Contendiendo por nuestro todo. John Piper
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La magnitud de lo que está en juego al preservar el verdadero significado de las Escrituras es tan grande que la controversia es un precio que los maestros fieles han estado dispuestos a pagar desde el principio. Es un hecho que no tendríamos el Nuevo Testamento si no hubiera habido controversia en la iglesia primitiva. Si, de entre los veintisiete libros del Nuevo Testamento, extraemos los documentos que no abordan la controversia, sólo tendríamos, como máximo, un pequeño puñado de textos.40
El Nuevo Testamento nos llama a la controversia
El Nuevo Testamento no sólo es un ejemplo de controversia, sino que también nos llama a la controversia, cuando ésta es necesaria. Judas, el hermano del Señor, dice: «Me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos» (Judas 3).
El apóstol Pablo se regocijó porque los Filipenses eran participantes con él «en la defensa y confirmación del evangelio» (Filipenses 1:7). Además, le dio el siguiente encargo a Timoteo: «Que prediques la palabra (…) Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo 4:2–4).
Es importante observar que los que se apartarían de la sana doctrina eran los miembros de las iglesias, no las personas del mundo. «Y de vosotros mismos» advierte Pablo a los ancianos de Éfeso, «se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos» (Hechos 20:30). Y, como dice el apóstol Pedro, «habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras» (2 Pedro 2:1). Por lo tanto, Pablo concluye de manera sobria: «Es preciso que entre vosotros haya disensiones, para que se hagan manifiestos entre vosotros los que son aprobados» (1 Corintios 11:19).
Aprendamos, pues, de los que han contendido correctamente
A la luz del testimonio que la historia de la Iglesia y las Escrituras nos dan con respecto a la necesidad de la controversia en este mundo imperfecto, y tomando en cuenta que la controversia es compatible con la revitalización de la Iglesia, haríamos bien en aprender todo lo que podamos de aquellos que han caminado a través de la controversia y han bendecido a la iglesia al hacerlo. Atanasio, Owen y Machen hicieron eso. Las lecciones que podemos aprender de ellos son muchas. Sus vidas nos enseñan cómo el lenguaje puede ser manipulado sutilmente en las controversias; cómo la santidad personal y la comunión con Dios son esenciales para la batalla; cómo, en ocasiones, el amor y la paciencia para con nuestros adversarios puede conquistar con más efectividad que los argumentos; cómo la perseverancia en medio del sufrimiento es esencial para permanecer siendo fieles a la verdad; cómo los problemas culturales más fuertes le dan forma a las disputas de la Iglesia; y cómo es muy importante regocijarnos más que nuestro adversario si pretendemos contender por la buena noticia.
Espero que llegues a amar a estos tres hermanos que nos precedieron. Te ruego que los cuentes entre el número de los que se mencionan en Hebreos 13:7: «Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe». Son dignos, por derecho propio, de ser imitados; aunque no sin reservas, pues son meramente hombres. Pero el tiempo los ha probado tanto a ellos como a su obra. Y eso merece nuestra atención. Es una ventaja (una muy grande) que los tres sean de siglos diferentes al nuestro (el IV, el XVII y principios del XX). Porque eso nos lleva a ver la realidad a través de los ojos de una época diferente. Esa es la gran ventaja, pues nos ayuda a librarnos de los peligros del esnobismo cronológico, el cual presupone que en nuestra época hay mayor sabiduría que en las otras.
Y a medida que aprendemos de los héroes de nuestra fe, debemos tomar la determinación de renunciar a todo orgullo que ame la controversia y a toda cobardía que le tema a la controversia. Así que, con humildad y valentía (es decir, con fe en el Cristo soberano), hagamos caso a la advertencia de Martín Lutero, quien nos exhorta a que, cuando sea necesario contender por una verdad, no proclamemos únicamente aquello que nos mantendrá seguros:
Si profeso con la voz más fuerte y la exposición más clara cada porción de la verdad de Dios, excepto precisamente ese pequeño punto que el mundo y el diablo están atacando en ese momento, por más que profese audazmente a Cristo, en realidad no estoy confesando a Cristo. La lealtad del soldado es probada justo en el punto en el que se desata la batalla, pero, aunque él se mantenga firme en todo el campo de batalla, si titubea al llegar a ese punto, es comparado a aquel soldado que huye y deshonra a su ejército.41
Y, en pocas palabras, las proezas del Salvador que resultan de Su conversión en hombre son de tal clase y número que, si alguien quisiera enumerarlas, podría compararse con los hombres que contemplan la extensión del mar y desean contar sus olas.
Porque, así como no es posible contemplar todas las olas con los ojos, pues las olas que se aproximan confunden la vista del que lo intenta; de igual manera le ocurre a aquel que intenta contemplar todas las proezas de Cristo con su propio cuerpo, pues le resulta imposible contemplarlas todas, porque, incluso cuando intenta hacer un recuento de ellas, las proezas que se aproximan van más allá de sus pensamientos y se amontonan una detrás de la otra haciéndole perder la cuenta de las anteriores.
Por lo tanto, es mejor no intentar hablar del todo, sabiendo que no podemos hacerle justicia ni siquiera a una parte, pero, después de mencionar una parte más, sólo nos queda seguir maravillándonos del todo. Porque todas las partes son maravillosas, y dondequiera que un hombre dirija su mirada, puede contemplar la divinidad del Verbo, y quedar impresionado con un gran temor.
Atanasio, On the Incarnation of the Word [La encarnación del Verbo], Nicene and Post–Nicene Fathers [Padres nicenos y post nicenos], vol. 4, (Peabody, MA: Hendricksen, 1999), p. 65–66
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