Ciudadanos, electores, representantes. Marta Fernández Peña
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Por otro lado, el crecimiento económico que experimentaron Perú y Ecuador en la segunda mitad del siglo XIX y los beneficios que se obtuvieron de la producción de guano y de cacao respectivamente, hicieron que ambos países pudieran renunciar al cobro del tributo indígena que se había venido recaudando desde la época colonial, y que hasta ese momento había constituido un pilar económico fundamental para las dos naciones. En Perú el tributo indígena quedó abolido en 1854, mientras que en Ecuador habría que esperar unos años más, hasta 1857. No obstante, es preciso señalar que en ambos países este elemento sufrió oscilaciones, siendo implantado y eliminado en diferentes ocasiones a lo largo del siglo XIX. Me detengo ahora en el análisis de este proceso ya que considero que los vaivenes sufridos en la recaudación de este impuesto no solo afectaron al ámbito económico, sino que tenían profundas conexiones con la evolución de las estructuras políticas, sociales y culturales. No en vano, este ha sido un tema que ha merecido la atención de numerosos autores a lo largo de la historiografía peruana y ecuatoriana.
El tributo indígena había sido establecido desde el siglo XVI. Se trataba de un impuesto que debían pagar los naturales de América al virrey en su condición de vasallos de la Corona española. Fue abolido por primera vez por las Cortes de Cádiz en 1811. En este momento, «el parlamento español estipuló que los indios cumplirían ahora las mismas obligaciones que los españoles (tanto los criollos como los peninsulares)». Sin embargo, pronto quedó claro que esta medida traería consigo un profundo déficit económico, por lo que en 1812 volvió a reimplantarse. No obstante, no se podía volver a hablar del «odioso tributo», un término que «era incompatible con la “dignidad de los ciudadanos españoles”». Así, en 1815 el tributo pasó a denominarse «contribución», supuestamente provisional y voluntaria, que se suponía un impuesto más digno.87
Durante los primeros años de la independencia de Perú, entre 1821-1826, fue nuevamente suprimido por San Martín, como una forma de desmarcarse de la herencia colonial. Charles Walker señala que este fue un «acto simbólico» del Gobierno de San Martín, ya que la realidad era que su Gobierno no logró consolidar un poder suficiente para recaudar dicho impuesto. No obstante, a partir de esta fecha algunos políticos peruanos comenzaron a plantearse la posible reimplantación de dicho impuesto, lo que finalmente se llevó a cabo en agosto de 1826. La «contribución de indígenas» –un término que, a su vez, vino a sustituir a la colonial denominación de «indios»– estuvo en vigor nuevamente en Perú entre 1826 y 1854. Durante este periodo, el pago de este impuesto hacía que los indios que lo sufragaban fueran considerados como miembros útiles, contribuyentes, y por tanto parte de la nación. Esto se debía a que, «siguiendo los principios republicanos liberales», el tributo ya no se pagaba a los jefes étnicos, como sucedía durante la época colonial, sino al Estado (a través de una red clientelar en la que intervenían el contribuyente, el comisionado, el gobernador y el subprefecto). La contribución a la hacienda del Estado suponía, por tanto, «ser un buen republicano».88
Esta situación se transformó con la llegada del auge guanero desde la década de los cincuenta, que hizo innecesario seguir cobrando el tributo o contribución. Además, la abolición del tributo formaba parte de las promesas realizadas por Ramón Castilla, que se vio en la necesidad de ampliar su base de apoyo político.89 Así, el periódico El Comercio del 12 de enero de 1854 recogía las siguientes palabras del presidente, mediante las que justificaba la medida que se iba a ejecutar unos meses después:
A partir de 1855 se suprime la contribución indígena, y desde entonces no aportarán sino de la misma manera que lo hacen los demás habitantes del Perú [...]. Emancipado del humillante tributo impuesto sobre su cabeza hace tres siglos y medio, y elevado por el efecto natural de la civilización, el Perú ganará una población numerosa y productiva en la raza indígena, que sin duda le ofrecerá una contribución más rica.90
Finalmente, el 5 de julio de 1854 se produjo la derogación de dicho impuesto. El objetivo de Castilla era sustituir el tributo pagado exclusivamente por los indígenas por un impuesto denominado «contribución personal», que tendrían que pagar todos los ciudadanos varones adultos, con excepción de los sacerdotes, soldados, ancianos y discapacitados. Sin embargo, este impuesto universal nunca llegaría a implantarse. Contrariamente a lo que pretendía Castilla, la abolición del tributo indígena solo consiguió una desvertebración de la sociedad andina entre el Estado central en Lima y las tierras del interior. A partir de ese momento, la economía peruana pasaba a depender exclusivamente de las exportaciones de guano, lo que favorecía el predominio de las regiones costeras y sus élites económicas sobre las poblaciones del interior.91
Sin embargo, en la década de los sesenta el tema volvía a estar candente entre los parlamentarios peruanos, muchos de los cuales entendían que la abolición del tributo indígena era una forma de excluir al indio de la nación. En este razonamiento operaba el hecho de que el contribuyente (es decir, el que pagaba impuestos) a menudo era identificado con el ciudadano. Esta era una asociación que procedía de la Constitución de Cádiz, en la que se había establecido que el pago de impuestos era uno de los deberes a los que tenía que hacer frente el ciudadano, junto con la obediencia a las leyes, el respeto a las autoridades y la defensa de la patria. Por tanto, teóricamente, aquellos que estaban exentos de pagar impuestos quedarían también al margen de la ciudadanía.92
En este sentido, durante el año 1867 se llevó a cabo un profundo debate parlamentario en el Congreso sobre la necesidad de reimplantar o mantener la supresión de este impuesto. Para muchos de los políticos e intelectuales del momento, entre ellos Manuel Pardo –líder del Partido Civil desde 1871–, «el único medio de oxigenar la economía del país y de restablecer los vasos comunicantes entre el Estado y los indios era el tributo».93 Es decir, volvía a estar presente la idea que había protagonizado el periodo 1826-1854: a través de esta contribución el indígena podía pasar a incluirse como un miembro más de la nación, ya que con sus impuestos ayudaba a sustentar el Estado. Por ello, el mantenimiento del tributo indígena se suponía fundamental para la integración del indio en el Estado nacional, siendo considerado un ciudadano más. La opinión de Pardo era compartida también por algunos representantes, como José Casimiro Ulloa –el cual, por cierto, tenía ancestros mestizos– o Francisco García Calderón. Sin embargo, cuando finalmente se realizó la votación en el Congreso triunfó la opción de suprimir el tributo indígena, por cincuenta y cinco votos frente a diecinueve. En buena parte esta resolución se podía explicar por el miedo a una posible guerra civil si se volvía a imponer un impuesto tan discriminatorio como este.94 Así, la contribución fue definitivamente eliminada en la Constitución de 1867.
Por su parte, Ecuador experimentó un proceso similar en relación con el tributo indígena. Durante el periodo de la Gran Colombia, el tributo indígena fue suprimido por Bolívar en 1821. Aunque este era un recurso importante para el