Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea. Elisa Di Biase
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Fuentes diversas dan cuenta de que los aztecas se consideraban originarios de una ciudad llamada Aztlán, “lugar del color blanco” o “de las garzas”. Ignoramos si este sitio es verdadero –y, como lo señalaría el recuento de la procesión de los aztecas, se encuentra en algún lugar al norte del valle de México– o si se trata de un espacio mítico. Éste no es el lugar para hacer una disquisición al respecto. Baste señalar que, tanto gran parte de la caracterización de Aztlán, como la de la peregrinación del pueblo azteca, se encuentra también en otros mitos de pueblos migrantes, como los toltecas y los chichimecas, y que la descripción de su ciudad originaria coincide en buena medida –sobre todo en su constitución lacustre– con la de la México-Tenochtitlan, la ciudad fundada al final de la peregrinación, de manera que puede pensarse que Aztlán es un lugar mítico, espejo de Tenochtitlan, que da a la peregrinación de los aztecas una estructura circular.
Después de su salida de Aztlán, entre los años 890 y 1111, los mexicas habrían avanzado, guiados por Huitzilopochtli, dios de la guerra, en búsqueda de un lugar en donde fundar su nueva ciudad. Su peregrinación habría durado entre 214 y 435 años. De acuerdo con Eduardo Matos Moctezuma, director del Programa de Arqueología Urbana de la Ciudad de México,
El 13 de abril de 1325, año que varias crónicas señalan como el de la fundación de Tenochtitlan, ocurrió un eclipse total de Sol. El fenómeno comenzó a las 10:54 de la mañana y tuvo una duración de 4 minutos y 6 segundos conforme a los cálculos de astronomía moderna hechos por Jesús Galindo. Un fenómeno de esta naturaleza debió de tener un impacto enorme en una sociedad que, como la mexica, estaba pendiente de los movimientos celestes y bien sabemos que los eclipses, especialmente uno de esta magnitud, eran considerados como la lucha entre el Sol y la Luna, de la que, finalmente, el primero salía triunfante (Matos, 2006: 41).
Esta lucha entre el Sol y la Luna, que caracteriza la historia del nacimiento de Huitzilopochtli,5 dios tutelar de los aztecas, marca la fundación de la ciudad en más de una manera. No se queda en el relato de la génesis del dios que representaría al sol en su culto, sino que se materializa, como veremos a continuación, en la señal divina que localizaría el sitio donde debía ser edificada Tenochtitlan. Existe una primera señal que comienza a marcar el territorio como sagrado y prepara la aparición de la marca definitiva. Dice el Códice Ramírez que mientras los aztecas buscaban la señal de su dios Huitzilopochtli, lo primero con lo que se encontraron en medio de los tunales y carrizales del lago fue
[...] una sabina blanca muy hermosa al pie de la cual manaba aquella fuente; luego vieron que todos los sauces que alrededor de sí tenía aquella fuente, eran todos blancos, sin tener ni una sola hoja verde, y todas las cañas y espadañas de aquel lugar eran blancas, y estando mirando esto con grande atención, comenzaron a salir del agua ranas todas blancas y muy vistosas [...] (Códice Ramírez, 1979: 36).
Después de esta visión hierática, en la que todos los elementos de la fuente lacustre resplandecen en el color blanco como sacados de su ser habitual y elevados a arquetipo, los sacerdotes aztecas, satisfechos, pensando que ya habían encontrado la señal para construir su ciudad, se van a descansar. Pero Huitzilopochtli se le aparece en sueños a uno de ellos y le avisa que aún faltan más cosas por ver. Le recuerda que Copil, sobrino del dios,6 había sido vencido en los alrededores,que su corazón había sido lanzado en medio del lago y que ahí había caído sobre una roca en la que creció un tunal que era el asiento del águila devoradora de serpientes y, por lo tanto, el sitio que les había señalado para la construcción de su ciudad. Al día siguiente, prosiguen con la búsqueda del ave majestuosa, a la que encontraron con las alas extendidas hacia los rayos solares. Cuando los vio, el águila bajó la cabeza en señal de reconocerlos y saludarlos. Fernando Alvarado Tezozomoc lo cuenta así en la Crónica Mexicáyotl:
Pues ahí estará nuestro poblado, México Tenochtitlan, el lugar en que grita el águila, se despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en el que es desgarrada la serpiente, México Tenochtitlan, y acaecerán muchas cosas […] (Alvarado Tezozomoc, 1975: 65).
Así, pues, con el hallazgo del águila parada sobre un nopal, con la serpiente vencida entre las garras y el pico, en medio de un sitio que ya desde antes se había revelado hierático, los aztecas dan por señalado –y bendecido por Huitzilopochtli– el sitio en el que habrían de edificar la gran México-Tenochtitlan. Resulta interesante notar cómo el punto preciso destinado a alojar la visión azteca es, primero, sacralmente validado. De acuerdo con Mircea Eliade, “Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente, ‘fuerte’, significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en una palabra: amorfos” (Eliade, 1973: 25). En este sentido, la visión del paisaje blanco le da forma de lugar a un espacio antes fuera del Cosmos, lo integra a la Realidad y lo prepara para recibir la ciudad.
Es importante detenerse en el denso significado simbólico, fuertemente ligado a los elementos, que tiene esta imagen del ave rapaz en plena acción devoradora. Hay que recordar que el tunar en el que se encuentra posada ha nacido de dos fuentes simultáneas en medio de la laguna: del corazón de Copil, hijo de Malinalli, diosa de la hechicería y las artes ocultas, de lo cavernoso, frío y acuático y, por lo tanto, extensión de ella y representación del agua, y de una grieta en la roca donde cayó, es decir, de una hendidura en la tierra profunda. Por lo tanto, la planta que sostiene al ave es un símbolo simultáneamente acuático y terrestre. No conforme con esto, el animal vencido por el ave es una serpiente, bestia de la que puede afirmarse lo mismo que Eliade sostiene sobre el Dragón:
Como tendremos ocasión de volver a decir, el Dragón es la figura ejemplar del Monstruo marino, de la serpiente primordial, símbolo de las Aguas Cósmicas, de las Tinieblas, de la Noche y de la Muerte; en una palabra: de lo amorfo y de lo virtual, de todo lo que no tiene aún una “forma”. El dragón ha tenido que ser vencido y despedazado por el dios para que el Cosmos pudiera crearse (Eliade, 1973: 43).
Este dios que despedaza al dragón primordial para crear el Cosmos azteca es, por su parte, el águila, representación de Huitzilopochtli. Se trata de un animal alado y aéreo que es a la vez, en efecto, figuración del dios solar y, por lo tanto, del fuego.
En cuanto a su dimensión sexualizada, es notable la manera en la que el mito azteca cuadra con las pautas que proponen los hermanos Böhme para este género de relatos cosmogónicos. De acuerdo con ellos, la representación de la creación suele albergar una serie de imágenes y figuras que expresan la relación entre los sexos a través de los elementos:
Esquemas sexuales, sometimiento de lo acuático-caótico femenino al masculino héroe cultural, así como el motivo mitológico del descuartizamiento sacrificial de un dios (Burket, 1972), de cuyo cuerpo surge el mundo (cf. También el mito de Osiris), he aquí lo que constituye la base casi carnal del drama de la creación. Con razón Kurt Schier (1963: 315) ha calificado a este tipo de cosmogonía de “cosmogonía acuática”. El agua primigenia, el fluido primigenio (tehòm), como se la [sic.] llama en Gén., 1,2, es lo increado; y es lo tenebroso, lo yermo, lo caótico. […] En lo histórico cultural y simbólico perdura asociado con lo femenino. Pues el fluido primigenio que designa el amorfo mar de materia encierra en sí el aspecto doble de la Magna Mater, la cual es un mismo ser, seno fructífero y abismo que todo lo devora (Böhme, 1998: 46).
Así, en el símbolo del águila y la serpiente –después tomado como escudo nacional– se condensa toda la cosmogonía