Ostracia. Teresa Moure
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Había que mantener la cabeza fría. ¡Menos mal que Inessa no mencionaba en su escrito el incidente que había motivado su distancia...! ¡Menos mal! ¿Cómo decía ella? ¿Que podría aguantarse sin los besos? ¡Que solo deseaba verlo y hablar con él! ¿Cómo podía haber escrito algo tan directo? Imprudente. Aunque ella siguiese en combate, él ya se había retirado. Tarde o temprano entendería la muy obstinada. Desistiría. Pero esta mujer era imprevisible. Y linda. Imprevisible, obstinada, inteligente y loca... Pero linda. Ya en la carta anterior se había atrevido a acusarlo de arrogante. Debía medir sus palabras con Inessa. Él, inocentemente, había pretendido lisonjearla diciendo que solo había mantenido a lo largo de su vida estrechas relaciones de amistad y respeto con muy pocas mujeres. Y ella había respondido con una protesta enérgica, tergiversándolo todo, admirándose de que hubiese habido solo dos o tres mujeres en su vida que le mereciesen respeto. Nunca había escrito tal cosa. ¡Que solo había valorado a tres mujeres él, que siempre se preocupaba en sus intervenciones públicas de insistir en la importancia de la cuestión femenina! Lo que había dicho es que su amistad incondicional, su respeto absoluto y su confianza más extrema estaban consagrados a unas pocas personas que, por casualidad, eran mujeres; algo completa y absolutamente diferente a la interpretación que ella daba. Estaba claro que debía hablar con ella de estos asuntos, el cuándo no importaba mucho. Buscaría el momento. Detestaba perder la cohesión con la gente que realmente valía la pena, como ella. Inessa contaba con su afecto y su admiración, como su madre y como Nadia. Y, además, era la única persona que podía emprender algunas misiones imprescindibles para el Partido. Ahora respondería su carta sin sentimentalismos, dándole consejos sobre lo que debía decir en la reunión de marxistas rusos en Bruselas y dejando esos irritantes tira-y-afloja de enamorados. La carta debía ser tan transparente que, si Nadia la viese, no hubiese nada en ella que la pudiese molestar. ¡Qué estaba diciendo! La carta debía estar redactada de manera que nadie pudiese leerla en otra clave distinta... una carta breve, con sujetos y predicados claros, que no diese lugar a equívocos. Inessa siempre había actuado como si el lazo de unión entre ellos fuese particularmente estrecho, como si no hubiese más mundo, aunque él fuese un hombre casado con una mujer irreprochable y se viese obligado a ser un ejemplo para los suyos. “Nuestras vidas no las decidimos nosotros: arrastramos lo que la historia les va poniendo encima”, pensó, y se sintió viejo al instante.
Y, por mucho que él quisiese atenderla, no tenía tiempo ni ganas para hacerlo. Ya no. Menos aún estando tan lejos. Él seguía viviendo apartado de todo en Polonia, en la tierra de los malditos Habsburgo, donde recibía diariamente noticias de Rusia. Había sabido de las huelgas en Petersburgo contra el gobierno y contra los propietarios de las fábricas. Por primera vez, su intuición le soplaba en la oreja que los Románov podían tener los días contados. Pero, antes de mandar cualquier directriz, precisaba mayores certezas. Solo podemos dar las batallas que estemos seguros de ganar, se repitió cansinamente, como quien encuentra consuelo en pronunciar una letanía, mientras abandonaba la carta de Inessa. Decididamente con esa jaqueca que lo perseguía, no lograba reunir fuerzas para contestarle a alguien tan vehemente, con quien debía medir las palabras que usaba. Tenía, eso sí, que ocuparse de mandar instrucciones a Inessa para el encuentro en Bruselas, si quería triunfar en las discusiones con los demás socialistas de Europa, pero también tenía que ocuparse de otros fuegos. Comenzaba a repetirse insistentemente la insinuación calumniosa de que Malinovski era un agente de la policía. Al principio no le había dado mucha importancia, pero el rumor seguía creciendo, aunque él confiase en Malinovski. Pertenecía a la Duma y al Comité central y, sobre todo, era el mejor orador de Rusia, el único que sabía hablar el mismo lenguaje de los obreros, el que se portaba en todo momento tal y como debe hacer un bolchevique. Formaría una comisión investigadora y punto. Metería a Zinoviev también... y, si era necesario, que juzgasen al propio V.I... Sí, ¡saldría reforzado de un juicio interno! Menos mal que, al menos Malinovski no andaba pidiéndole besos. ¡Cuánto más simples eran las cosas entre hombres! ¿Besos? Un poco de aire expelido con un movimiento de los labios... ¿eso era lo que ella quería? Bastaría con que él acabase la carta con la palabra besos para que ella se sintiese aceptada de nuevo... ¡Qué lío era ese! ¡Alguien debería traerle un té! Si seguía doliéndole tanto la cabeza, el día de trabajo que tenía por delante se estropearía. Mañana mismo escribiría a Inessa. ¿Cómo era eso de que podría aguantar sin los besos? ¡Quién puede preocuparse de besos en medio de una revolución! ¡Qué desastre!
3
Cuando Várvara entró en el vestíbulo del Grand Hotel de Estocolmo, no tuvo más que echar un vistazo alrededor para saber cuál era la mujer con quien iba a encontrarse. En un ángulo del vestíbulo, apoyada en una mesita tomando notas apresuradas, estaba quien, con toda certeza, tenía que ser ella: un rostro amable, enmarcado por unas cejas en forma de arco, con el cabello corto que dictaba la moda. Vestía una blusa blanca de lazo y en ese momento tiraba de él como quien quiere calmar sus nervios sin pensar en serio en deshacerlo, mientras inclinaba el cuerpo como si tuviese ganas de abandonar el teléfono pegado a la oreja, pero no consiguiese cortar el discurso de quien estaba al otro lado. Al batallar con el aparato, los ojos de ellas dos se encontraron fugazmente y Várvara se sintió analizada y comparada. La mujer de arcos sobre los ojos dejó por fin el auricular y avanzó, con paso decidido, a su encuentro.
−Várvara Armand, ¿verdad? –pronunció sonriendo y le tendió la mano sin esperar respuesta–. Te reconocería entre un ciento.
−Sí, señora... –La voz de Várvara sonó muy baja. Se había sentido molesta con la frialdad del saludo, pero ¿qué esperaba? ¿Que la abrazase dulcemente? ¿Que la besase en la cara? ¡Eran dos desconocidas! Se sorprendió de cuánto se castigaba siempre. Su diálogo interior estaba lleno de recomendaciones que se dirigía, de instrucciones. Tal vez nunca madurase bastante.
−Eres el vivo retrato de tu madre.
La sombra de las madres raramente es tan alargada, pero Várvara ya estaba habituada. Para todos aquellos que tenían algo que contar en esta investigación que había emprendido sin mucha convicción, ella era simplemente la hija de Inessa. Se esforzó por parecer decidida, aunque aquella mujer mítica que tenía delante, que había participado en la revolución rusa y que ahora vagaba por el mundo en extraña misión diplomática, la intimidase. Sí, debía reconocerlo: estaba reservada y dispuesta a replegarse a la primera dificultad.
Las conversaciones, incluso cuando son pautadas previamente, con correspondencia y llamadas telefónicas, son campos de batalla: una alusión inconveniente, una pregunta mal formulada y aquella mujer que sin duda tenía una opinión no muy positiva de su madre, se cerraría en sí misma. Várvara era una mujer culta, con desenvoltura natural, pero de escasa experiencia política, apenas la justa para saber que no se permitiría parecer insegura. ¡Si por lo menos tuviese con ella a Inna! Su hermana era la digna hija de Inessa, dotada como ella de mano hábil para las cuestiones problemáticas. Várvara, en cambio, con una formación que consideraba menor, básicamente artística, orientada al teatro y a la escenografía, donde no entraban las raras artes del periodismo, estaba intimidada. Ahora, cuando tenía que abordar la entrevista, echaba en falta disponer de mejores recursos. No contaba con la predisposición general de su entrevistada por las mujeres osadas, aquellas que rompen con lo establecido, las que desafían, las que se sacuden. En los minutos siguientes la reconfortó la facilidad con que se sucedieron las primeras frases, esa cortesía inevitable, las preguntas