La cultura como trinchera. Maria Albert Rodrigo

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La cultura como trinchera - Maria Albert Rodrigo

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hacia las corporaciones de signo provincial y local (desarrollo cultural urbano). En todo caso, la institucionalización de la política cultural es un hecho, así como la proliferación de instancias, organismos e instituciones autodefinidas como específicamente culturales, que abarcan las más diversas vertientes de lo cultural (artes plásticas, artes escénicas, bibliotecas, archivos, patrimonio cultural, etc.). Dicha institucionalización ha implicado dotaciones presupuestarias más o menos estables, el desarrollo de plantillas laborales específicas y la puesta en marcha de organigramas culturales en cada uno de los niveles de la administración pública cultural. En relación con ello, la sociedad civil y las industrias culturales ha desarrollado estrategias para relacionarse con las instituciones públicas culturales, configurándose, así, un complejo campo que encuentra su acomodo en la denominada sociedad de la información, del conocimiento y de la creatividad (Castells, 1999).

      En el contexto de la transición a la democracia en España hay que añadir otro rasgo que habría caracterizado la política cultural española, y que podemos caracterizar como la instrumentalización política de la cultura como elemento de control por parte de los partidos políticos encargados de gestionar los diversos gobiernos de la etapa democrática. Al respecto Guillem Martínez (2012) habla de la CT o «Cultura de la Transición» para referirse a los límites de la cultura española, unos límites estrechos, «en los que solo es posible escribir determinadas novelas, discursos, artículos, canciones, programas, películas, declaraciones, sin salirse de la página, o para ser interpretado con un borrón» (Martínez, 2012: 14). Según este autor, en un proceso de democratización inestable, en el que al parecer «primó como valor la estabilidad por encima de la democratización, las izquierdas aportaron su cuota de estabilidad, la desactivación de la cultura» (Martínez, 2012: 15). De este modo la cultura es puesta al servicio de la estabilidad política y la cohesión social, trabajando para el Estado. Se trataría de una «cultura vertical», desproblematizada y domesticada, plenamente funcional con la gestión de los grandes partidos en el poder durante los últimos treinta y cinco años, y con la cual se habría alineado masivamente la mayor parte de la clase intelectual y cultural de España. Ello habría producido un ambiente «culturalmente correcto», conciliador y ecuménico, bien lejos de toda actitud abiertamente crítica que potenciara el consenso y no el enfrentamiento (Echevarría, 2012). Un consenso que acabaría imponiendo los límites de lo posible, de manera que «la democracia-mercado es el único marco admisible de convivencia y organización de lo común, punto y final». De este modo se habría acabado consolidando una cultura consensual, desproblematizadora y despolitizadora, de modo que esta CT habría conseguido el monopolio «de las palabras, de los temas y de la memoria» (Fernández-Savater, 2012).

      A todo ello debemos añadir la tendencia del clientelismo político, muy visible en el conjunto de la administración pública española, y muy especialmente en la cultural, consistente en el ejercicio del libre albedrío político para colocar en puestos clave a conocidos, amigos o individuos no necesariamente preparados para el cargo, promoviéndose así la docilidad política y la ausencia de críticas. Una administración clientelar que promovería la incompetencia, facilitaría la corrupción y fomentaría la mediocridad, el servilismo y la búsqueda constante del favor político, de modo que la política cultural quedaría sujeta a los vaivenes de las oscilaciones electorales, al cortoplacismo y al revanchismo de los diversos gobiernos, muy proclives a intentar borrar las huellas de la política cultural de un gobierno previo de distinto color político (Muñoz Molina, 2013).

      Pero, a pesar de las peculiaridades políticas acabadas de enunciar y del importante relieve y la particular complejidad que tiene la política cultural en España, su estudio académico ha sido bastante escaso, por lo que su reconocimiento resulta muy incipiente. Esto contrasta con la madurez alcanzada por la investigación sobre la política cultural realizada en otros países. Tanto en los Estados Unidos como en Francia, Inglaterra, Alemania y otros países europeos, además de Australia, hace ya varias décadas que se han ido acumulando y refinando las perspectivas de análisis sobre la política cultural. Por ello seguidamente nos ocuparemos de realizar una revisión detallada de la investigación académica sobre las políticas culturales.

      Como destaca Rodríguez Morató (2012), se ha intentado llevar a cabo una sistematización de los rasgos más característicos de los enfoques que las diversas disciplinas aplican al estudio de la política cultural. A este respecto destaca la aportación de Gray (2010), que se ha centrado en los cuatro enfoques que cabe considerar más importantes en este terreno: la economía, los estudios culturales, la ciencia política y la sociología.

      Desde la economía se ha puesto el énfasis en la política económica, intentado identificar los efectos económicos de intervenciones concretas (estudios de impacto) y la importancia económica de los diferentes sectores culturales. Desde el ámbito de los estudios culturales se ha insistido en la noción de gubernamentalidad, que designaría una racionalidad específicamente moderna de control de la población por parte del Estado y de formación y gobierno cultural de los sujetos, desplegada a través de una diversidad de tecnologías y programas y orientada a objetivos diversos y cambiantes. En tercer lugar, y desde la politología, se ha desarrollado un análisis que, al igual que el de los economistas, suele situarse en las cercanías de la perspectiva administrativa, buscando servir de base de información para la definición de la acción cultural pública.

      Por último, y en relación con la sociología, Gray (2010) afirma que sus enfoques sobre la política cultural tienden a estar relativamente subdesarrollados. A pesar de ser un juicio básicamente inexacto, pues su apreciación se funda en realidad en una completa ignorancia respecto al trabajo realizado fuera del área anglosajona, que ha sido precisamente el más importante (Rodríguez Morató, 2012), el diagnóstico de Gray registra de todos modos un hecho indudable: la relativa invisibilidad de la perspectiva sociológica en los más influyentes foros interdisciplinares en los que actualmente se desarrolla la investigación sobre política cultural. Y es que, efectivamente, la perspectiva sociológica está débilmente dibujada en ellos.

      Desde la sociología de la cultura y de las artes, cuestiones como la definición pública de un marco regulativo para el desarrollo de la actividad artística (Becker, 1982) y la propia intervención cultural pública en el terreno artístico (Moulin, 1992; Menger, 1983 y 1987) han sido recurrentemente analizadas y teorizadas. En los trabajos específicamente focalizados sobre el tema de Zolberg (1983, 2000 y 2003), esta perspectiva se ha ido ampliando y profundizando hasta considerar la lógica general de los sistemas de apoyo a las artes y su relación con la esfera pública y con la configuración cultural de la sociedad.

      Desde la sociología y la ciencia política han ido desarrollándose otras múltiples perspectivas dentro de diferentes tradiciones. En Francia, arrancando del paradigma de análisis desarrollado por Michel Crozier en el Centre de Sociologie des Organisations (Crozier y Friedberg, 1977), se han analizado los sistemas de acción que se configuran alrededor de la política cultural en sus diversos niveles (Friedberg y Urfalino, 1984 y 1986). Allí se ha cultivado asimismo con virtuosismo el análisis sociohistórico de la administración cultural (Urfalino, 1996). Y se ha prestado también atención al análisis de la articulación multinivel del sistema de la política cultural (Pongy y Saez, 1994; Negrier, 2002). Por el contrario, en los Estados Unidos, donde el policy analysis de las políticas culturales tiene ya muchos años de existencia (Netzer, 1978), se ha avanzado especialmente en la comparación de modelos de política cultural (Cummings y Katz, 1987; Chartrand y McCaughey, 1989; Mulcahy, 2000). Una profundización especialmente fructífera ha sido la de Zimmer y Toepler (1996 y 1998), inspirada en el estudio de Esping Andersen (1993) sobre los tres mundos del Estado del Bienestar.

      El paralelo desplazamiento del centro de atención de la política cultural hacia la esfera regional y local incrementa además el número y la diversidad de las tradiciones de investigación que son relevantes para su estudio, pues ahora también desde la antropología y la sociología urbanas (Hannerz, 1992; Zukin, 1995), la sociología del

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