Todo lo que hay que saber para saberlo todo. Jesús Purroy
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Algunos han intentado unir la ciencia y la religión demasiado estrechamente, con un éxito discutible. Es el caso de Pierre Teilhard de Chardin, un monje jesuita que a principios del siglo xx racionalizó la intervención divina en la evolución. Dios puso en marcha el mundo e impulsó la evolución de manera que algún día desembocará en él. En su libro El fenómeno humano, Dios es llamado «punto Omega», para dar aires de universalidad a una idea que, esencialmente, es católica. Teilhard de Chardin ha servido a muchos científicos católi-cos de muleta para aceptar la evolución, al menos hasta que Juan Pablo II envió una carta a la Academia Pontificia de la Ciencia, en la que admitía explícitamente que la evolución es un hecho.
El cristianismo y la ciencia tienen una larga historia de conflictos y peleas. Los científicos cristianos han combinado como han podido estos dos sistemas de creencias, pero no se prevé un momento en que las posiciones se acerquen lo suficiente como para declarar una paz definitiva.
El judaísmo ha interferido menos visiblemente en el progreso científico. Como indicador tenemos la gran proporción de premios Nobel que han ganado científicos judíos, teniendo en cuenta su número reducido en el total de la población mundial.
El islam truncó una fecunda producción científica en la Edad Media y sólo ahora empieza a recuperar el terreno perdido, con la reciente creación de academias científicas independientes que agrupan a países del Golfo Pérsico.
Por otro lado, las religiones orientales tienen mucha menos carga autoritaria, especialmente para los occidentales que no se ven obligados a seguir las tradiciones culturales que éstas llevan asociadas. Estas versiones aguadas del budismo, el hinduismo y otras religiones orientales ya forman parte de las costumbres de nuestra sociedad: se ofrecen cursos de tai-chi y meditación trascendental en cualquier parte, incluidas algunas universidades.
La invasión definitiva del misticismo oriental en la cultura occidental se inició con los hippies y la contracultura de los sesenta e, inevitablemente, afectó a la ciencia. En 1975 el físico Fritjof Capra escribió un libro que tuvo mucho éxito: El tao de la física. En este libro presentaba su teoría, según la cual la física moderna es un sistema de conocimiento paralelo al misticismo oriental del zen, el budismo, el taoísmo y el hinduismo. El conocimiento del mundo físico no se puede abarcar racionalmente sino que hay que entenderlo «con todo tu ser», en una especie de visión mística no muy lejana de las que experimentaban Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz.
No sé bastante sobre física ni sobre religiones orientales para valorar las conclusiones de su libro, pero sí que sé que lo que llama-mos intuición es un proceso mental como cualquier otro: el conocimiento místico, la comprensión del mundo y otros estados mentales alterados son fenómenos que la neurociencia puede explicar a partir del funcionamiento del cerebro. Algunos ya están explicados, y otros lo pueden estar en un futuro próximo.
Una muestra reciente del estudio científico de los estados mentales sobrenaturales se publicó a finales del 2006. Shahar Arzy y sus colaboradores estimularon diversos puntos del cerebro de una mujer que no tenía ningún historial de enfermedad psiquiátrica. Cuando estimulaban un punto preciso esta mujer notaba una presencia detrás de ella, como si tuviese una persona muy cerca. Es una sensación que puedes haber experimentado, quizás estando a solas en un lugar oscuro desconocido. Cuando la mujer cambiaba de postura, la presencia adoptaba la misma postura: si la mujer se abrazaba las rodillas, la presencia intentaba abrazarla. Si la mujer cogía un papel con la mano, la presencia intentaba quitárselo. La interpretación de estos resultados es que en aquel punto del cerebro se encuentra el mapa de situación del cuerpo y si este mapa se estimula erróneamente da una imagen desplazada del lugar donde crees que estás.
Por lo tanto, es posible que las personas que tienen sensaciones que no se corresponden con lo que nosotros notamos tengan simplemente un mal contacto en este circuito cerebral, o en algún otro que haga una función parecida. Esta explicación es menos ruidosa que la posesión diabólica, pero en mi opinión, es mucho más impresionante.
¿CÓMO SABES QUE HAS PUESTO BASTANTE ORDEN?
Si quieres poner orden en tus creencias, tómalas una a una y hazte una serie de preguntas. ¿Te ha venido dada por la familia o el entorno? ¿Es específica de tu tribu o la compartes con extraños? ¿Qué pasaría si fuese falsa? Según las respuestas que des podrás clasificar a cada pieza en un cajón o en otro.
Todo aquello que sea específico, heredado o esencial para tu estabilidad mental, archívalo como creencia irracional y no le des más vueltas. Aquí irán tus gustos, tu identidad (¡empezando por tu nombre!), tu religión (o su ausencia), una gran parte de tus convicciones éticas y un montón de cosas importantes que, o no puedes discutir, o preferirías no hacerlo.
En el otro cajón estará el conocimiento basado en la razón: lo que has aprendido de fuentes fiables, lo que has comprobado en persona. Algunas de estas creencias serán erróneas, porque tus fuentes fiables te pueden haber engañado de buena o mala fe, o porque tú mismo te puedes equivocar a veces. No importa. El objetivo de aprender es ir identificando estas creencias erróneas y sustituirlas por otras mejores. Ya has empezado a ver cómo.
CAPÍTULO 2. SABE QUÉ NO SABES
Tengo una libreta donde apunto las cosas que no sé. Soy consciente de que no necesitaba hacer este esfuerzo: las cosas que no sé llenan estan-terías enteras en las bibliotecas, se amontonan en columnas peligrosas en las hemerotecas y deambular como almas en pena por el ciberespacio. No tengo ninguna esperanza de poder dedicar ni una milésima de segundo a tantas y tantas cosas que me convendría saber.
Hay una manera de superar la frustración de no poder abarcar tanto como querríamos. Es un truco simple que encontré por azar, una tarde que me había escabullido hacia la biblioteca de la universidad en lugar de estar en el laboratorio. Hojeando unos anuarios de sociología –que, francamente, quedaban muy lejos del trabajo que tenía entre manos en aquella época– tropecé con un artículo de Robert Merton en el que recomendaba especificar la ignorancia con el máximo de precisión. Plantear preguntas concretas, que puedan tener respuestas inmediatas. Alguien ha de hacerse las Grandes Preguntas, pero las pequeñas preguntas son las que permiten avanzar poco a poco, día a día. Es prudente dejar que otros hagan la revolución.
¿Qué no sabes? La respuesta a esta pregunta es importante, porque enfoca tus intereses en una dirección u otra. El simple hecho de concretar lo que no sabes aclara el pensamiento. Si quien pregunta ya está respondiendo, quien pregunta claramente puede responder exactamente. Suele pasar que muchos de los errores que cometemos son consecuencia de definiciones incorrectas y preguntas mal formuladas.
Ni siquiera puedes intentar responder una pregunta si antes no te has asegurado de que hay alguna cosa que necesite respuesta. Merton también recomienda definir el fenómeno que se quiere estudiar, asegurarse de que realmente lo que ves existe. Hay muchas maneras de existir: una migración de pájaros existe, y una alucinación también. Ambos fenómenos merecen una explicación, por mucho que la migración pase a la vista de todo el mundo y la alucinación pase dentro del cerebro de una persona.
Para ilustrar lo que significa «definir el fenómeno» podemos re-currir a la leyenda apócrifa de los eclipses.
LA APÓCRIFA LEYENDA DE LOS ECLIPSES
Hace unos cuantos miles de años, en el lugar donde ahora vives, moraba un puñado de personas que subsistían como podían, a base de ordeñar cabras medio domesticadas, cazar jabalíes y recolectar cualquier cosa de los bosques y los prados mientras acababan de aprender aquel nuevo invento de la agricultura. La vida era dura y ellos también. Un día llegaron unos viajeros. Con ayuda de signos y