La prodigiosa vida del libro en papel. Juan Domingo Argüelles

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amplía, se expande, exponencialmente, con cada libro que nos atrapa e influye en nuestra existencia y cambia nuestro modo de pensar. Birkerts lo dice espléndidamente: “Abrir voluntariamente un libro consiste, en cierto sentido, en subrayar la insuficiencia de nuestra vida o de nuestra actitud hacia ella”, y concluye: “Los libros que me importan –libros de todas clases– son aquellos que provocan en mí una sacudida interna. Leo libros para poder conocerme a mí mismo.”

      Jorge Luis Borges advirtió que escribir un libro con el único propósito de escribir un libro es el peor motivo para escribirlo, pues “los libros deben escribirse solos, por medio del autor o a pesar de él”. En el caso de la lectura se puede decir algo parecido, tal como lo formuló Stephen Vizinczey: “Leer un libro para poder charlar sobre él no es lo mismo que comprenderlo”, y, a fin de cuentas, es el peor motivo para leerlo. Por otra parte, escribir y leer libros pueden ser dos divertidos pasatiempos, pero, mientras más lo sean, menos conducirán a un proceso transformador de la existencia. Los lectores deben saber, como también afirmó Vizinczey que “ningún escritor ha logrado jamás complacer a lectores que no estuvieran aproximadamente en su mismo nivel de inteligencia general, que no compartieran su actitud básica ante la vida, la muerte, el sexo, la política o el dinero”.

      Y, sí, en general, el futuro de la lectura depende del futuro de los lectores, depende, especialmente (mejor dicho, sobre todo), de la universidad y los universitarios, y esto no es cosa menor, pues, según lo ha visto Zaid, “los graduados universitarios tienen más interés en publicar libros que en leerlos”. No exagera. Uno de los mayores problemas que enfrenta la lectura es el analfabetismo funcional universitario: el analfabetismo de los que no quieren leer, sino haber leído, de los que no quieren lectura formativa, sino tan sólo información rápida y trivial. Es decir, de los que están ansiosos de “leer”, pero no personalmente.

      De esto trata este libro, cuya lectura tan sólo exige una sincera disposición, antaño quizá muy poca cosa, pero algo que, para muchos, hoy, puede ser demasiado. Siendo así, también debo aclarar y precisar dos cosas más. El libro y la lectura en la modernidad digital plantea recuperar la biblioteca personal como herencia indispensable del saber, ante el pavoroso abaratamiento de las temáticas y los géneros que ofrece la gran industria editorial a un público cada vez menos exigente; todo ello como consecuencia de un mercado que fueron deformando las editoriales de nulo interés cultural, y no se diga educativo, abocadas a la oferta de lo más epidérmico, pero de mayores ganancias comerciales. Quienes aún confiamos en los libros como extensión de la cultura, no debemos desvalorizar nuestra capacidad intelectual.

      Por lo que a mí respecta, siempre pienso que estoy escribiendo, y publicando, para dos mil lectores que todavía leen en serio, porque sé que todavía los hay. Los demás, muchísimos, que devoran esas cosas derivadas de YouTube, Facebook, etcétera, que se venden a pasto, siempre he sabido que no son ni serán mis lectores. No escribo para ellos, porque no tengo nada que decirles que realmente les interese. Reflexionar sobre la lectura y el libro es una necesidad más apremiante hoy que ayer, aunque sólo lean reflexiones sobre el libro y la lectura los lectores que no han perdido la confianza en el mayor invento del ser humano para alimentar la imaginación y la inteligencia.

      Por último, reivindico dos certezas. La primera: No estamos ante una crisis del libro (¡y ni siquiera del libro en papel, cuya facturación en México es del 99%, y en España del 96!), sino ante una crisis del pensamiento: una crisis de generaciones (de autores y lectores) cada vez más banales, pues a peores autores, peores lectores, y viceversa. “De generación en generación, nos vamos degenerando”, me dijo alguna vez José Emilio Pacheco, con maravilloso sarcasmo. La segunda: Hoy más que nunca debemos esforzarnos en no perder a los lectores serios y exigentes que todavía existen y de los cuales depende el futuro de la lectura como extensión educativa y cultural.

I. La información no es formación

      El paraíso digital puede esperar

      EN OCTUBRE DE 2008, EN LA FERIA DEL LIBRO DE FRÁNCfort, en Alemania, los expertos vaticinaron que, en diez años, el libro electrónico acabaría con el libro físico. Ya transcurrió esa década y es obvio que los adivinos deberían buscar otra profesión, cualquier otra, menos la de profetas. El libro en papel no sólo no ha desaparecido, sino que recobra fuerza frente al e-book, cuya producción mundial oscila hoy entre un 3 y un 30%; este máximo, únicamente en Estados Unidos, frente a porcentajes marginales en el resto del mundo, porque, como ha señalado Carmen Ospina, de Penguin Random House (El País, 14/10/2018), “el e-book no ha mejorado la experiencia lectora, no ha aportado nada más allá de la compra inmediata”.

      En el Informe mundial de libros electrónicos 2017, Estados Unidos ocupa el primer lugar con 30% del total de su mercado, y le siguen China, con 17%; Alemania, con 8%; Japón, con 5%; Reino Unido, con 4%, y Francia, con 3%. España no llega siquiera al 3%, y en América Latina es tan insignificante que México, por ejemplo, no alcanza ni el uno por ciento. Hay que decir, además, que, en general, en todo el mundo, el crecimiento del libro digital es más bien lento, y en los países donde tenía más impulso, éste se ha estancado, siendo el caso paradigmático el estadunidense en donde no ha conseguido pasar de su techo del 30%.

      Sin satanizar a las tecnologías de información y comunicación es necesario decir la verdad en relación con ellas, luego de que se han ido extendiendo y adentrando en el mundo acompañadas del discurso del mayor beneficio intelectual y cultural y el menor daño para el planeta. Pasada la euforia, y asentados en la realidad, podemos saber hoy que los libros en papel son menos contaminantes, más durables y más fácilmente reciclables que los dispositivos digitales, en particular, e internet en su conjunto. Que todavía los gobiernos y las empresas (en muchas ocasiones con auxilio de la academia y de los intelectuales) se jacten en mantener en su discurso la cualidad “inocua” de las TIC tiene que ver más con negocio, con dinero y con ideología que con ciencia y con conciencia.

      Quienes no leen sino lo que se escribe hoy y, además, ni siquiera en los libros, sino tan solo en las pantallas, muy probablemente ignoren lo que escribió Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa, libro publicado en el penúltimo año del siglo XIX:

      Las instituciones –es decir, los hábitos mentales– bajo la guía de las cuales viven los hombres, se reciben transmitidas desde un pasado remoto; más o menos remoto, pero en cualquier caso han sido elaboradas y transmitidas por el pasado. Las instituciones son producto de los procesos pasados, están adaptadas a las circunstancias pasadas y, por tanto, no están de pleno acuerdo con las exigencias del presente. Por su propia naturaleza este proceso de adaptación selectiva no puede alcanzar nunca a la situación progresivamente cambiante en que se encuentra la comunidad en cualquier momento dado, ya que el medio, la situación, las exigencias de la vida que imponen la adaptación y realizan la selección, cambian de día en día; y cada situación sucesiva de la comunidad tiende, a su vez, a quedar en desuso tan pronto como se ha producido.

      He ahí el antecedente de lo que más tarde Zygmunt Bauman denominará “las ambivalencias de la modernidad” y, más exactamente, “la vida líquida”, inestable, volátil, que cambia velocidad, comodidad y utilidad por solidaridad y acompañamiento; una modernidad que nos seduce porque resuelve rápidamente nuestros deseos, pero con el alto costo de ser una productora de desechos, de residuos, de excedentes incluso humanos: esos desperdicios de la vida o esas “vidas desperdiciadas” que ocasiona “el diseño social”, pues, como bien advierte Bauman, ahí donde haya diseño siempre habrá desperdicio (lo residual, lo sobrante, lo fuera de lugar, lo indeseable, lo no apto, lo obsoleto y, en general, las escorias, las virutas, las rebabas, después del “refinado” y el “acabado”), y todo ello en función de la economía, la política, el consumo y, particularmente, el consumismo, piedra angular de una sociedad que, en tanto mayor desarrollo alcanza, más desperdicios genera.

      Especialmente

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