La prodigiosa vida del libro en papel. Juan Domingo Argüelles

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Krause y a Deepak Chopra. Tal es la solidez de su cultura.

      Cabe señalar que lo importante de la lectura no reside en las formas o soportes en que se encuentra la expresión, sino en la solidez de los contenidos y en lo que hacemos con ella. Somos los seres humanos los que creamos el universo simbólico y no a la inversa, es decir no son los símbolos los que nos crean a nosotros (aunque con la creación de los símbolos nos humanicemos más), y por ello seremos siempre los seres humanos los que vayamos transformando ese mundo simbólico de acuerdo con nuestras necesidades y nuestras exigencias.

      Una máquina es una máquina, y un programa informático es eso exactamente, creados ambos por seres humanos, con todas las potencias y las deficiencias humanas. Y, si lo vemos bien, incluso un libro tradicional, en papel, es una máquina: la “máquina de pensar”, que imaginaron Lulio y Borges, o bien, casi la misma cosa, la “máquina de cantar” inventada por Juan de Mairena, alter ego de Antonio Machado. Y, además de todo, como dijera Zaid, ¡sin necesidad de baterías ni instructivos de instalación!

      Hay optimismos informáticos que no resisten un análisis serio. Pero tampoco, en un sentido inverso, hay que creerse el cuento un tanto previsible, y ya bastante fastidioso, de que algo indispensable en la lectura se perdería para siempre si los libros son únicamente electrónicos: en especial (dicen los tradicionalistas a ultranza), el dulce o amargo olor de la tinta que desprenden los libros impresos y sin el cual el verbo leer no sabe igual. Pues bien, para estos lectores ansiosos de aroma libresco, podemos estar seguros de que un día (si no es que ya hoy) los fabricantes de dispositivos digitales habrán de venderles el grado de olor que quieran, incluso el doble del que hoy tienen los libros impresos. Si lo que buscan en los libros es el rasca-huele, no será difícil satisfacerlos, pero es de llamar la atención el hecho de que los adolescentes que están leyendo libros en lengua española lo estén haciendo aún (y principalmente) en papel, más allá por cierto de que estén al margen del canon.

      Hay algo que también llama la atención y que, asimismo, es un dato duro, porque desmiente uno de los grandes optimismos de la lectura en internet. Hoy, quienes no están leyendo libros en papel, prácticamente tampoco los están leyendo en pantalla. Es decir, no están leyendo libros en absoluto, aunque todos los días estén conectados a internet. Esto revela que la lectura de libros requiere de una buena iniciación y de una formación, constante y efectiva, que aún son muy precarias para el caso de la pantalla y que, para el caso del libro tradicional, es decir, del soporte en papel, han funcionado a lo largo ya de más de cinco siglos y medio y siguen funcionando –pese a todas las limitaciones y deficiencias que también conocemos–, desde que el primer libro salió (oloroso a tinta) de la imprenta de Gutenberg, en 1449, en Maguncia.

      La cultura, en general, y la cultura escrita, en particular, no tienen nada que lamentar y sí mucho que celebrar con el advenimiento de las tecnologías digitales. No podemos culparlas de nuestra pereza, pues la pereza es anterior a las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Lo cierto es que hoy, con el facilismo que brindan las tecnologías digitales, abundan los que, equivocadamente, quieren “pantallas impresas” y que son incapaces de leer no digamos un libro sino tan sólo un par de páginas de una revista impresa. Se fatigan a tal grado con la letra impresa que quieren que las publicaciones sobre el papel se parezcan a las publicaciones de la pantalla: sumarios, bullets y pies de fotos para no tener que leer, dicen, “demasiado”. Este tipo de lector no es necesariamente el fruto de internet, aunque internet haya facilitado su expansión, sino el resultado del desgano, la indolencia y la falta de aplicación y disciplina en todo tiempo y lugar y, sobre todo, del fracaso de la educación (de la formación morosa, amorosa y humanística) que les ha hecho creer que el libro y cualquier otra publicación deben leerse sólo en vísperas del examen o para presentar una tarea. Tampoco hay que moralizar al respecto, pero lo que sí debe decirse, y en esto no existe la menor duda, es que la más profunda y perdurable cultura no se ha hecho jamás, ni se hará nunca, únicamente con sumarios, bullets y pies de fotos. El PowerPoint es sólo un juguetito.

      Sea en papel o sea en pantalla es imposible que tengamos una cultura duradera y sustantiva sin leer las grandes creaciones escritas. No deja de ser ridículo que hoy existan junguianos que no hayan leído jamás un libro completo de Jung, o marxistas que ni siquiera conozcan, íntegro, el brevísimo Manifiesto comunista. Es muy simple: creen que los fragmentos o los comentarios en internet equivalen a la obra íntegra. La expresión “salvarse de los libros” (porque ya existe internet) es (tristemente) reveladora, incluso en profesionistas o, sobre todo, en ellos. Tal como afirma Gabriel Zaid, así como hay gente que cree que posee cultura porque tiene biblioteca en casa (aunque no la lea y ni siquiera la consulte), también hay quienes creen que saben y conocen, y pueden hablar de algo con autoridad, únicamente porque tienen tabletas, iPhone y otros dispositivos electrónicos potentes e “inteligentes” y están conectados todo el día a internet.

      Entre las muchas personas que hoy hablan con “gran conocimiento” sobre los libros de moda más comentados, al tono para la conversación y para brillar en las reuniones sociales, están quienes saben todo sobre esos libros aunque no los hayan leído y, posiblemente, jamás los vayan a leer, lo cual prueba la tesis central de Pierre Bayard en Cómo hablar de los libros que no se han leído: la no lectura es de lo más común, socialmente, y en especial entre quienes viven rodeados de libros y de comentarios sobre los libros que marcan la “actualidad”.

      Para Bayard, “hay más de una manera de no leer, siendo la más radical de ellas no abrir ningún libro”. Esta manera radical se da, sobre todo, en los sectores económicos y educativos más precarios, lo cual es comprensible, en tanto que hablar y parlotear sobre lo que se ojea y se hojea (sustituyendo el ejercicio de la lectura por el ojeo y el hojeo) son propios de los ámbitos cultivados, ilustrados e informados, con buen poder adquisitivo, pero con falta de tiempo para leer todos los libros de la comentada “actualidad”, lo cual también es comprensible y obvio. Se tiene dinero para comprar libros, se tiene noción de que leer libros es importante y recomendable, se posee, más o menos, un buen nivel educativo para comprenderlos o para disfrutarlos, pero se carece de tiempo para, realmente, leerlos; sobre todo, cuando el tiempo que sobra, después de las obligaciones laborales (académicas o no), se emplea en mandar mensajes por internet para comentar, con otros distinguidos mentirosos, las grandes lecturas que deben hacerse ya, sin admitir, por supuesto, que quien mensajea no las ha hecho y que, muy probablemente, no las hará jamás.

      La siguiente anécdota es significativa: a tres personas que me hablaron, con mucho entusiasmo y conocimiento, del libro El capital en el siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty (que hasta hace un par de años aparecía en todas las conversaciones “informadas” y de caché intelectual), les pregunté si ya lo habían leído y me respondieron que no, pero que estaban por hacerlo. La pregunta lógica es: ¿Y para qué querrían leerlo si sabían todo sobre él, puesto que hablaban como si ya lo hubieran leído? En poco tiempo (cosa de meses) se dejó de hablar de ese libro como algo novedoso, porque otras novedades emergieron y dejó de estar de moda Piketty hasta para los franceses. Los adictos a internet, incluso en el tema de los libros que no han leído, viven del inmediatismo.

      Esto me recuerda otra anécdota, una que refiere Gabriel Zaid en su libro El secreto de la fama (en su ensayo “Organizados para no leer”): “Una [cosa] notable (porque revela cómo el mundo académico se ha vuelto burocrático, y tiende a modelarse en la figura del ejecutivo, no del lector) empieza con la extrañeza de un director de tesis ante cierta afirmación: ¿Cómo puede usted decir tal cosa, si su bibliografía incluye tal libro? ¿Lo ha leído realmente? Breve respuesta ejecutiva: No personalmente”. ¿No personalmente? ¿Qué debemos entender por semejante barbaridad? ¿Cómo podemos leer un libro si no es personalmente? ¡Ah, claro, alguien (el asistente, el asesor, el chalán en turno) lo puede leer y luego pasarle al no lector tarjetitas o un resumen! A esto se le llama “leer” no personalmente.

      Los lectores sabemos una cosa que, hasta hace poco, era código universal: comenzamos

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