Historia contemporánea de América. Joan del Alcàzar Garrido
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El principal problema que tuvo que superar Pedro I tras proclamar la independencia fue el de mantener y asegurar su gobierno imperial. Con esta finalidad, en mayo de 1823, reunió a una Asamblea Constituyente con diputados de todas las provincias de Brasil. Éstos redactaron un proyecto que no gustó al emperador porque limitaba sus poderes. Disolvió la asamblea y desterró a los diputados más extremistas. Un consejo nombrado por él redactó un nuevo texto constitucional que fue aprobado en marzo de 1824. Esta carta estableció una monarquía constitucional hereditaria con dos cámaras y un gran poder del monarca: el emperador tenía el poder moderador que lo facultaba para nombrar a los senadores de forma vitalicia y a los ministros, y para vetar los actos legislativos. El emperador también tenía la facultad de nombrar a los presidentes de las asambleas provinciales y municipales que las controlaban.
El centralismo de esta facultad imperial tropezó con la oposición de los federalistas, que en el norte, entre Paraíba y Ceará, intentaron sin éxito independizarse con la creación de la Confederación del Ecuador, en 1824. Los federalistas de la provincia Cisplatina tuvieron más suerte gracias al apoyo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Los uruguayos de la provincia Cisplatina se alzaron en 1825 y, tras vencer en 1827 a las tropas brasileñas en Ituzaingó, consiguieron la independencia en 1828 y, más tarde, se incorporaron como república federada a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Pedro I tampoco pudo retener las regiones de Moixos y Chiquitos, que volvieron a la jurisdicción del Alto Perú como consecuencia de las presiones de Bolívar y Sucre (Mello, 1963).
Pedro I gobernó con poca participación del Parlamento y resolvió los problemas financieros de forma parecida a las primeras medidas del Congreso Continental Norteamericano. La situación de la hacienda pública era nefasta, puesto que João VI y su corte se habían llevado sus riquezas y los fondos depositados en el Banco Nacional de Brasil. Para solucionarlo, Pedro I emitió papel moneda sin control y provocó una inflación galopante.
En 1826 heredó la Corona portuguesa, pero no dejó el imperio, y abdicó para que fuera reina de Portugal su hija María. Contra el reinado de María II en Portugal se enfrentó Miguel, el hermano de Pedro I. El monarca brasileño apoyó a su hija en la guerra contra éste y como consecuencia de ello crecieron las desavenencias con los notables brasileños, sobre todo con los liberales.
Las pérdidas territoriales de anteriores conquistas en las fronteras, el malestar de los federalistas, la falta de comunicación con los diputados del Parlamento, la crisis económica y la costosa intervención en los inciertos asuntos dinásticos de Portugal llevaron a Pedro I a una situación muy difícil. Después de una crisis ministerial abdicó en su hijo Pedro, de cinco años y, el 7 de abril de 1831, abandonó Brasil camino de Portugal. Como dice Bethell (1991), hasta este momento la independencia de Brasil había sido incompleta, y sólo con la marcha de Pedro I puede afirmarse que el proceso de separación de Portugal concluyó.
Según el texto constitucional, tres miembros elegidos por las dos cámaras ejercerían el gobierno si el sucesor de la Corona era menor de edad. En 1834 se modificó esta disposición con un acta adicional, que estableció el gobierno de un regente solamente en un período máximo de cuatro años. El acta adicional también creó la Guardia Nacional, para sustituir a la abolida Milicia Colonial, y modificó el régimen de gobierno provincial: se permitió cierta autonomía en las cuestiones provinciales a las asambleas respectivas. Con esta reforma se pretendía evitar nuevas insurrecciones federalistas como las que se produjeron nada más empezar la regencia en Pará (1831), Minas Gerais (1833), Mato Grosso (1834) y Maranhão (1834); pero la descentralización de 1834 no evitó nuevas insurrecciones provinciales más violentas y difíciles de parar que las precedentes. El conflicto más grave fue el de los republicanos de Río Grande do Sul, iniciado en 1835 y que duraría hasta 1845.
Paralelamente a estos conflictos federalistas y republicanos, también se dieron enfrentamientos de palacio entre opciones de diversa ideología. La reforma constitucional de 1834 fue consecuencia del primero de estos conflictos. El emperador dejó como tutor de su hijo a José Bonifacio de Andrada, que había estado junto a Pedro I en los años de la independencia (Sousa, 1945). Andrada impulsó la corriente restauradora de Pedro I, que intentó un pronunciamiento en 1833, encontrando una fuerte respuesta del Parlamento, que modificó el texto constitucional en 1834, bajo la iniciativa de los sectores moderados. Éstos, que estaban cerca de posiciones liberales, gobernaron hasta 1837: su principal representante fue el regente, el padre Diego Antonio Feijó.
Tras morir Pedro I en 1836, los restauracionistas estructuraron una corriente conservadora a la cual se añadirían algunos moderados. En 1837 la regencia pasó a Pedro Araujo Lima, quien se identificó con los conservadores. En 1840 impusieron una ley interpretativa del acta adicional de 1834, que dio mayores poderes al presidente de las asambleas provinciales y le concedió el derecho de vetar la legislación emanada de las mismas. Este hecho motivó nuevas insurrecciones republicanas en Bahía y Maranhão, que fueron sofocadas. Durante este gobierno conservador, los jefes del levantamiento de Río Grande do Sul consiguieron mayor fuerza y se proclamaron república independiente en 1838.
Los liberales (luzias) reunían a los hacendados más progresistas de Brasil y se articularon como oposición bajo la dirección de Antonio Carlos Andrada, el nuevo jefe de la poderosa familia Andrada tras la muerte de José Bonifacio. Para quitarle el poder al regente, propusieron que se adelantara la mayoría de edad de Pedro II y, en 1841, cuando tenía quince años, fue proclamado emperador.
En conclusión, se puede afirmar que la monarquía de Pedro I garantizó, durante la independencia y después de ésta, la integridad territorial de Brasil, que se constituyó en Estado independiente con el territorio de la vieja colonia. La regencia sirvió para que las corrientes de opinión pública acabaran configurándose como partidos políticos y el Parlamento asumiera su poder. Los problemas iniciales de la regencia, la descentralización moderada de 1834 y la muerte de Pedro I generaron una reacción conservadora que ocupó a la regencia desde 1837. El gobierno conservador y su ley, de nuevo centralizadora, convencieron a los liberales de pensar en la monarquía como un remedio al prolongado gobierno conservador de la regencia y no como un poder negativo. Conservadores y liberales aceptaron por primera vez sin reticencias el régimen imperial en 1840 como la mejor opción de futuro. El imperio garantizaba la integridad territorial del Estado hijo de la vieja colonia, pero continuaron existiendo problemas importantes.
1.5 Las colonias europeas del Caribe y las colonias británicas de Canadá
Durante los procesos de las diversas independencias, la América insular adquirió un papel estratégico y económico muy destacado para las potencias europeas, sobre todo las islas del Caribe. Esta circunstancia explica, seguramente, por qué las islas no se independizaron de las metrópolis europeas; con la única excepción de Haití, cuya independencia fue muy particular. Vayamos por partes.
Tradicionalmente, las islas de los españoles en el Caribe habían sido un terreno privilegiado para dirimir los conflictos entre el Imperio hispánico y las otras potencias europeas (Laviana, 1991). Como hechos más destacados de estos conflictos es necesario citar que la pérdida de las islas del Caribe por los españoles continuó y, tras la guerra de los Siete Años, cedieron su parte de la isla de Santo Domingo a los franceses en 1795 y perdieron la isla de Trinidad en 1797 en favor de los británicos, quienes también estaban muy interesados por Puerto Rico y ocuparon momentáneamente La Habana entre 1762 y 1763. La principal consecuencia de la ocupación británica de La Habana y