La cultura como trinchera. Maria Albert Rodrigo

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La cultura como trinchera - Maria Albert Rodrigo

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regeneración urbana de carácter cultural, el de los clústeres culturales o el de la gobernanza cultural.

      1. El objeto de estudio debe encuadrarse en los contextos institucionales que lo constituyen, que son fundamentalmente dos: la cultura y el Estado.

      2. Los contextos institucionales analizados deben ser considerados desde un punto de vista sociohistórico y procesual.

      3. El horizonte de análisis de las políticas culturales debe situarse en las relaciones sociales que las constituyen y que conforman sistemas de acción concretos, abiertos y dinámicos.

      En cuanto al primero de estos principios, la visión propuesta por Rodríguez Morató (2012) se compone a partir de una determinada idea sobre sus contextos constitutivos –la cultura y el Estado– y sobre su interrelación. En su desarrollo de la política cultural, pues, el Estado se convierte en una arena de disputa, en la que se juegan intereses del propio Estado, particularmente los de su afirmación territorial y otros múltiples intereses sociales alrededor del mundo de la cultura. La dialéctica entre ellos forma parte esencial del objeto de estudio, que no obstante se centra en la organización misma de la administración cultural, en tanto que instancia autónoma de poder.

      El segundo principio enunciado concierne a la necesidad de atender a la construcción sociohistórica del objeto de estudio como fundamento estructural para su análisis. A este respecto, el planteamiento propuesto se asienta sobre toda una serie de constataciones estructurales a tener en cuenta. En primer lugar, en el proceso de la modernidad occidental, el desarrollo de una primera política cultural implícita, de carácter constitutivo, resulta del avance de la cultura moderna autónoma y del desarrollo del Estado liberal. En segundo lugar, la categoría de la política cultural cristaliza en los años sesenta del siglo XX, en el marco del Estado del Bienestar, como una política predominantemente redistributiva. Lo hace a partir de asumir tres elementos estructurales que se habían ido sedimentado históricamente de forma sucesiva. Por un lado, el Estado asume el valor intrínseco e independiente de la cultura autónoma moderna. Por otro lado, asume también la importancia de la cultura artística y el patrimonio como referente simbólico de la legitimidad del poder político. Y finalmente asume como misión la redistribución del capital cultural. La cristalización de la categoría de la política cultural constituyó un avance decisivo en el proceso racionalizador de la esfera cultural por parte del Estado, pues significó en su momento la unificación de toda una serie de ámbitos dispersos en un mismo marco de intervención y el proyecto, a partir de ahí, de su sistematización racional. Su institucionalización, sin embargo, se produjo a través de instancias y fórmulas de intervención diversas, que fueron desde los sistemas centralizados a los descentralizados, desde la administración directa a la indirecta y desde el predominio del fomento al de la regulación.

      En tercer lugar, el desarrollo de la política cultural tras su institucionalización tiene que ver con la transformación del Estado y sobre todo de la cultura a partir del último tercio del siglo XX. Al mismo tiempo, se amplía enormemente, gana peso económico y centralidad social, llegando a entrelazarse de mil maneras con la dinámica socioeconómica. Por su parte, el Estado experimenta también cambios sustanciales, pues pierde soberanía y se hace más complejo e interdependiente (Held, 1997). El resultado, respecto a la política cultural, es que ésta se reestructura. En relación con las transformaciones que han tenido lugar en la cultura, surgen nuevos ámbitos de intervención (industrias culturales, moda, diseño, etc.) y nuevos objetivos de carácter extrínseco: social y económico. Se trata de un nuevo tipo de política cultural: una política de desarrollo.

      Por último, el tercer principio enunciado hace referencia al horizonte de análisis que se postula como apropiado para el estudio sociológico de las políticas culturales. Según Rodríguez Morató (2012), el foco de un análisis sociológico de la política cultural debería situarse en el espacio social e institucional que la genera y apuntar, a partir de ahí, a los intereses y a las ideas que la motivan y a los efectos que produce. El espacio social e institucional de la política cultural habría de concebirse, encuadrado por las coordenadas que lo constituyen –las de la cultura y el Estado, y por lo tanto las del espacio social de la cultura y el espacio social de la política– siendo especificado como el universo compuesto por las instituciones y los actores públicos que intervienen en la regulación social de la cultura, más las instituciones y los actores privados o del Tercer Sector que ejercen algún tipo de influencia directa sobre ellos. Este espacio, en el que el poder político y la administración son siempre centrales, tiene formas y contornos maleables, en función de las transformaciones que experimentan los contextos que los configuran.

      El espacio de la política cultural, por último, se concibe estructurado a partir tres coordenadas: la sectorial, la territorial y la público-privada. A lo largo de la primera de ellas, la sectorial, se sitúan los ámbitos sectoriales de política pública de los que se ocupa o puede ocuparse la política cultural (las artes, el patrimonio, la cultura popular, las industrias culturales, el deporte, la lengua, la comunicación), así como otros con los que ésta puede relacionarse (la educación, la juventud, el turismo, la inmigración, el desarrollo territorial, etc.). A este respecto, la política cultural de un poder público se caracteriza por tener una configuración sectorial particular, en la medida en que incluye unos determinados ámbitos y excluye otros, y se relaciona más o menos con los que excluye o con otros que no son de carácter propiamente cultural. Una segunda coordenada es la territorial. Ahí se sitúan los diversos niveles territoriales desde los cuales se interviene políticamente en la cultura. Estos van desde las instancias globales, como la UNESCO, y europeas, como el Consejo de Europa o la Unión Europea, hasta las estatales, regionales y locales. A lo largo de la coordenada territorial se organiza, así, esta interacción de las diversas instancias gubernamentales y administrativas que intervienen en la política cultural, dando lugar a un sistema de acción concreto (Crozier y Friedberg, 1977). Por último, la coordenada público-privada es la que va de los actores públicos (cargos públicos, técnicos y profesionales de la administración y de las instituciones culturales públicas), a los actores privados (asociaciones profesionales, creadores, gestores y empresarios culturales) y del Tercer Sector (fundaciones y asociaciones culturales). Estos actores se ven cada vez más implicados en una variedad de fórmulas de gobernanza (consejos, consorcios, patronatos, planes estratégicos, etc.), de modo que también en este caso, como en el de la coordenada territorial, la variable de la articulación resulta analíticamente crucial. Esta triple estructuración del espacio de la política cultural es el que hemos tomado como referencia, mediante la elaboración de diversos sociogramas, a la hora de analizar en detalle el espacio de la política cultural valenciana.

      Por la propia naturaleza de sus objetivos y del ámbito al que se dirige, en su evolución la política cultural se caracteriza en todas partes por su creciente complejidad (Cherbo y Wyszomirski, 2000): complejidad estructural y relacional, por una parte, en cuanto que la política cultural tiende a ejercerse cada vez más a partir de un complejo sistema multinivel y desde una lógica de gobernanza más que de gobierno; y complejidad sustantiva también, por la creciente multiplicidad de objetivos que con ella pretenden alcanzarse (desde la

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