Retos de la educación ante la Agenda 2030. AAVV
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Vivir en unas condiciones ambientales deficientes multiplica las amenazas de miseria para el ser humano. Pero, además, dispara las desigualdades entre los pudientes y los pobres, potenciando una forma de miedo que es particularmente letal para el ser humano: el miedo a la indiferencia de los otros. La cultura del descarte, que es fruto de esa indiferencia, genera vidas humanas desperdiciadas. Estas nuevas víctimas no lo son por sufrir una violencia física directa, sino por su completa falta de reconocimiento, que les lleva a la exclusión social y, en los casos más graves, a quedar expuestas a una muerte evitable (por hambre, falta de asistencia sanitaria, condiciones de vida insalubres, etc.).
Como he dicho, la DUDH no contiene referencia alguna al medio ambiente o al desarrollo sostenible. Pero en su art. 28 dice: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos». No parece exagerado entender que ese orden social e internacional que posibilita la efectividad de los derechos abarca unas relaciones con la naturaleza que garanticen las posibilidades de desarrollo tanto a las generaciones presentes como a las futuras. Ese desarrollo, que ahora identificamos con el término desarrollo sostenible, sería más adecuado calificarlo como humano y entenderlo desde los presupuestos antropológicos contenidos en la DUDH. Por tanto, lo que vengo a sostener es que la noción de desarrollo sostenible no es extraña a la DUDH; solo que la incorpora de forma implícita y la interpreta desde unas bases antropológicas particularmente idóneas. Trataré de mostrarlo a través de sus propios textos.
El preámbulo de la Declaración comienza diciendo: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana». Interesa reparar en que los autores decidieron hablar de «todos los miembros de la familia humana» y no de la humanidad, la especie humana, o todas las personas. A mi entender, con la elección de ese término se subrayan tres aspectos esenciales: que el vínculo que une a los seres humanos no resulta de un contrato, sino de una relación previa constitutiva; que los seres humanos no son una especie animal como las demás, sino que se distinguen cualitativamente de ellas, entre otras cosas, por la existencia del vínculo familiar; y que la dignidad y los derechos corresponden por igual a todos los seres humanos y no solo a los que puedan ejercitar determinadas capacidades propias de los seres humanos (como el pensamiento o la libertad).
En coherencia con el término «familia humana», el art. 1 de la Declaración afirma: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Llama la atención que una declaración de derechos comience sancionando un deber para todos los seres humanos. Y que ese deber sea tan exigente: porque no habla de evitar el daño al otro, o de respetar sus derechos, sino de comportarse como hermanos los unos con los otros.
La DUDH ya no vuelve a hablar de derechos hasta prácticamente el final, cuando en su penúltimo artículo dice: «1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad» (art. 29). Los deberes hacia la comunidad no se nos presentan como una especie de peaje que la persona tendría que pagar para desarrollar libremente su vida. El planteamiento es mucho más rico. Se entiende que la comunidad es el marco en el que la persona puede desarrollar su vida en plenitud. Por tanto, no basta con que el ser humano quede libre de la necesidad y del miedo para llegar a tener una vida plena. Necesita, al mismo tiempo, de la comunidad para llevarla a cabo. Pero, y aquí está quizá lo más interesante, esa comunidad no es solo una realidad preexistente que le acoge y le provee del contexto en el que él podrá florecer como persona. Esa comunidad es una realidad dinámica que solo existe con el concurso de los seres humanos que la integran. Por ello, si cada uno de nosotros no cumple con sus deberes con ella, la comunidad se resquebraja y el propio desarrollo del ser humano queda amenazado (Ballesteros, 1995).
Conviene reparar en que el derecho al medio ambiente puede ser visto, a su vez, como un deber hacia la comunidad. El ambiente no es un objeto sobre el que el individuo, o la humanidad presente, tenga un poder absoluto. Como señala el conocido proverbio de la cultura kikuyu: «Rigita thi wega; ndwaheiruio ni aciari; ni ngombo uhetwo ni ciana ciaku» («Trata bien la tierra. No te fue dada por tus padres. Te fue prestada por tus hijos»). En consecuencia, la protección del ambiente y el objetivo del desarrollo sostenible deben verse como exigencias directas de lo dispuesto en los artículos 1, 28 y 29 de la DUDH.
2. Del desarrollo de la personalidad al desarrollo sostenible
La DUDH emplea en tres ocasiones la expresión «desarrollo de la personalidad», concretamente en los arts. 22, 26 y 29. En la primera de ellas se dice que toda persona tiene derecho a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, «la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de la personalidad» (art. 22). Este artículo inicia una sección de la Declaración, que comprende hasta el 28, en la que se proclaman los derechos económicos, sociales y culturales.
El art. 26, que recoge el derecho a la educación, contiene la segunda mención al desarrollo de la personalidad. En su apartado 2 señala: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales». Es significativo que la expresión «desarrollo de la personalidad» venga precedida del adjetivo «pleno», mientras que en el art. 22 se hablaba de «libre». Por último, el art. 29.1 proclama: «Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad». No es casual que, en este artículo, se empleen los dos adjetivos previamente utilizados para referirse al desarrollo de la personalidad: libre y pleno «desarrollo de la personalidad».
A mi parecer, la DUDH se sostiene sobre tres presupuestos antropológicos. El primero es que todo ser humano tiene dignidad y, por tanto, debe ser tratado como un fin en sí mismo. El segundo consiste en que cada ser humano es un proyecto de vida plena llamado a realizarse, no una realidad acabada. El tercero defiende que la vida de cada ser humano no es meramente individual: «Unus homo, nullus homo». La comunidad en la que ha nacido y se ha criado tiene un papel constitutivo sobre cada persona.
Partiendo de estos presupuestos, sugiero una interpretación integrada de las tres referencias a la expresión «desarrollo de la personalidad» y a los adjetivos que la acompañan. Primero, la DUDH atribuye tanto al Estado como a la comunidad internacional la responsabilidad de procurar el mínimo de condiciones que, liberando al ser humano de la necesidad, le permitan desarrollar libremente su personalidad. Segundo, según la dudh, la educación pone al ser humano en condiciones de descubrir la verdad y perseguir el