La prodigiosa vida del libro en papel. Juan Domingo Argüelles

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siempre, parten de un error:

      Quieren hacernos creer que el libro –esa herramienta ideal para la lectura, tan perfecto como la rueda o el cuchillo, capaz de contener nuestra memoria y experiencia, y de ser en nuestras manos verdaderamente interactivo, permitiéndonos empezar y acabar en cualquier punto del texto, anotarlo en los márgenes, darle el ritmo que queramos– ha de ser reemplazado por otra herramienta de lectura cuyas virtudes son opuestas a las que la lectura requiere.

      Pongámoslo del siguiente modo: Si algunas generaciones fueron hijas de la bombilla eléctrica y del teléfono fijo a finales del siglo XIX, es obvio que las generaciones del siglo XXI son hijas del teléfono inteligente y de las plataformas informáticas móviles. La bombilla eléctrica modificó los hábitos: entre otras cosas, facilitó la lectura de libros hasta altas horas de la noche: no era lo mismo leer, dificultosamente, bajo la pálida luz de una vela, que leer bajo el resplandor de la lámpara eléctrica. El teléfono fijo logró que la gente pudiera comunicarse verbalmente por medio de lo que se llamó, en un principio, el “telégrafo parlante”.

      Pero las plataformas informáticas móviles y el teléfono inteligente hacen que el teléfono fijo se convierta en una antigualla, en una pieza de museo, y, además, trastoca el sentido de la comunicación: es un teléfono, pero ya no sirve únicamente para hablar y escuchar, sino sobre todo para “mensajear”, esto es para escribir y leer textos telegráficos, incluso con códigos sólo comprensibles para quienes comparten dicho argot. Es una evolución y una revolución en las comunicaciones, sin duda, pero al mismo tiempo es un retorno, simbólico, a la clave Morse de las primeras décadas del siglo XIX y a la telegrafía sin hilos, de Tesla y Marconi, de principios del siglo XX.

      Esto prueba que toda tecnología está asentada sobre una anterior; que, generalmente, en su evolución, facilita la vida cotidiana, crea y modifica hábitos, pero hay una cosa que nunca resuelve: la angustia del ser humano. Lo mismo en los siglos anteriores a la era cristiana que en los dos milenios después de Cristo, y ahora en la era tecnológica de la informática, los seres humanos seguimos padeciendo, metafísicamente, de lo mismo, la angustia, ¡y nada mejor para comprobarlo que las redes sociales de internet!, que se han convertido en el nuevo confesionario, sólo que ahora al margen de la intimidad y no en la privacidad con el sacerdote o con el terapeuta.

      Nadie podría negar que, pese a nuestro progreso renombrado, más de una vez (sobre todo si frecuentamos mucho internet) hemos estado dispuestos a darle, punto por punto, al mil por ciento, la razón a Macbeth: “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y sin ningún significado”. Y esta angustia no la curan ni los libros ni internet, pero internet, con su rapidez e inmediatez la amplifica y multiplica en su más maligna banalidad.

      Los hábitos cambian, se adoptan otros que pronto adquieren la sanción social y se convierten en aceptables y aceptados, a pesar de la tensión social y contra las presiones conservadoras. Pero los seres humanos seguimos siendo los mismos, con la única diferencia de que la exposición social se ha amplificado y que el ideal del éxito y la fama ha alcanzado grados de facilismo justamente por la eficacia de internet.

      En todo tiempo ha habido quienes han asesinado con saña a su madre, a su padre, a sus hijos; en todo tiempo hay quienes, contraviniendo la moral de la época, han practicado el exhibicionismo, el narcisismo y hasta el canibalismo. La diferencia es que hoy cualquiera puede hacerse famoso de la noche a la mañana (siendo esto justamente lo que persigue) por matar a su madre, destazar a su hijo, meterse un preservativo por la nariz y sacarlo por la boca, exhibir su pene o sus implantes y difundir la forma en que se comió al vecino y guardó lo demás en el refrigerador. Todo ello gracias a internet.

      Y, sin embargo, no podemos vivir quejándonos de la realidad nada más porque ésta no se adapta a nuestros deseos. Lo que sí podemos hacer es contribuir a que esa realidad sea menos triste y menos dañina, incluso, si es preciso, auxiliándonos con el paradójico consuelo que nos brinda John Stuart Mill: “Es preferible ser Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho” que, parafraseado por Carlos Fuentes, se resuelve en la siguiente síntesis coloquial: “Es preferible estar triste que estar tonto”. Esto es, justamente, lo que nos corresponde a quienes todavía confiamos en los poderes redentores del libro y la cultura escrita, independientemente del soporte en que se encuentren. La realidad real siempre estará por encima de la realidad virtual. Un día el libro fue piedra o tablilla de arcilla, luego fue papiro y pergamino, después papel y ahora pantalla. Después, quién sabe qué será.

      Los lectores también hemos cambiado, adaptándonos a las tecnologías, pero nuestra humanidad es la misma, a pesar de lo que se diga en relación con las mutaciones tecnológicas. En sentido opuesto, existen los que, corriendo sus riesgos, jamás se suben a la plataforma del progreso. Si Paul Auster no tiene computadora ni teléfono móvil, si primero escribe a mano y luego pasa el manuscrito a la hoja de la máquina mecánica que ha tenido por décadas y a la cual llama “mi vieja amiga”, la Olympia de la que habla en su libro La historia de mi máquina de escribir, queda del todo probado que ningún gran escritor necesita computadora, pues tampoco la necesitaron Juan Rulfo ni Borges, aunque sí García Márquez y Vargas Llosa, y, para decirlo con un obvio anacronismo, así como ni Sócrates ni Cristo tuvieron biblioteca, ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes ni Balzac ni Tolstói ni Chéjov ni Dostoievski ni Kafka ni Flaubert necesitaron computadoras.

      Las computadoras las necesitamos nosotros, no los escritores grandiosos ni los genios: las necesitamos los peatones de la cultura para tratar de hacer llegar la grandeza cultural, científica, artística e intelectual a quienes viven hoy, a causa de internet, inmersos en la banalidad, la frivolidad y, no pocas veces, en la estupidez y en la locura virtual a las que se refiere Umberto Eco. No estoy diciendo nada que no sea cierto. Las computadoras facilitan las tareas de un escritor, que ahora puede escribir y publicar más páginas y más libros, porque, además, internet le brinda mucha información, pero no le transmite talento ni mucho menos genio. Lo que es, lo es en mayor cantidad y con más velocidad, pero nada añade a la calidad o a la falta de ella.

      En una entrevista para el diario argentino La Nación (Verónica Dema, 29 de abril de 2014), Auster afirmó:

      Toda la gente quiere hacer grandes reclamos en favor de las nuevas tecnologías, pero si nosotros pensamos lo que pasó desde la Revolución Industrial vemos que primero decían que el tren iba a cambiar el alma humana y simplemente hizo que la gente se moviera más rápido; después, que los aviones iban a liberar tiempo y espacio y que las computadoras iban a alterarnos el cerebro. Pero de lo que la gente se olvida es de que nosotros tenemos cuerpos, que somos nacidos del cuerpo de una mujer y que tenemos dolores, emociones, que amamos, odiamos, nos enojamos y después nos morimos. Y las computadoras no nos van a salvar del tiempo. Entonces, realmente no sé cómo la vida es tan distinta con computadoras.

      En conclusión, seamos sensatos, seamos razonables, en vez de querer tener –neciamente– la razón. No regresaremos a las cavernas, porque no dudo ni un instante que aquel que se exilie en las cavernas, más por exhibicionismo que por hartazgo social, querrá llevarse consigo su smartphone. Hay mucha gente que no sabe que hay vida más allá de internet. Avisémosle, aunque no por ello vamos a evitar noticias como la que leímos el sábado 22 de septiembre de 2018: “Agotan en horas nuevos modelos del iPhone en la capital del país. Mexicanos se formaron desde el jueves en una tienda de Santa Fe”. La santa fe de la gente está depositada hoy en el iPhone.

      En lugar de crear una nueva religión a partir de las tecnologías digitales, podemos usar los avances tecnológicos para no olvidar nuestro pasado y para mantener viva la cultura heredada a la que no podemos renunciar, a la que no renunciamos incluso si decimos que no nos importa. En La industria del libro, Jason Epstein sentenció: “Las nuevas tecnologías crean sus propias infraestructuras. [Pero] no suprimen el pasado, sino que edifican sobre él”. Siempre ha sido así, y no creo que deje de serlo, porque el presente está hecho de historia: de larguísima memoria.

      Sócrates,

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