Madrid cautivo. Alejandro Pérez-Olivares García
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Miedo. Qué difícil de documentar para el pasado, qué difícil de gestionar en el presente, y sin embargo qué poderoso. El camino hasta aquí habría sido muy distinto, más cuesta arriba y más pedregoso, si no hubiera conocido a Daniel Oviedo en la facultad, entre las aulas y las salas de la biblioteca, y si no hubiera compartido con Juan Carlos García Funes nuestro primer congreso académico. Ni Forest Fields ni Lavapiés habrían sido iguales sin ellos cerca, sin esa preciosa continuidad tan interrumpida a menudo. Los cursos de verano de El Escorial me regalaron a Santiago Gorostiza. Él me descubrió los secretos de la «historia ambiental», el placer de un cola-cao en la barra de un bar de Cuatro Caminos y la complicidad de unas albóndigas compartidas en La Masia. Nuestro propio pla quinquennal se convirtió en dos tesis doctorales, y «el cinqué ens creaurem per l’Eixample i demanarem taula en un bar de menús». También conocí a Carlos Piriz a la sombra del viejo monasterio de Felipe II, en una noche de julio con más secretos de los que se podrían reconocer y de los que somos capaces de recordar. Y, desde entonces, Salamanca, Olivenza y cualquier hostal en cualquier congreso han significado estar en casa. Brindemos por ello desayunando siempre en Bodegas Espadafor. Los cuatro demuestran que la Universidad es mucho más que un lugar para la contemplación intelectual, y que nuestra amistad va más allá de los legajos amarillos por el paso del tiempo y las cajas llenas de polvo y soledad. En un medio ambiente que a menudo nos quiere demasiado aislados, demasiado altivos, demasiado débiles, las teclas han vencido sucesivamente a las distancias y las palabras han sido el bálsamo necesario allí donde dejaba de haber palabras.
El viaje se habría llenado de arduos silencios sin Cristina de Pedro, que sigue demostrando la importancia de los cuidados con gestos cotidianos, esenciales, como si aún viviéramos en el 37, y sin Carlos H. Quero, la esencia misma del debate, un «río derecho» que nunca se conforma. «¡A la calle, que ya es hora!», como diría un poeta. «Llegó la hora de la magia», como diría otro. Aun en la distancia, la presencia de Rubén Pallol, sin el cual yo no habría llegado a defender mi tesis doctoral, todavía es una guía fundamental para no tropezar en el camino. Que siga sonando en bucle «Maldito muchacho» y que salgamos una vez más de La Huelga dirección 33. Por su parte, Chema Sánchez Laforet ha sido el mejor cartógrafo posible para explorar dos ciudades separadas por ocho décadas, porque ni su oficio ni el mío se entienden sin la capacidad de escuchar, como él me dijo una vez. Con Elena Fernández, a quien le debo su ayuda preciosa con la edición de este texto, y Rubén M. Farrona, espero seguir buscando el gofre perdido de Lyon, un paso más en un currículum imprescindible, el que nos une a Ana H. Rubio, Ana Somohano, Álvaro de la Reina, Víctor Sánchez y Fernando Polo, mucho más que un grupo de WhatsApp cuyo nombre sigue sin poder desvelarse. Marisa Gutiérrez compartió su tiempo y su corazón conmigo en una historia anterior a esta, que también ha seguido de cerca, y por eso, junto a otros infinitos motivos, siempre le estaré agradecido a Atlántico.
Estas páginas comenzaron a tener forma junto a un brasero en pleno mes de julio, en la casa con las vistas más bonitas de Murias de Paredes. Hizo falta estar cerca de Babia para volver sobre lo escrito, para desandar el camino recorrido y mirarlo con otros ojos. Allí estaba Alba Fernández, seguramente con más libros de los que pudiera leer durante aquellos días, con su tranquila energía, su crítica atenta y sus ganas de vivir un «tiempo lleno». Hay pocas palabras para agradecerle todo, pero será necesario encontrarlas porque, como todavía recuerda a veces Xoel López, «sin las palabras, dime, ¿qué nos queda?». Su música ha seguido acompañándome allí donde el rostro de la luna y el tono de la gente comenzaron a ser diferentes. En Lyon no solo me recibió la visión distópica de la tour Part Dieu, sino sobre todo la firme confianza y la cariñosa acogida de Maya Collombon en el Institut d’Études Politiques. Aquí cambié el árbol frente al cual terminé de escribir mi tesis por dos ríos que invocan la existencia de muchas Europas. Aquí es donde ha seguido tomando forma mi viaje personal, con la distancia suficiente como para ganar perspectiva y también con la necesaria proximidad como para sentirme en casa. Si para Albert Camus su patria era la lengua francesa, el área de Español de Sciences Po, reunido en torno a Maya, ha sido un verdadero crisol de acentos y experiencias que ya forman parte de la mía propia. Con Lucía Valdivia empecé a conocer les bars à bières del Septième, descubriendo el barrio en que me apetecía vivir. De otro modo, Catherine Lacaze ha sido mucho más que una compañera de despacho. Los cursos compartidos han sido únicamente la condición necesaria, no suficiente, para explicar una amistad mayor. Los horizontes, las incertidumbres e incluso las fronteras forman ya parte de una conexión entre Madrid y Toulouse que pasa por Bellecour. A la sombra de Louis, por supuesto, nuestro eterno confidente.
El tiempo ha pasado rápido desde 2012, sin duda. Sería un tópico decir que parece que fue ayer cuando terminó mi última clase como alumno, en Zaragoza, junto a Alberto P. Martí, Rosa Usón o Nico Braudel, si no fuera porque es verdad. Mis alumnos en Lyon se ríen al imaginar que su profesor también estuvo sentado alguna vez en su lugar, y a ellos también les pertenece una parte importante de este libro al recordarme todas las semanas la valentía que supone preguntar por qué. El tiempo ha pasado rápido, sin duda, como muestran dos pequeñas personas que son, en realidad, dos grandes suertes. Mientras Lucía me enseña a echar bien de menos a cambio de saltar en la cama, compartiendo a los Beatles como la mejor de las bandas sonoras, Tomás ya mira a su tío con el orgullo de quien es capaz de ponerse en pie, aunque tenga que hacerlo a través de una pantalla. A pesar de la distancia, tanto ellos como Vicente, mi hermano, y Vanesa llenan mis días de luz con su inagotable optimismo en el futuro.
Hace tres años, dediqué mi tesis doctoral a la memoria de mis abuelos, a quienes nunca pude preguntar por sus años de juventud mientras investigaba sobre su «peor época», la misma de Gloria Fuertes. Y, sin embargo, a través de la distancia de las décadas, con ellos compartí edad entre archivos y bibliotecas que hablaban de los años treinta y cuarenta, hace casi un siglo. Sus recuerdos siguieron haciendo camino a lo largo del tiempo gracias a Milagros y Vicente, mis padres, a quienes está dedicado este libro. En Madrid crecieron sobre una memoria silenciada por el miedo, y muchos años más tarde, lejos ya de su significado traumático, yo caminé de su mano por esa ciudad de la que me siento tan lejos y tan cerca. Con ellos caminé por las calles de su antiguo barrio y por muchas otras también, siendo un niño que se atrevía a imaginar cómo debió ser la «guerra de los abuelos». Ahora, ochenta años más tarde de que aquella guerra continuase por otros medios, se publica este libro gracias también a su confianza infinita. La corrección de las pruebas de imprenta de este texto nos ha encontrado comprendiendo una palabra nueva, «desescalada», otra vez de la mano a pesar de estar en diferentes países y distintas fases de una pandemia global. La oportunidad de mostrarme su valentía asombrosa, casi telúrica, que resume décadas de resistencia y adaptación a contextos tan diversos como complicados, desde los ecos de la posguerra a la actualidad. Los versos de Miguel Hernández que inauguran estas páginas, cantados por Serrat o por ellos mismos, me han acompañado desde su regazo hasta este lugar y este momento. Son los versos que suenan de fondo, desde el tocadiscos, mientras las farolas iluminan la noche a este lado del Ródano. El cursor sigue palpitando en la pantalla. Y esta vez lo hace lleno de todas las palabras que, aun juntas, apenas pueden devolver el amor recibido.
Guillotière, Lyon. Mayo de 2020