Danzar con tu sombra . Kim Nataraja
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Cuando tenía cuatro años me mudé a Ámsterdam; un poco más allá de donde vivíamos, junto al canal, había una preciosa iglesia católica, llamada La Paloma. Siempre que podía me acercaba y me quedaba sentada allí, decía una frase del Padrenuestro que me había enseñado mi abuela materna y enseguida me sentía rodeada por un maravilloso silencio y envuelta en amor. A partir de entonces, estuviera donde estuviera, pasara lo que pasara en mi vida exterior, aquello se convirtió en parte de mi forma de ser: aquel silencio interior y aquel amor fueron mi refugio y mi punto de equilibrio.
Por eso, mi imagen de Dios siempre ha sido la de un Dios de amor, una Realidad divina que orienta y sostiene: un sentimiento de estar segura, protegida, sostenida, incluso en momentos muy duros. Mi fe se expresa en unas palabras de la Desiderata: «No hay duda de que el universo se desarrolla como debe». Gracias a mis experiencias directas de esta Realidad en diferentes etapas de mi vida, nunca he tenido ninguna duda en mi cabeza sobre la existencia de una Realidad mayor.
Poco después de llegar a Inglaterra, a finales de mi adolescencia, conocí a mi marido. Él procedía de una familia con diferentes religiones: su padre era hindú y su madre era cristiana. Al igual que yo, él no tenía ningún apego particular a las formas externas de la religión, pero tenía una fe profundamente espiritual.
Un tío suyo, un respetable juez, nos animó a meditar con técnicas orientales. Yo me sentí muy cómoda con ello, dado que era muy similar a lo que había estado haciendo durante todos esos años, sentarme y repetir el Padrenuestro hasta que reinaban el silencio y la paz. Cuando mi hija tenía cinco años y asistía a un colegio local religioso anglicano, me preguntó un día que por qué no íbamos a su iglesia. Así que asistimos a esa iglesia. Sentí que reconectaba con mis raíces y con la fe de mis queridos abuelos; pero seguí meditando, porque la vida sin meditación me parecía inconcebible.
Al principio, mi experiencia con la meditación impregnó mi vida a un nivel inconsciente, dando forma a mi ser, pero con el tiempo me fui dando cada vez más cuenta de los aspectos transformadores de la meditación. Profundizó mi conocimiento de la otra Realidad, influyó en mi actitud ante la vida y ante los demás y cambió mis reacciones ante las situaciones en las que me encontraba. Mis estudios de psicología y posteriormente mi formación como directora espiritual me ayudaron a entender lo que estaba pasando.
Entonces llegó uno de esos momentos en que el destino juega su baza: un amigo me inició en los escritos de Bede Griffiths; me alegró mucho descubrir que también en el cristianismo había una tradición de meditación mantra. Poco después de aquello, otro amigo me habló de una casa, un poco más abajo en la misma calle en la que yo vivía, donde un grupo de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana se reunía semanalmente para meditar. Por fin mi fe cristiana y mi disciplina de meditación habían convergido y yo había llegado a casa.
Llevo ya muchos años enseñando meditación cristiana; los últimos siete años he dirigido la Escuela Internacional de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana. Cuanto más comparto la meditación con otras personas de todo el mundo, más cuenta me doy de lo revolucionaria que es y de lo poco preparada que está la gente para los efectos transformadores que puede obrar en sus vidas: de ahí este libro. Que te ayude en tu camino hacia el Manantial.
El viaje a la interioridad no es solo el principal,
es el único. Debemos escuchar el sonido
más allá del silencio.
(W. B. YEATS)
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MEDITACIÓN, EL ARTE DE LAS ARTES
La meditación es una poderosa disciplina de integración y transformación. Al replegarnos hacia nuestro interior en silencio y soledad, resintonizamos todo nuestro ser fragmentado y, además, nos hacemos conscientes de nuestro vínculo con la Realidad última.
Funciona en tres importantes niveles, totalmente relacionados: cuerpo, mente y espíritu. La conexión cuerpo/mente se manifiesta claramente en el funcionamiento del cerebro. Los cambios que se suceden en este sentido suelen requerir un verdadero cambio de perspectiva, que puede dar la sensación de ser un salto a lo desconocido. Se necesita valor y perseverancia mientras el ego, el aspecto consciente de nuestro yo, trata de resistir los cambios que conlleva. Sin embargo, el yo, la matriz inconsciente a partir de la que se desarrolla el ego, nos ayuda durante el proceso de percepción instintiva.
El logro es un término del ego, y aquí no tiene cabida. La transformación se debe a la gracia, es un don espiritual. La compasión, y no los efectos secundarios psíquicos, es una señal de que se ha producido un auténtico crecimiento.
Somos un sistema energético maravillosamente interconectado que está vinculado por entero a un conjunto universal mayor. Aun así, vivimos como si termináramos en los límites de nuestra piel, independientes y separados de los demás y de nuestro entorno. E incluso dentro de esta membrana exterior consideramos que estamos hechos de partes separadas: cuerpo, mente y espíritu. No solo eso, sino que además tenemos la fuerte tendencia a valorar solo una parte y negar la importancia de cualquier otra: quizá valoramos el cuerpo en lugar de la mente, o la mente en lugar del cuerpo, el ego material más que el yo espiritual, o un aspecto del ego por encima de otro. El resultado es una fragmentación y una falta de equilibrio. Hemos de ser conscientes de lo que estamos haciendo, comenzar a aceptar el hecho de que todos esos aspectos tienen el mismo valor y conforman un todo inquebrantable. En ciertas ocasiones sí sabemos que el cuerpo, la mente y el espíritu son aspectos diferentes de todo nuestro ser y que, por tanto, están estrechamente vinculados y se influyen mutuamente: nuestro cuerpo refleja el estado de nuestra mente, y nuestra conectividad con nuestro espíritu. Cuando nos comunicamos con los demás, lo hacemos en los tres niveles. Pero en otras ocasiones ignoramos esto por completo. El problema se acentúa especialmente en lo referente al ego/yo.
Se nos ha dado un cuerpo físico que nos permite actuar en este plano material. Además, por medio de nuestros sentidos, el cuerpo nos permite interactuar con el entorno que nos rodea. Tenemos emociones y deseos de profundizar nuestras experiencias, y tenemos una mente capaz de planear, racionalizar y analizar. Estos son los medios que nos permiten experimentar, aprender y sobrevivir en este mundo. El problema es que olvidamos que son solo un medio y no el final. Constituyen únicamente una parte de nuestro ser, de nuestro yo creado, de nuestro ego, que es temporal y está sometido a constantes cambios.
También tenemos un elemento más profundo, inalterable y eterno, el yo, que es nuestro vínculo con la naturaleza eterna de la divina Realidad. Muchos filósofos, teólogos e incluso científicos, como David Bohm, creen que tanto nosotros como toda la creación estamos envueltos en el principio esencial en la Realidad última en forma de «ideas seminales» 3 (san Agustín). El momento de la creación es un despliegue, una proyección a partir de esas ideas eternas. Por tanto, nuestra esencia sigue siendo, en realidad, parte de lo divino. A lo largo de los siglos, esta esencia de la humanidad ha recibido diferentes denominaciones: el nous, la chispa del alma, la chispa del amor, la conciencia crística y el verdadero yo.
La preocupación del ego por la supervivencia nos hace olvidar quiénes somos en realidad. El yo nos llama y trata de recordarnos que somos más de lo que se ve a simple vista. El sendero espiritual es una forma de integrar estos dos aspectos de nuestro ser, de recordar y reconectar con lo eterno que hay en nuestro interior y en nuestro exterior.
LA CONEXIÓN CUERPO/MENTE
Los efectos de la meditación muestran claramente