Las desesperantes horas de ocio. Jorge Humberto Ruiz Patiño
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Germán Mejía (2011), por ejemplo, ve en los espacios de esparcimiento que aparecen en las últimas décadas del siglo XIX en Bogotá —como el circo de toros, el hipódromo de La Gran Sabana, los cafés, los restaurantes y los teatros— uno de los factores que permitió la formación de un ámbito íntimo, más allá de lo privado, en una clase social que paradójicamente desarrollaba gustos burgueses y prácticas que exhibía como forma de manifestar su estatus ante las demás clases sociales (Mejía 2011, 33). Se trataba entonces de satisfacer dichos gustos al mismo tiempo que se protegía la intimidad, pues aquellos lugares permitían un aislamiento relativo respecto a otros sectores de la población gracias al cerramiento que implicaban y al costo de las entradas para los eventos que se realizaban allí (Mejía 2001, 37).
Este autor comenta también la aparición de los clubes sociales y de qué manera coadyuvaron en la formación de la opinión pública bogotana al servir de ámbito para el desarrollo de debates literarios y políticos (Mejía 2011, 25). Acerca de estos últimos, Camilo Monje (2011) muestra que las tertulias literarias, que se habían desarrollado hasta fines del siglo XIX dentro de las casas de sus promotores, se volvieron semipúblicas desde comienzos del XX con la aparición de los cafés, lugares de encuentro que, al contrario de los clubes sociales —que poseían un carácter más exclusivo y limitado—, expresaban dicha transición de lo privado a lo público (Monje 2011, 69-80).3
Sobre los cafés en Bogotá, Mario Jursich y Alfredo Barón (2016) han planteado que su desarrollo en la ciudad fue incipiente entre 1866 y 1912 en comparación con otras ciudades latinoamericanas, como Buenos Aires, de donde se tienen noticias sobre la existencia del primer café a finales del siglo XVIII. En un sentido similar al de Camilo Monje, los autores plantean que los cafés bogotanos fueron lugares de recepción de individuos —catalogados como “burgueses”— que añoraban las viejas tertulias realizadas en sus casas privadas, pero también fueron una especie de “repúblicas democráticas” que, a diferencia de los clubes sociales, permitieron la congregación de personas sin ninguna membresía social y cuyo objetivo consistía en reunirse en dichos lugares para hablar de cualquier tema sin tapujos (Jursich y Barón 2016, 19). Al ser espacios abiertos a un público amplio, dicen los autores, durante su apogeo en el XX los cafés fueron identificados como la antítesis de las chicherías, “al proporcionar una alternativa no alcohólica a los obreros, artesanos, campesinos o gente del común” (Jursich y Barón 2016, 18).
Gina Zanella (2003), por su parte, define los cafés, clubes sociales, hoteles, salones de baile y restaurantes que tuvieron auge a comienzos del siglo XX como espacios públicos de sociabilidad burguesa, es decir, “aquellos en los cuales los hombres se reúnen por afinidad ideológica y no para efectuar prácticas de culto o actividades ligadas a la iglesia” (Zanella 2003, 8). Estos lugares emergieron como parte de los procesos de modernización en Bogotá y representaron un nuevo estilo de vida adoptado por la clase alta de la ciudad a imitación de los gustos burgueses europeos (Zanella y López 2008).
En su estudio sobre la transformación del consumo de bebidas alcohólicas en Bogotá a finales del siglo XIX y comienzos del XX, Sebastián Quiroga (2018) ofrece una reflexión que matiza la interpretación del “ethos burgués” como núcleo de la constitución de los cafés en Bogotá. El autor sostiene que cafés y tabernas fueron lugares alternos a las chicherías como resultado de un cambio en los patrones de consumo de alcohol, que operó tanto entre las élites como en los sectores populares.
Este cambio se manifestó en la circulación de nuevos significados en torno a las bebidas alcohólicas transmitidos por medio de mecanismos como las regulaciones legales, la pedagogía moral y las estrategias publicitarias (Quiroga 2018, 145), significados que en el caso de las élites implicaron
tener otro tipo de experiencias mediante la creación de espacios ordenados, donde el consumidor proyectado estaba en línea con el ideal de buen gusto (elegante, de costumbres europeas y modernas), a diferencia de las chicherías, percibidas como desordenadas, aglutinadas y con poca higiene. (Quiroga 2018, 165)
En cuanto a las clases populares, Quiroga afirma que los nuevos significados acerca del consumo de alcohol también se impregnaron en ellas, aunque de manera diferente. En el contexto de la campaña antialcohólica que comenzaba a desarrollarse a finales del siglo XIX, los sectores dirigentes del artesanado y de la clase obrera hicieron suyo el discurso que circulaba entre las élites acerca de la temperancia como una de las vías hacia el progreso, lo que se expresaba en la idea de controlar los espacios de ocio y tiempo libre de los trabajadores con el fin de modificar su conducta (Quiroga 2018, 149-150). Este deseo de control, dice el autor, tuvo su correlato en los discursos de la publicidad que resaltaban el potencial liberador de la bebida en relación con la diversión y el ocio, razón por la cual las tabernas y los billares “se convirtieron en sitios que promovían ese ideal de entretenimiento, y comenzaron a disputar con las chicherías el rol de lugares de socialización” (Quiroga 2018, 152).
Desde una perspectiva que concibe el espacio público como una construcción social históricamente situada en la que se configuran usos, representaciones y relaciones entre sujetos, Pablo Páramo y Mónica Cuervo (2006) definen los lugares de diversión de la clase alta bogotana, tales como el hipódromo de La Gran Sabana, los clubes sociales y los teatros de fines del siglo XIX, como espacios privados que se distanciaban de lo popular y cuya relación con el espacio público se caracterizaba por la posición intermedia que este último ocupaba entre dichos lugares y el lugar de trabajo o el hogar, esto es, por ser un sitio de paso entre el espacio de los divertimentos y el espacio de la rutinas laborales o domésticas:
La relación entre el entretenimiento y lo público no se ve claramente en el espacio público, sino en prácticas como celebraciones y fiestas. Lo que sí es evidente es que desde los espacios cerrados se observa la importancia de ir a lo público, en las diversas clases sociales. (Páramo y Cuervo 2006, 187)
Llama la atención que en el análisis de Páramo y Cuervo sobre el espacio público no se mencionen los parques de Bogotá, aunque sí se dedica un espacio a las plazas públicas coloniales y a sus usos como lugares de mercado y de fusilamientos, desfiles y celebraciones religiosas. Gina Zanella (2003), en cambio, define los parques bogotanos como “espacios de sociabilidad abiertos y democráticos, en los que no existían diferencias de clase, sexo, edad o raza” (Zanella 2003, 72). Esta autora clasifica dichos espacios en parques naturales y de diversiones. Los primeros están representados por el Parque del Centenario de 1883 y el de la Independencia de 1910, lugares a los cuales la gente asistía para pasear y escuchar pequeños conciertos musicales. Ejemplos de los segundos son el Luna Park y el lago Gaitán, ambos de la segunda década del siglo XX y en los cuales se podían encontrar atracciones mecánicas, espacios deportivos y ver espectáculos públicos.
Otra perspectiva sobre los parques en Bogotá ha sido proporcionada por Claudia Cendales (2009 y 2011) y María Guerrero (2012). La primera enmarca estos lugares —con excepción del Parque del Centenario— en la transformación que sufrieron las plazas coloniales desde la segunda mitad del siglo XIX y analiza los discursos de las técnicas paisajísticas europeas —en boga por aquella época— en relación con la fisonomía que se esperaba adquirieran los parques bogotanos desde el modelo de parque europeo (Cendales 2011). Para Cendales (2009) la función principal de los parques era representar la nación y civilizar a la población mediante la instauración de monumentos patrios que evocaran los valores republicanos del país (Cendales 2009, 98). Los parques tenían también una función higiénica y social, esta última como el control del tiempo