Todo lo que hay que saber para saberlo todo. Jesús Purroy

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Todo lo que hay que saber para saberlo todo - Jesús Purroy Sin Fronteras

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y los convierten en otras formas de energía que mantienen la vida en el planeta. La palabra energía tiene un uso claro y compartido entre todas las personas que hablan de motores, lluvias o fotosíntesis.

      Por otro lado, los practicantes de pseudociencia usan estas palabras (y otras del mundo de la ciencia) de manera mucho más ambigua. En el capítulo sobre la comunicación pongo algún ejemplo de abuso del lenguaje con el fin de vender humo.

      4. Tienden a acumular, en lugar de descartar. Hay un trabajo agrícola llamado aclarar, que consiste en hacer caer de los árboles una cantidad de flores o frutos. Eso permite a los que quedan hacerse más grandes, porque no tienen que compartir los nutrientes con otros frutos de la misma rama. Los científicos se pasan el día aclarando ideas, para quitar estorbos de en medio. La pseudociencia no descarta nunca nada.

      Existe un género literario dedicado a desmontar las afirmaciones de la pseudociencia. Cada año salen unos cuantos libros sobre este tema en el mercado anglosajón, normalmente escritos por científicos que han agotado la paciencia. No es necesario decir que la eficacia de estos libros es nula, porque las personas que más se beneficia-rían de ellos no los suelen leer.

      Si te parece que la ciencia es un aspecto importante de la sociedad moderna, la pseudociencia aún lo es más. Ocupa mucho más espacio en los medios de comunicación, mueve más dinero que la ciencia y, en algunas de sus manifestaciones, tiene mucha más aceptación popular. Y eso que, a menudo, es muy fácil distinguir entre una y otra. Un mago como el Maravilloso Randi (www.randi.org) puede desenmascarar los trucos de otros magos, como la percepción extrasensorial, las máquinas de movimiento perpetuo y otros clásicos de la pseudociencia. Pero no hace falta ser ningún mago para sospechar que te están pasando un duro sevillano. Sólo hace falta tener un poco de sentido crítico y un par de ideas claras.

      LA RAZÓN Y LA RELIGIÓN, DOS MANERAS DE ENTENDER EL MUNDO

      La ciencia es un esquema mental, una manera de ver el mundo. Las creencias que obtienes con la razón te permiten hacerte una idea del mundo, de cómo funciona y de qué consecuencias cabe esperar de ciertas causas. Otras creencias también forman marcos de refe-rencia, más o menos paralelos. Hay gente que ve el mundo principalmente como barcelonista, vegetariano o anarquista, por ejemplo, y ordena la información que le llega según estos criterios. Pero el marco de referencia más fuerte que conozco es la religión. Como el choque razón/religión es un tema habitual siempre que se trata de la importancia de la razón, es interesante hablar de esto con un poco de calma.

      Las creencias irracionales no deberían dificultar el pensamien-to racional: hay científicos barcelonistas, vegetarianos y anarquistas, y si no fuese porque en algún momento han hecho comentarios reveladores, nadie sabría nada sobre esa faceta de sus personalidades. Cuando se trata de obtener conocimiento fiable todo el mundo intenta aparcar las creencias irracionales durante un rato.

      La única excepción, la única creencia irracional que nadie deja de lado temporalmente en ningún caso es la religión. A veces esto puede interferir con el conocimiento, y por eso hablamos de ella aquí.

      El sentimiento religioso ha tenido un papel fundamental para hacer el mundo que conocemos, y para mucha gente es la referencia básica que da sentido a todo lo demás. A parte del vínculo de pertenencia a una comunidad (el religare de los romanos), la religión da explicaciones a las cosas que pasan, ayuda a relativizar hechos como la muerte y, generalmente, promete a los creyentes alguna cosa mejor al final de sus vidas de sufrimiento. Suele ser un fenómeno cultural, que se transmite eficazmente de padres a hijos. Al paleontólogo Stephen Jay Gould, un judío ateo, le gustaba decir que la ciencia y la religión tienen magisterios que no se solapan: se ocupan de aspectos diferentes de la vida humana y, donde está una, no puede estar la otra. La religión no puede decir nada sobre los fenómenos naturales, como la formación de los planetas o la evolución de la vida en la tierra, y la ciencia no puede decir nada sobre la inmortalidad del alma o la reencarnación.

      Visto así, parece que no tendría que haber problemas: con almas inmortales o sin ellas, las personas que miran por telescopios y microscopios ven las mismas cosas y han de llegar a las mismas conclusio-nes. Pero, en la práctica, las interferencias son muchas y variadas. No sólo en casos obvios, como el análisis de la sábana de Turín, sino también en la actitud de las personas ante el conocimiento, la manera como se obtiene y qué tipo de conocimiento vale la pena obtener.

      No es ningún secreto que las jerarquías eclesiásticas tienen ideas sobre qué campos de investigación son practicables y cuáles están prohibidos. Cada religión tiene sus peculiaridades, y no hay unanimidad entre ellas sobre qué saberes deberían estar prohibidos, pero todas marcan límites. En el mundo cristiano se predica contra la investigación con células madre, mientras que este tema causa indiferencia en el judaísmo o el islam. El islam no prohíbe explícitamente la investigación en ningún campo de las ciencias naturales pero, por razones que veremos en el último capítulo (y que tienen más que ver con la política que con la religión), la práctica de las ciencias a menudo es difícil. Como suele pasar, los extremos se tocan: una exposición sobre la evolución en el museo de historia natural de Teherán acababa con unos versos en alabanza de Alá y un póster sobre la creación del mundo impreso en Texas, editado por una organización cristiana.

      En el día a día, la gente aprende a hacer compartimentos con sus creencias. Durante mi paso por laboratorios de tres países, en Europa y Estados Unidos, he trabajado con practicantes de todas las religiones mayoritarias, algunas de las minoritarias y un número indeterminado de agnósticos y ateos. Entre los cristianos y los judíos he conocido muchos como yo, que soy «ateo culturalmente católico»: me han educado en la doctrina cristiana y aprecio las tradiciones cul-turales que se derivan de ella, pero no creo en los textos sagrados ni sigo sus preceptos. Entre los científicos musulmanes y los hindúes no he encontrado este distanciamiento, quizás porque estas religiones ejercen una influencia más poderosa que el cristianismo o el judaísmo en las vidas cotidianas de sus fieles. Mi desinformada opinión es que esto es así porque no han pasado por un período histórico como nuestra Ilustración y sus sacerdotes no han tenido que ceder terreno ante las explicaciones racionales de cómo funciona el mundo.

      No deja de sorprenderme que alguien pueda pasar de la credulidad absoluta en las cartas astrales a la racionalidad más aguda discutiendo resultados de laboratorio, pero la mente humana tiene esta capacidad. He conocido a estudiantes de medicina brillantes que dudaban de la veracidad de la teoría de la evolución. También he conocido a ateos que se hacían tirar las cartas. Rituales, amuletos y plegarias conviven en los laboratorios con las prácticas científicas más rigurosas. El hecho de que personas de religiones diferentes, o de ninguna religión, trabajen juntas es una demostración de cómo la religión no tiene ningún efecto sobre el conocimiento que se produce en los laboratorios. La influencia de la religión sobre las leyes que se hacen en los parlamentos es indudable y, mientras la religión sea la fuente principal de valores éticos, será inevitable. Su influencia sobre las leyes científicas es nula, o dejarían de ser leyes científicas.

      Hoy en día las relaciones entre ciencia y religión presentan formas diferentes, desde la coexistencia pacífica de Gould hasta la confrontación frontal de Richard Dawkins o Daniel Dennett (que definen la religión como una enfermedad mental), pasando por la racionalización menos agresiva de Dean Hamer y Edward Wilson (que dicen que la religión es un producto secundario de la evolución humana).

      Como anécdota sin ningún valor, vale la pena destacar que algunos de los científicos más influyentes de la historia fueron religiosos. Copérnico, además de astrónomo y médico, fue canónigo y quizás sacerdote. Mendel fue monje agustino, y describió las leyes elementales de la genética cultivando guisantes en el jardín del monasterio. Darwin estudió teología, pero un viaje alrededor del mundo truncó su objetivo de convertirse en pastor anglicano.

      Recientemente,

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