Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea. Elisa Di Biase

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representada en estos dos elementos no queda anulada como fuerza actuante, ya que el águila está sostenida y acunada por el nopal nacido del corazón de Copil y de la tierra y por la laguna misma. En este sentido, se trata de un símbolo dinámico, casi circular, en el que los elementos, la masculinidad y la feminidad interactúan sin cesar dando cabida a la existencia de los contrarios, a la sucesión del día y de la noche, y retratan, al mismo tiempo, el territorio destinado a sostener la urbe azteca, profundamente marcado por una violenta y constante interacción de las cuatro sustancias del Cosmos. En este sentido, se confirman una vez más las consideraciones de Mircea Eliade en torno a la fundación de las ciudades:

      Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo (Eliade, 1973: 26).

      El Mundo azteca queda inaugurado con esta visión y la hierofanía revela el centro de la nueva ciudad a la que se le pondría por nombre México,“ombligo de la luna”. La nueva urbe, desde entonces y hasta tiempos muy avanzados, hace honor a su nacimiento sagrado y a su fundación sobre los cuatro elementos. En palabras del historiador Serge Gruzinski:

      La riqueza y la hegemonía de la ciudad descansaban sobre pretensiones cósmicas. La sacralización del espacio efectuada por el cristianismo barroco al distribuir conventos, capillas, iglesias e imágenes milagrosas sobre el suelo de la ciudad tuvo –los españoles no lo ignoraban– un precedente pagano. Con una intensidad superior aún, el área sagrada de Tenochtitlan concentraba la energía de la Tierra y de los Cielos. Sobre aproximadamente quinientos metros cuadrados, este espacio agrupaba las casas de las divinidades, de sacerdotes y sacerdotisas, los colegios, los patios, los lugares para el sacrificio, es decir, un conjunto de más de setenta edificios. Dominando esta zona ceremonial, la pirámide del Templo Mayor se elevaba hacia el cielo: los santuarios de Huitzilopochtli, “colibrí zurdo”, dios de la guerra, y de Tláloc, dios de la lluvia y los agricultores, ocupaban la cúspide. Dos tramos de escaleras conducían a esos oratorios desde donde la vista se extendía sobre la ciudad y los lagos, abarcando el conjunto del valle hasta los volcanes divinos resplandecientes de nieve (Gruzinski, 2004: 266).

      Pero ¿cuál es la relación de la megalópolis con esta ciudad sagrada y los cuatro elementos? Al fundar la ciudad se ha formado un Cosmos, al deformarse ésta o desaparecer se esfumaría también el mundo. Todo ataque a la ciudad amenaza con devolver el mundo al Caos primigenio. El Caos es un mundo sin imagen, innombrable más que a través de la negación, una masa sin forma, sin orden, sin luz, sin diferencias. Y no es posible hablar de un mundo carente de imágenes y signos. Pero el Caos no está falto de materia, sino de orden. El desorden y no la nada es el auténtico enemigo del cosmos.

      Si la Ciudad de México contemporánea puede calificarse en nuestros días primordialmente de algo es, justamente, de caótica. ¿Qué significa esto? Que el inmenso desorden que la invade es el principal enemigo del establecimiento de Tenochtitlan. Implica, sobre todo, que existe la necesidad de fundar continuamente el Cosmos, regresando al mito, para contrarrestar las fuerzas que amenazan con disolver el Mundo. También significa que la historia primordial de esta urbe en nuestros días es la de su lucha contra las fuerzas caóticas, su conjuración de los elementos, su intento constante por amansar la ira que ha ocasionado al extenderse y ser en contra de su entorno. Hoy más que nunca, la victoria del dios Huitzilopochtli debe ser repetida ritualmente para que el mundo siga naciendo cada día. La Ciudad de México en su versión posmoderna vive una lucha diaria por separar el cielo de la tierra y sus habitantes, quenes en su necesidad de adaptación, han, incluso, declarado en ocasiones el Caos como un Mundo habitable. Ése es el vivir postapocalíptico al que nos referiremos constantemente.

      La función de los escritores en este sentido es, precisamente, reformular, reinventar y recomponer el mito y, así, a la ciudad. La literatura no únicamente registra a la urbe que cae y se devora constantemente, sino que va creando otra al vuelo y la vuelve habitable. Una cita de Vicente Quirarte me parece particularmente conmovedora e ilustrativa de este fenómeno:

      Porque en la Ciudad de México donde el horror cotidiano es patrimonio de cada día, la arquitectura hechizada y sus vivos y luminosos fantasmas, no constituyen un escape de la realidad, sino el rescate de un mundo donde la ciudad es más digna y poderosa, más íntima y desafiante. La ciudad no caerá mientras tú, su lector, sostengas el reino de la imaginación y así defiendas tu espacio […] (Quirarte, 2010: 636).

      No es al escritor y sus capacidades demiúrgicas a quien convoca el poeta y cronista espiritual de la ciudad, sino a las habilidades re-creativas del lector, que, al leer las imágenes de la urbe, la mantiene viva. El hecho es que la metrópolis mexicana palpita en el papel, en las plumas de sus autores y en las pupilas del lector que la recrea.

      Emprender un estudio generalizado de las imágenes de la Ciudad de México contemporánea relacionadas con los cuatro elementos representaría una tarea inacabable. Por ello y para tener un punto en torno al cual gravitar, sin prescindir de ejemplos diversos, he elegido a tres autores cuya obra sobre la ciudad no es únicamente nutrida, sino inmensamente representativa y particularmente volcada en el aspecto mítico y material de la ciudad: José Emilio Pacheco (1939-2014), Juan Villoro (1956) y Fabrizio Mejía Madrid (1968). No es el lugar para hacer un esbozo de la vida y obra de estos escritores. En el caso de los dos primeros, es una tarea que se ha emprendido ya profusamente. El tercero cuenta con menos bibliografía relacionada; sin embargo, tampoco resultaría pertinente desviarnos de nuestro tema principal. Me interesa, sobre todo, adentrarme en el dominio de las imágenes materiales relacionadas con el espacio de la Ciudad de México.

      Estos tres autores tienen en común el sentimiento de esta urbe como algo que les concierne hasta el punto de ir a buscar en ella su propia esencia, de enlazar el destino de sus personajes y el propio a sus calles y su materia. Los espacios urbanos se les presentan como la encarnación de sus propios padeceres y deseos. Son escritores que, como los personajes que emergen en su obra, cumplen con las características que Pierre Sansot exige a un hombre que de verdad quiera entender una ciudad: “El esteta, al edulcolorarla, la domestica. El hombre concernido por una ciudad la afronta de frente, esquiva apenas sus golpes y continúa existiendo en su inevitable compañía” (Sansot, 2004: 369).7 La Ciudad de México no es para ellos una distracción elegida, un pasatiempo, sino un verdadero sino. Como para muchos de los escritores a los que Vicente Quirarte hace referencia en su biografía literaria de la Ciudad de México, para Pacheco, Villoro y Mejía Madrid,

      la ciudad es un espacio complejo, desafiante, inexplicable. Con todo, no caen en la fórmula preconcebida según la cual la ciudad es el espacio deshumanizado. La ciudad es para ellos una creación humana, falible y perfectible, sitio donde se ponen a prueba los valores de la especie y donde también se exhiben sus defectos más deleznables. Tal es el eje temático de una literatura que busca las maneras de hablar de la urbe, sus comportamientos y sus mitologías (Quirarte, 2010: 541).

      La megalópolis es para estos escritores un espacio hiper-humano, en absoluto desprovisto de significados y mitologías, sino saturado de ellos. Es verdad que cada uno de estos autores tiene su particular manera de afrontar la urbe posmoderna. El oponerse a los elementos y a la ciudad desmesurada, incomparablemente más grandes que sí mismos, y dar la cara ante lo monstruoso de su fuerza, puede experimentarse como algo sublime y la escritura resultante puede investirse de un tono trágico –como frecuentemente ocurre en la poesía de José Emilio Pacheco y en algunos momentos de la literatura de Villoro– , pero el roce con los elementos desbocados puede también generar personajes demoníacos o bien héroes tragicómicos, estos últimos abundantes tanto en muchas de las obras de Juan Villoro como en la escritura de Mejía Madrid.

      En cualquier caso, estos amantes literarios de la Ciudad de México, a veces con aguda ironía y otras con profundo desencanto, desmitifican la ciudad únicamente

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