El final de la modernidad judía. Enzo Traverso

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El final de la modernidad judía - Enzo Traverso Prismas

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a la integración social y política de las minorías. Los rasgos específicos de la diáspora judía –textualidad, carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad– se adaptaban mejor a ellos (pese al antisemitismo de la Rusia zarista) que a los Estados-nación.14 Los imperios eran mucho más heterogéneos en el aspecto étnico, cultural, lingüístico y religioso que los Estados-nación y toleraban (o favorecían) la presencia de minorías diaspóricas. La legitimidad dinástica permitía perpetuar el viejo principio de la «Alianza con la Corona»: la sumisión de los judíos a un poder protector que garantizaba la libertad de comercio y de culto,15 una tradición antigua que finalmente sería cuestionada con el advenimiento del absolutismo y posteriormente de los Estados-nación, ya en el siglo XIX. La nación, por su parte, considerará a las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas un obstáculo a superar mediante la puesta en práctica de políticas de asimilación o, en su caso, de exclusión.16 La idealización retrospectiva y nostálgica del Imperio austro-húngaro de la dinastía de los Habsburgo a la que se entrega Stefan Zweig en El mundo de ayer (1942) es, sin duda, la mejor ilustración literaria de este amor de los judíos europeos por las autocracias liberales anteriores a 1914.

      La urbanización de Europa dio origen a grandes metrópolis en las que los judíos constituían minorías importantes. Los vínculos o las redes supraestatales que habían establecido desde hacía más de un siglo fueron uno de los vectores del proceso de integración económica del continente. Gracias a las leyes emancipadoras conocieron un auge considerable y los más poderosos de ellos fueron acogidos en el seno de las élites europeas. En Francia existía una alta burguesía de negocios ya desde la monarquía de Julio que se consolidaría bajo el Segundo Imperio, época en que los hermanos Pereire desempeñaron un papel muy relevante en la creación de una red nacional de ferrocarriles. En 1892, de 440 propietarios de establecimientos financieros, se calculaba que entre 90 y 100 eran judíos.17 En Alemania, 29 de los 600 primeros contribuyentes eran judíos en 1910. Los judíos estaban bien situados en el núcleo de la burguesía industrial, financiera y comercial. Tendencias similares se registraban en esa misma época en el Imperio austro-húngaro.18 Su cultura basada en los textos, en la escritura, facilitó su posición en el centro de la emergente industria cultural, que giraba en torno a las empresas editoriales y la prensa. El periodismo se convirtió así en una profesión «judía», al igual que el comercio o las finanzas. Sin embargo, aquello fue el «canto de cisne» de la aristocracia, en una Europa dinástica minada por el ascenso de los nacionalismos, que llegado el momento pondría de manifiesto la fragilidad de la Emancipación. En efecto, ni la experiencia histórica ni la estructura diaspórica de los judíos se ajustaban al léxico de la modernidad política, dominada por la tríada Estado, nación, soberanía.19 El concepto de «pueblo judío» definía a una comunidad religiosa, no a un grupo étnico, pero cuando este pueblo engendró una cultura nacional (en la Europa central y oriental de lengua yiddish) ésta revestía una dimensión diaspórica que trascendía las fronteras de los Estados. Esta «semántica ambigua» entró inevitablemente en conflicto con los Estados-nación surgidos del Tratado de Versalles, tras el hundimiento de los diversos imperios. En los Estados-nación los judíos encarnaban la modernidad y polarizaban el rechazo de las fuerzas conservadoras. En Francia se convirtieron en el blanco de los legitimistas y de los nacionalistas que se oponían a la Tercera República. En Italia, de los católicos apartados por la monarquía piamontesa que había dirigido la unificación de la península. En Alemania, de los conservadores resueltos a preservar el carácter cristiano de la monarquía prusiana. Después de 1918 los judíos pasaron a ser una minoría vulnerable que –fuera ya del espacio heterogéneo, multinacional y pluriconfesional de los antiguos imperios– era percibida como un cuerpo extraño en el seno de los nuevos Estados, viéndose expuestos al ascenso de los nacionalismos. Se convirtieron en el chivo expiatorio de una guerra civil europea que la Alemania nazi llevaría finalmente al paroxismo.

      Siguiendo los pasos de Hegel, para quien la ausencia de un pasado estatal sería la característica de los «pueblos sin historia», Ernest Renan había identificado en el siglo XIX a los judíos como una «raza» reconocible casi exclusivamente por sus «caracteres negativos: ni mitología, ni epopeya, ni ciencia, ni filosofía, ni ficción, ni artes plásticas, ni vida civil; en conjunto, ausencia de complejidad, de matices, sentimientos exclusivos de la unidad».20 La última versión de esta tesis es la del historiador Arnold Toynbee, quien en 1934 definía a los judíos como una diáspora «fósil» y «petrificada», el residuo de un pasado ya superado.21 Se comprende la dificultad de la tarea a la que se entregaron los sabios y eruditos de la escuela de la «Ciencia del Judaísmo» (Wissenschaft des Judentums) –de Nachman Krochmal, Leopold Zunz y Ludwig Geiger a Heinrich Grätz, Moritz Güdemann e incluso Simon Dubnov, su continuador ruso– para lograr que se reconociese la existencia de una historia judía.22 Sus esfuerzos chocaron con la incomprensión de las historiografías nacionales, para las que, en el mundo moderno, los judíos no eran sino un atavismo. La historiografía judía del siglo XIX abandonó la visión teológica antigua y la sustituyó por una nueva interpretación en el centro de la cual se sitúa un «espíritu del judaísmo» que conforma una entidad colectiva (el Volksstamm de Graetz), cuyos logros podían ser estudiados en términos económicos, sociológicos y culturales. Esta entidad colectiva, sin embargo, quedaba excluida de la condición de nación ya que ésta, según las categorías hegelianas, solo podía conferirla una existencia estatal. Oscilando entre Fichte, Herder y Renan, la historiografía judía del siglo XIX estaba llamada a pensar al «pueblo judío» según un modelo nacional, historizando el relato bíblico.23 Este «pueblo» era visto, en términos románticos, como una especie de entidad innata, orgánica e intemporal, cuya historia ilustraba su realización. Esta historiografía, por tanto, no pudo sustraerse a las trampas de la Emancipación, quedando prisionera de sus contradicciones, pese a sus enormes progresos. Solo el sionismo alcanzaría a resolverlas, transformando al pueblo del Libro en una entidad etnocultural y su pasado en una epopeya nacional, que culminó en la condición estatal.24

      Hannah Arendt, apoyándose en una intuición de Max Weber y de Bernard Lazare, entró de lleno en aquella «semántica ambigua» de la historia política judía para forjar un nuevo concepto: el judaísmo paria. La invisibilidad, la exclusión del espacio público y la «falta de mundo» eran a sus ojos los rasgos más característicos del judío paria, pese a la riqueza cultural que había demostrado con creces.25 Procedió así a descifrar el significado del totalitarismo analizando su surgimiento como producto de la crisis del sistema de Estados-nación. En cierta forma, la modernidad judía coincidió con la trayectoria del judaísmo paria. Poner fin a esa «semántica ambigua» será la obsesión del sionismo, hijo de los nacionalismos del siglo XIX. Para el sionismo, los judíos debían acceder a una existencia «normal»: nación, Estado, soberanía. Otros pensadores, en el polo opuesto, la asumieron al objeto de hacer saltar la propia semántica política de la modernidad occidental, que desde su perspectiva no era, en el fondo, sino un sistema de dominación. Los atributos que hemos señalado anteriormente (textualidad, carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad) formaron el sustrato de las vanguardias intelectuales judías. En el plano político, alimentaron el internacionalismo de Marx y de Trotsky.

      La anomalía judía se aloja así en el corazón mismo de las tensiones que marcaron el proceso de modernización de Europa a lo largo del siglo XIX y posteriormente su crisis, entre las dos guerras mundiales. Si la judeofobia tiene una trayectoria milenaria, el antisemitismo nació en la segunda mitad de la secuencia histórica a la que hemos hecho referencia (1850-1950). Durante este periodo el judío encarnó la abstracción del mundo moderno, dominado por fuerzas impersonales y anónimas. La sociedad de masas era percibida como un universo hostil conformado por las grandes ciudades, el mercado, las finanzas, la velocidad de las comunicaciones y de los intercambios, la producción mecánica, la prensa, el cosmopolitismo, el igualitarismo democrático, la cultura transformada en mercancía por mor de la imprenta, la fotografía y el cine. En medio de este cataclismo el judío emerge como la personificación de la modernidad, de una modernidad en la que todo es susceptible de medida y de cálculo, pero todo es a la vez inaprehensible, está separado de la naturaleza, y queda asimilado

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