Gobernanza y planificación territorial en las áreas metropolitanas. Andreas Hildenbrand Scheid

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Gobernanza y planificación territorial en las áreas metropolitanas - Andreas Hildenbrand Scheid Desarrollo Territorial

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energía consume en las ciudades actuales. Asimismo, la congestión del tráfico que provoca este modelo de transporte en las entradas de los flujos de los commuters al centro de las ciudades supone, además de pérdidas de tiempo de los ciudadanos (de forma habitual y especialmente en casos de grandes atascos), más emisiones a la atmósfera y, por tanto, una mayor contaminación del aire. Esta contaminación, además del impacto ambiental, también perjudica a la salud pública debido al aumento de enfermedades causadas por la contaminación.

      Asimismo, las tipologías edificatorias de baja densidad significan una mayor superficie edificada por habitante y consumen más materiales, energía y agua (jardín, piscina, etc.). La extensión de las carreteras y de las redes de servicio (gas, agua, alcantarillado, teléfono, electricidad, fibra óptica, etc.) contribuye a un mayor consumo de suelo, energía y materiales (Ihobe y Gobierno Vasco, 2005).

      Por otra parte, la dispersión urbana tiene impactos paisajísticos con alteraciones visuales considerables (Arias, 2003). Además, se registra una alteración y banalización del paisaje por la implantación de urbanizaciones e hileras de adosados en lugares de fragilidad visual y la utilización de tipologías arquitectónicas estandarizadas y repetitivas. Para esta tendencia creciente de uniformización y banalización del paisaje, Muñoz (2008) ha acuñado el término urbanalización. Este término se refiere a la producción de un tipo de paisaje urbano estandarizado, común y repetido en ciudades distintas, con características históricas, culturales y poblacionales diversas, de extensión nada comparables y ubicadas en diferentes continentes. Además de otras manifestaciones de ello en el interior de los centros urbanos u otros lugares, uno de los ejemplos más claros de este tipo de urbanización banal de las ciudades y el territorio (en el sentido de que se puede repetir y replicar en lugares diferentes con relativa independencia del locus concreto) es el que aportan las urbanizaciones residenciales de casas en hilera, que se multiplican de forma clónica en las periferias de los centros urbanos.

      En definitiva, la ciudad dispersa, caracterizada por la urbanización de baja densidad, genera unos costes ambientales elevados por su propia existencia, «principalmente por la ocupación de territorio que representan y por el consumo energético que representa el modelo de movilidad asociado al vehículo privado» (Magrinyà y Herce, 2007: 262).

      Uno de los impactos económicos consiste en la pérdida de tiempo de los ciudadanos por la congestión del tráfico, lo cual se traduce en costes para las empresas por horas de trabajo perdidas.

      La ciudad dispersa imposibilita, en gran parte, la opción del transporte público, ya que no se alcanzan las densidades mínimas necesarias para generar economías de escala y, por tanto, hacer económicamente rentables la construcción de ejes ferroviarios de transporte público.

      Las tipologías edificatorias de baja densidad tienen mayores costes de mantenimiento y, en cuanto a las repercusiones de la dispersión sobre los núcleos urbanos existentes, el abandono de centros origina el declive de muchas actividades del sector de servicios (por ejemplo, el pequeño comercio).

      En la ciudad dispersa, caracterizada por la dominancia de las viviendas unifamiliares aisladas o adosadas, los costes públicos de provisión de redes infraestructurales y de servicios y de mantenimiento son mayores que en un entorno urbano compacto (ECOPLAN, 2000; Muñiz, Calatayud y García, 2007). Concretamente, los costes de agua y saneamiento, alumbrado público, urbanización pública, limpieza pública y transporte público podrían llegar a ser hasta siete veces mayores en la ciudad dispersa, y los costes privados de mantenimiento (calefacción, consumo de agua, electricidad, seguridad, limpieza), del orden de dos veces mayores (Garbiñe, 2007: 212).

      En la ciudad dispersa los ciudadanos sufren una pérdida de calidad de vida por la dependencia del vehículo privado. La ausencia de alternativas obliga a una dependencia absoluta del vehículo privado que, con frecuencia, se traduce en una pérdida de tiempo por la creciente congestión.

      Pero, sobre todo, la urbanización dispersa provoca una creciente segregación socio-espacial en las periferias y dentro de la ciudad central. Tanto en la ciudad densa como en las coronas metropolitanas, aparecen bolsas de pobreza, exclusión social e inseguridad ciudadana (delincuencia) que se contraponen a islas de riqueza que funcionan de forma autista y perfectamente protegidas y separadas del resto de las zonas, y que alcanzan su máxima expresión en la gated community (‘comunidad fortificada’), un producto inmobiliario norteamericano que está avanzando en los últimos años en los países europeos.

      Asimismo, la urbanización difusa se ha traducido en un mosaico de lugares carentes de identidad, desfigurados por una arquitectura residencial de calidad modesta y mayoritariamente unifamiliar y la presencia de no lugares (grandes centros comerciales, factory outlets, multisalas, discotecas, parques temáticos, etc.). En estos nuevos entornos sin urbanidad, se registran crecientes déficits de visibilidad y sociabilidad, con vínculos débiles y relaciones de vecindad poco amigables (Gibelli, 2007: 279).

      Otro de los impactos sociales importantes de la ciudad dispersa consiste en que el modo de vida en ella debilita también el sentido de comunidad y la interacción social entre los habitantes, porque los desplazamientos diarios consumen un tiempo cada vez mayor. En cuanto a este problema, el politólogo Robert Putman (2000), uno de los expertos más reconocidos a nivel internacional en materia de capital social, en un artículo publicado en El País en noviembre del 2000 titulado «¿Por qué no son felices los estadounidenses?», destaca: «La expansión urbana ha llevado a la gente a que pase más tiempo en coche (sola, por lo general) y ha reducido la participación en la vida cívica y política», y por ello, entre las medidas que cabe adoptar para reconstituir las reservas de capital social ha de incluirse «detener las políticas de ocupación de suelos y de transporte que han contribuido a la proliferación de ciudades tentaculares en los Estados Unidos».

      Por último, la ciudad dispersa también ha llevado consigo repercusiones negativas para la calidad de vida de los ciudadanos, que están relacionadas con las formas de ocupación y la degradación del espacio público. Entre las diversas funciones del espacio público figura su función social, es decir, su papel como un lugar de contacto y encuentro entre personas y entre diferentes grupos de edad, étnicos o económicos. A este respecto, la ciudad dispersa ha originado empobrecimiento, especialización y privatización del espacio público. Monclús (1998: 172) resalta, en relación con esta cuestión, la existencia de tres procesos divergentes y a la vez estrechamente interrelacionados:

      – «La redundancia de extensas secciones del espacio público tradicional, vaciado progresivamente de densidad, actividad, frecuentación peatonal, comercio a pie de calle, lo cual genera con facilidad deterioro e inseguridad».

      – La extrema especialización de partes significativas del espacio público (calles colectoras, carreteras, autovías urbanas o suburbanas) en una función única y prácticamente excluyente: «el tráfico rodado».

      – «La privatización del espacio público realmente frecuentado: el de los grandes centros comerciales y de ocio, suburbanos o urbanos». Con ello, «se está debilitando notablemente el antiguo lazo que relacionaba la vida cívica y participativa, la sociabilidad difusa y la actividad comercial, que no es otro sino la calle como espacio efectivamente público y completamente accesible».

      En suma, para la acción pública se plantea el reto de orientar el desarrollo de la ciudad real de escala metropolitana hacia la sostenibilidad, es decir, lograr un desarrollo urbano-territorial respetuoso con el medioambiente y, a su vez, en consonancia con los requerimientos del desarrollo económico y la competitividad

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