con el fresco de la noche.
Cándido ensilló y dispuso atropelladamente los tres caballos, y él, Cunegunda y la vieja anduvieron el primer tirón más de cuarenta kilómetros. Entre tanto que ellos iban su camino, llegó a la quinta