De Rodillas. Shanae Johnson
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El ajuste de su prótesis que probablemente se había aflojado. Se quedó quieto y se quitó la ropa, empujando su muñón hasta que escuchó los clics de su prótesis que volvían a colocarse en su lugar.
“La vieja bola y yo no nos estamos llevando bien”, dijo Dylan mientras se enderezaba. La prótesis de la pierna le daba una pulgada extra. Al menos eso era un beneficio.
“Tu cuerpo se está curando”, dijo el Dr. Patel. “Todos los hombres aquí están sanando sus cuerpos. Pero tú además tienes que curar tu corazón. El amor cura las heridas internas.”
Dylan ya había escuchado antes ese comentario. Él había aceptado la terapia para su mente. Después de todo lo que había pasado, había reconocido que necesitaba hablar con alguien sobre los horrores de la guerra. Pero no le gustó cuando el buen doctor se refirió a su corazón.
“Quizás deberías traer a tu familia aquí?”, sugirió el Dr. Patel.
Dylan negó con la cabeza. No quería ver a su familia. Y ellos habían sido claros cuando dijeron que, ahora que era sólo la mitad de un hombre, estaban bien sin él.
“O quizás salir del rancho para una cita?”, ofreció el Dr. Patel.
Ninguno de los veteranos que se quedaban en el racho salían a citas. Bueno, excepto por Xavier Ramos. Ramos todavía tenía todas sus extremidades y su buena apariencia. Las mujeres con las que salía no podían ver sus cicatrices a menos que se quitara la ropa.
“Sin embargo, todavía soy escéptico sobre las citas con las aplicaciones de los teléfonos y los programas de informática”, dijo el Dr. Patel. “En mi país, confiamos en nuestros mayores para encontrar a nuestros compañeros de vida.”
Dylan había visto a la Sra. Patel muchas veces. Le reconfortaba ver a la pareja junta. Ambos se cuidaban mutuamente, regalándose sonrisas secretas y preocupándose por los pequeños detalles.
Dylan siempre se había imaginado así de afortunado. Pero la mujer a la que le había dado un anillo, se lo había devuelto antes de que dejara el hospital. Sus heridas no le habían permitido ir tras ella. Su orgullo no se lo hubiera permitido. Su corazón no era una prioridad.
“No estoy buscando amor en este momento”, dijo Dylan. Pero evitó decir “de ninguna manera”.
No volvería a buscar amor. Si su propia familia no podía amarlo, si su prometida lo había dejado después de ver en lo que se había convertido, cómo podía una extraña amar al hombre que sería por el resto de su vida.
“Eso es lo que sucede con los matrimonios arreglados”, dijo el Dr. Patel. “Primero tienes a tu compañera. El amor llega con el tiempo.”
“Estás listo para empezar nuestra sesión?”, preguntó Dylan, indicando el camino a la oficina del Dr. Patel para poder cambiar de tema. “He tenido algunas pesadillas.”
A diferencia de otros veteranos del rancho, Dylan nunca tenía pesadillas. Dormía sin tener sueños y en completa oscuridad.
Una vez más, el Dr. Patel no se dejó engañar, pero dejó que Dylan lo guiara a su oficina. Dylan sabía que el viejo hombre tenía buenas intenciones, pero ese no era el camino que él quería seguir. Había sido lastimado lo suficiente en esta vida.
Capítulo Dos
Capítulo Dos
Maggie miró hacia abajo al animal durmiendo en la camilla de cirugía. Las luces de las lámparas iluminaban la habitación, sin proyectar sombras. El bisturí en su mano no estaba haciendo su magia habitual, y ya no tenía más trucos bajo la manga. El perro perdería ambas patas traseras.
Aunque el perro todavía estaba dormido, su labio inferior temblaba como si supiera lo que estaba por suceder. Parecía como si estuviera tratando de mantener el labio superior rígido ante el problema. Ella, más que cualquier otra persona, lo comprendía bien. La vida había golpeado al pequeño y lo había empujado para que lidiara con ello por su cuenta.
No tenía identificación. Tampoco collar. Lo habían dejado en el ingreso de la veterinaria temprano durante la mañana. Maggie había llegado para ver al animal sangrando en los escalones. La había mirado con desconfianza, demasiado cansado como para gruñir. Sus ojos simplemente se habían cerrado, resignados mientras esperaba que ella le hiciera aún más daño. Lo que ella hizo fue levantarlo y ponerse a trabajar.
El perro no podía contarle a Maggie su historia. A pesar de que ella nunca había sido lastimada físicamente, había recibido muchos golpes emocionales. Había sido abandonada por sus padres cuando estaba todavía en la escuela. Literalmente, mientras ella se encontraba en la escuela. Ellos simplemente la dejaron allí y nunca fueron a recogerla.
Había ingresado en el centro de acogida para esperarlos. Nunca regresaron.
Al principio, lo tomó como algo natural. Ella sabía que muchos animales abandonan a sus crías a una edad temprana. Pero esa idea no duró mucho, mientras continuaba viendo padres que buscaban a sus hijos en la escuela, llevándolos en sus coches a sus casas. Ella vio como los hermanos y los niños de su vecindario o los niños con el mismo interés formaban manadas y se mantenían unidos, aprovechándose de cualquiera que fuera un niño solitario.
Maggie estaba sola. Los otros niños en el centro de acogida tampoco la habían aceptado en su grupo o, habían sido adoptados y nunca regresaron. Maggie nunca había tenido un compañero; al menos no uno humano.
Ningún adulto había reclamado por ella. Había sido abandonada para que se pudriera en el sistema, sin encontrar nunca una familia que la adoptara. La habían dejado, una palabra que se usa para un cheque o para la mano de obra barata, hasta que llegó a la mayoría de edad y pudo salir de ese círculo vicioso.
Pero ese pobre perro ya no podría pararse en sus cuatro patas debido a las heridas. No volvería a correr. Nadie querría un perro discapacitado. No tenía a nadie que lo defendiera y ahora lo abandonarían de manera permanente.
Maggie dejó el bisturí y tomó la jeringa llena con un líquido azul. El pentobarbital daría un poco de clemencia a la pobre criatura. Ella lo sabía. Había visto innumerables casos que comenzaron con una herida o una enfermedad simple, y habían terminado en esa mesa, bajo esas luces, en mitad de una sala de operaciones sin nadie que viera o se preocupara por lo que sucedía.
“Maggie, apurémonos. Tengo una cita en el campo de golf a las 14.”
El Dr. Art Cooper era el propietario del lugar donde Maggie estaba llevando a cabo la cirugía. Tenía un guión para momentos como estos y la historia siempre terminaba de la misma manera.
“Sólo termina para que pueda cerrar la tienda”. Dijo las palabras sin mirarla a ella ni al animal moribundo.
Un sonido del otro lado de la puerta llamó la atención del Dr. Cooper. Pudo ver el interés en su rostro cuando vio pasar a una de las nuevas enfermeras. Por supuesto, él le sonrió. Tenía que conservar la apariencia de que era una buena persona.
Un segundo después, su rostro de interés se volvió en uno de emoción al ver ingresar a una cliente con su gato viejo, apestoso y artrítico.